Autor: 18 mayo 2009

Aquilino Duque
Entreluces
Renacimiento, Sevilla, 2009

Por lo que se puede leer en la contraportada de Entreluces de Aquilino Duque, este es su octavo libro de poemas; libro que ya había sido publicado parcialmente (en su mitad) en la recopilación Poesía incompleta de 1999. Ello justifica, quizá, la impresión de que leemos ahora un conjunto armónico, nada disonante, pero un conjunto formado a golpes de tiempo, con amplio espacio entre un poema y otro, de temática variada aunque, en realidad, bastante afín, lo suficiente como para que no se perciba una mera acumulación de lo disperso. Tampoco la división en dos partes abre una inflexión notable en el poemario. Ligeramente superior la primera en cuanto a número de textos, se prolonga en la segunda el tono, la línea melódica, la visión del mundo marcada, sobre todo, por un clasicismo sereno.

Nada hay que decir de continuidad temática ni de rupturas que, en otro sentido, desvíen la atención del lector. Me parece significativo que ninguna de las partes aludidas lleve título, con lo que se pudiera pensar en un orden cronológico, la cronología no de hechos vividos sino la de la memoria. Es decir: la de aspectos (varios, repito) evocados. Los que sí llevan título, como pequeñas unidades cerradas, como microcosmos sugerentes, son todos y cada uno de los poemas. Las luces, por otra parte, a las que alude el título general pudieran ser dos polos existenciales, el dolor y la alegría; o pudiera el autor referirse a dos etapas vitales; las que, presumiblemente, quedan delimitadas en la estructura del libro. Existe también, desde siempre, la simbología de la luz para expresar comienzo, plenitud y decadencia: amanecer y crepúsculo, cenit y ocaso, vitalismo y melancolía, pasión y serenidad… La ramificación, en fin, tampoco es imprescindible expresarla en términos de binomio. «Luces» es plural como plurales son los espacios, los momentos y las actitudes en la vida de un hombre. Hablé antes del poema como unidad cerrada y, sin embargo, en algunos textos, por ejemplo el primero del libro, no es tanto la sugerencia lo que actúa para que el lector receptivo complete el texto, o lo recree, o le dé otra dimensión, a veces más rica que la que es capaz de conseguir el propio autor, sino la sensación de carencia de hilos, de referentes, para completar el tapiz… ¿A quién se dirige el autor en «Lo Previsto»? ¿Y por qué está tan seguro de ejercer una potestad que el lector (es decir, yo mismo) no acierta a resolver como tutela o fatalidad, lealtad o condena, consuelo o venganza…? También desde un principio observo una especie de reacción contra esas fórmulas recurrentes de la poesía española; fórmulas fáciles (tienen una larguísima tradición detrás y formular implica la creación desde el estereotipo, desde una cierta mecánica) que configuran la cultura de la queja. El poeta aquí, decía, habla de soledad, pero interesa más cuando habla de agradecimiento, sencillamente porque el índice de frecuencia de este registro es mucho menor que el del primero. «Bendita sea la luz del día» es muy expresivo al respecto: «Soy de una raza de por sí inclinada / a no ver en el sol más que esas manchas / ni en un queso otra cosa que agujeros», «y conste que yo soy de los que dicen / «bendita sea la luz del día» y dan las gracias…» Este sentido positivo de la existencia no es ajeno a un sentimiento religioso que sin beatería, armonizado o en contradicción con el hedonismo (pienso en el grupo cordobés de «Cántico»), integrado en una estética a la que no repelen «la imaginería ni el folklore», matiza el libro. Nada, en cualquier caso, que ver con el desgarro obsesivo con que pulsan el tema poetas como Unamuno o Blas de Otero. El placer con que se viven dones muy sencillos, asociados a la naturaleza, las propias raíces, el retiro, la contemplación, el alejamiento de ambiciones perturbadoras, estaría en la senda (la escondida senda) de Fray Luis de León: «Los montes altos y las nubes bajas / y descansar de no hacer nada». Estoicismo también a la manera de Séneca y homenaje explícito a Marco Aurelio: «Tamen feci quod potui. En lo pequeño / también un hombre pude ser cabal». El cosmopolitismo, al que no repugnan los humildes ritos del turismo («Postal turística» es precisamente el título, que otros exorcizarían como si del mismísimo diablo se tratara, de un breve poema enumerativo) se alterna con el culto a lugares sin prestigio literario: Castilleja al lado de una ciudad de destino como Venecia. En la primera «este olor limpio y cálido de la masa en los hornos, / del aceite, el anís, la batata, la cidra». El despertar de los sentidos que es, a su vez, escuela de iniciación para la vida y para la memoria. En la segunda, emblemática por tantas razones, la magnificencia de la escenografía (el café Florián, cúpulas, lámparas, mosaicos, la nostalgia bizantina del sexo de los ángeles) y el sentimiento de afinidad profunda con un exiliado, un desterrado en sentido literal: «Al fondo, los cipreses verdinegros / y el muro rojo de ladrillo / del cementerio donde dieron tierra / a Ezra Pound aquel Día de Difuntos». Otro poema que hace, sin complejos, concesión a los tópicos viajeros es «Sombras blancas». San Petersburgo, sin embargo, prefigura con esa «gran sombra de bronce del terrible jinete» lo que intuimos como la amenaza que se cierne sobre un viejo mundo amable, sustentado sobre una escala de valores a la que acecha no la utopía sino la barbarie. El título es, además, parecido al de una película de Visconti, un aristócrata que se mueve tanto en la elegía como en el ajuste de cuentas respecto a ese gran mundo. De sentido político inequívoco es «Contra natura», breve poema en el que los «soldados de Atila» a los que el viento de la estepa «puso a cuatro patas» forman paralelismo (sin comentarios) con los exquisitos burguesitos revolucionarios del 68: «¡Pidamos lo imposible! balaban como fieras los borregos de Mayo. / Y lo imposible se les dio, / y la naturaleza regresó a la caverna». De la ira del poeta tampoco escapa la incomunicación que, paradójicamente, propician los avances comunicativos: «la suciedad babélica de las ondas hertzianas» en contraste con la limpidez de un mundo idealizadamente bucólico: «El verano no pasa del umbral. / El cielo azul, el aire transparente, / limpio, sereno, silencioso». Casi todo el mundo, bien desde la caricatura o desde el planto, tiene algo que decir, imprecatorio, contra su pasado. Me refiero a un pasado bien delimitado entre fechas históricas. Aquilino Duque afirma (y algunos, seguro, se rasgarán ritualmente las vestiduras, como exige la corrección política): «Fui feliz en los bancos de la escuela, / feliz en el cuartel y en el colegio, / y en aquellos veranos sin más agua / que la del pozo de aquel patio». La felicidad, en fin, tal vez consista en acomodarse a un espacio reducido, elegido; a un aire limpio, a un proyecto sensato de dimensiones abarcables. Utopía, más individual que colectiva, «en unos pocos metros a la redonda». Nadie podría afirmar que tal logro fuera exactamente una derrota. No lo es la consecución de un libro tan grato como poco pretencioso.

Eugenio García Fernández


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