Autor: 21 julio 2009

Jesús Manuel Martínez
Salvador Allende
Ediciones Nobel, Oviedo, 2009

Desde 2001 el 11 de septiembre evoca la imagen de las torres del World Trade Center desplomándose y el sufrimiento de miles de personas. Sin embargo, años antes de esa fecha, como recordó el cineasta Ken Loach en una película colectiva, hubo otro 11 de septiembre que conmocionó al mundo. Fue el de 1973, cuando los militares chilenos se sublevaron para derrocar el gobierno constitucional del socialista Salvador Allende llevándose por delante una de las democracias más consolidadas del mundo.

Cuando en 1970 Allende ganó las elecciones y el presidente saliente —Eduardo Frei Montalva— se negaba a reconocerlo, bromeó con él haciéndole ver que en el 76 le devolvería el preciado sillón, pero no tuvo tiempo porque en el camino se interpusieron «el capital foráneo y el imperialismo unidos a la reacción», como dejaría claro en su último discurso a la nación. Es decir, las multinacionales mineras del cobre, la International Telephone & Telegraph (ITT), Pepsi, Kissinger, la élite conservadora chilena y un eficaz testaferro llamado Augusto Pinochet, famoso por su lucha denodada contra los derechos humanos y por haberse demorado más tiempo del deseado en unas vacaciones por Inglaterra. Por cierto, Jesús Manuel Martínez, autor de esta impecable biografía política, por motivos estrictamente higiénicos no menciona el nombre del militar golpista ni una sola vez. Puede que también existan motivos personales porque Martínez trabajó para el gobierno de Allende. Sea como sea, lo cierto es que hay un encomiable esfuerzo por tomar distancia que se solidifica en una rigurosa concreción intelectual, apoyada en la bibliografía que maneja y la capacidad analítica del autor.

Hay vidas que se condensan en una sola fecha. La de Salvador Allende, un hombre nacido por carácter, empeño y astucia para la gloria política, lo hace el 11 de septiembre de 1973, cuando después de radiar su último y brillante discurso decidió aguantar en el Palacio de la Moneda y quitarse la vida para no dar a torcer el brazo constitucional ante quienes lo violentaban porque tenían la fuerza. Fundamentalmente eso debería ser Allende para el mundo, un referente político y moral con una trayectoria rectilínea impecable y con una capacidad integradora de la que hizo gala en todos sus fracasos previos como candidato a la presidencia antes de alcanzar el lánguido éxito que obtuvo en las elecciones de 1970. Allende, que siempre tendió una mano a la izquierda revolucionaria y otra al orden institucional, murió con las botas puestas el 11 de septiembre de 1973. Tras mandar a su gente que levantara la bandera blanca y evacuara el edificio, él se quedó sentado a solas con un fusil que se puso bajo la barbilla. Después apretó el gatillo. Murió como un trágico senador romano. «¡Cierren la puerta!», les dijo a los últimos que salían. Fue su última orden.

Descendiente de una familia de militares liberales, Salvador Allende nació en Valparaíso en 1908 y en su entorno lo conocían como el Chicho Allende. Con el paso de los años, el amigo de la familia y rival político Arturo Alessandri sabía que lo irritaba cuando decía «pero si yo al Chicho lo quiero mucho… ¡Cómo no lo voy a querer si lo tuve sentado en mis rodillas!». Entre Valparaíso y la ciudad fronteriza de Tacna pasaría la infancia. A Santiago se iría como atildado estudiante de medicina, lo que le valdría el sobrenombre de El Pije, y allí, desde el sindicato de estudiantes, se iniciaría en la lucha y se foguearía en el mitin. Joven prometedor, dudó entre la medicina y la política decantándose finalmente por la última. Talentoso, carismático, encantador, cercano y con una capacidad de trabajo impresionante, no era, sin embargo, un buen lector y aprovechaba las lecturas de los amigos a través de la conversación. El doctor Allende se dedicó a la política, pero durante toda su vida, cada vez que tenía que reflexionar sobre algo importante se puso su bata de galeno para pasear por el despacho de político en busca de alguna solución. Fue ministro con 30 años y como senador trabajó con ahínco para hacerse presentable en la campaña a la presidencia del país en 1952. Perdió en aquella ocasión y todavía perdería dos veces más antes de alcanzar la presidencia que terminó costándole demasiado, pero como dijo con orgullo en 1972 en un discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas: «Vengo de Chile, un país pequeño pero donde hoy cualquier ciudadano es libre de expresarse como mejor prefiera, de irrestricta tolerancia cultural, religiosa e ideológica, donde la discriminación racial no tiene cabida». Sería por poco tiempo. Gabriel García Márquez lo expresó inmejorablemente: «El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres».

Manuel Cienfuegos


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