Autor: 15 julio 2008

Soledad Puértolas: Cielo nocturno
Anagrama, Barcelona, 2008

Un grupo de jóvenes, chicos y chicas, semidesnudos, alegres, risueños, casi eufóricos, se bañan en un río rodeado de frondosos árboles. Suroeste de Francia, 1962. Se abrazan, se tocan, se salpican, juguetean. Es una imagen poderosa, cine en estado puro, rebosante de optimismo, de vitalidad, de elegante sensualidad. Pertenece a Los juncos salvajes, espléndida película de André Techiné, quizá su mejor obra junto a Los ladrones, con unos soberbios y contenidos Catherine Deneuve y Daniel Auteil. Y esa imagen, la de la película, me viene a la memoria después de leer esta nueva novela de Soledad Puértolas, tan vital, tan llena de vida. El despertar a la vida de una muchacha que pasó sus primeros años en un colegio de monjas y que, de repente, tras abandonarlo, se encuentra con las revueltas sociales de un país, el nuestro, que surgen en los sectores más liberales, universitarios principalmente, después de estar acribillado durante cuarenta años por una infame dictadura, la dictadura franquista.

El despertar a la vida, en una ciudad con río. Zaragoza, al fondo, siempre entre líneas. A través de los ojos de esa joven (sin nombre: como también le ocurría a aquella otra estudiante de monjas, la protagonista de Una vida inesperada, obra mayor puertoliana), el cambio es brutal, intenso, necesario. Esos ojos lo están descubriendo todo: el mundo cerrado de las monjas, la amistad, los primeros bailes, los primeros amores, el descubrimiento del deseo, del sexo, la enfermedad, la política, las distintas clases de vida, los diferentes posicionamientos ante esa vida, etcétera. Y esos descubrimientos, como los de los chicos de la película de Techiné, son el argumento de la obra. El paso de la niñez a la adolescencia, a la juventud. El retrato, siempre bondadoso, de la madre. La otra cara de ese retrato, la figura del padre, tan contradictoria, tan alejada de las primeras inquietudes de nuestra protagonista. Un padre conservador, que no predica con el ejemplo, como la mayoría de los conservadores. Y ese planteamiento vital, el de no predicar con el ejemplo, le hace a la hija reconsiderar aún más las cosas, esa otra forma de ver la vida, de entenderla, de interpretarla. Puértolas, maestra absoluta de la elipsis, ha reconocido rasgos de su propia biografía en esta novela, pero, a diferencia de Esther Tusquets en sus estupendas y recientes memorias, no ha querido narrarlo como tal, como una autobiografía, sino que ha preferido novelarlo, darle esa otra identidad. Y ha conseguido otra obra importante que da sentido al resto de su obra y que hace aún más veraces aquellas palabras de Mercé Rodoreda, esa gran olvidada: «Escribir bien es difícil. Por escribir bien entiendo decir con la máxima simplicidad las cosas esenciales. No siempre se consigue. Dar relieve a las palabras; las más anodinas pueden brillar si las colgamos en el lugar adecuado».

Ovidio Parades


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