Autor: 21 marzo 2009

José María Álvarez
Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas
Renacimiento, Sevilla, 2009

Recordando a Heráclito, se podría afirmar que es imposible leer dos veces el mismo libro. Cada lector, por su propia naturaleza, o por la naturaleza misma del Tiempo, es un mutante. Así, desde este punto de vista, no debiera importar tanto que un autor esté publicando siempre variantes de una intuición inicial, o variantes de una tradición elegida; o que se limite, cortésmente, a publicar un solo libro. Con todo, Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas de José María Álvarez parece un alegato a favor de la memoria; se obstina en la repetición de aquello que parecía imposible: la experiencia de la lectura, los pequeños ritos de la vida, la invención de un sujeto lírico.

Ya desde el título encuentro dos rasgos inequívocos de autor: la exhibición de hedonismo y la consideración del presente como un vasto territorio de decadencia; la elegía, en fin, de quien se considera de una estirpe (superior, por supuesto) a punto de extinguirse. También la cita que sirve como pórtico de Marguerite Yourcenar, otra excéntrica en un mundo groseramente ágrafo, redunda en la idea de la vida como composición armónica, como canto al placer, y en la conciencia de la fragilidad de ese arte de vivir: «Toda dicha es una obra maestra: el menor error la falsea, la menor vacilación la altera…». La pulsión del viaje, el culto al pasado grecolatino, la admiración por una estética oriental serían otros aspectos para establecer (salvando distancias, naturalmente) analogías entre el poeta y la autora de Memorias de Adriano.

El primer verso del primer poema del libro (son cuarenta y cinco en total, con numeración romana y sin título) remite, significativamente, a Omar Jayyam y sirve para todo el conjunto. Resulta curioso que en el índice figure una vaga fechación de cada texto y, minuciosamente, el nombre de la ciudad en la que fue escrito. ¿Para qué, me pregunto, si la luna, el mar, la brisa de otoño, los pájaros, la bebida incluso, son elementos universales que no tienen más prestigio literario por el hecho de que se sientan, o recuerden, en París, Roma, San Petersburgo, Isla Margarita o Túnez…? Ante tal alarde, una actitud que me parece más provinciana que cosmopolita, dan ganas de decirle a tan exquisito bebedor (perdón, vividor) que la luna en el más recóndito y estepario rincón de La Mancha, por ejemplo, es también espléndida. Cervantes, que fatigó tantos caminos, lo debió intuir muy bien cuando se propuso bajarle los humos a la tan resabiada novela de caballerías.

Que en estos poemas se trata muchas veces de sensaciones recordadas lo indica, entre otros, el número tres: fechado en Mayo y en París, ni el mar, ni el jazminero incluso, parece que puedan ser referencias locales. Tampoco el vértigo de una gran ciudad sería el clima más propicio para esa delicada percepción de la noche «como un latido que se detiene». José María Álvarez utiliza a veces un tono póstumo, como si mirase su vida ya no desde la perspectiva de la decadencia (ese valor durativo de la forma verbal en una puesta de sol simbólica) sino desde la extrañeza de la otra orilla: «Qué rápidamente hemos pasado». Eso no impide que de forma inmediata, como si la muerte sólo fuese una mala sombra pasajera, se vuelva al presente y a la estilística de la memoria. La apóstrofe contra el turismo (tan propia, por cierto, de aquellos a quienes molesta en realidad que el viaje se haya convertido en un bien democrático, lo que parece atentar contra una pose de excepcionalidad o de aristocratismo) no hace más que subrayar el hecho de sentirse un superviviente, alguien marginal en una sociedad zafia, un fin de raza, todos esos delirios que alimentan la poesía de José María Álvarez. «Que siembren sal en vuestras almas», exclama con una ira verdaderamente bíblica, aunque él conozca procedimientos mucho más inteligentes para educar la sensibilidad del viajero (o del turista, qué más da, quién tiene autoridad moral para señalar límites o para definirse a sí mismo) escribiendo una página prodigiosa sobre Estambul. Aunque la melancolía, como una ráfaga, cruce constantemente los versos de este libro, por encima emerge siempre la celebración, un sentimiento de inminencia de la belleza, el placer del tacto que apenas distingue entre una piel joven o una hermosa edición. Poesía que agradece, lo que no es frecuente dentro de una tradición, la hispana, tan ensimismada en la queja y el llanto. Madame de Sévigné («Esa delicada inteligencia») puede alternar aquí, sin purismo excluyente, con «las niñas elegidas por Onán para su Arte», de cuyos dedos trémulos «caen gotas dulcísimas Ámbar de Dios». Frente a la tentación, que es también otra forma de perversión, de la negatividad, siempre estará ahí la sabiduría, estoica o hedonista, de los clásicos: «Pero como escribe Lucilio / que tu ejemplo sea la dicha que gozaste, no el sufrimiento». La idea de la muerte se asocia así, en varias ocasiones, a momentos de plenitud sensorial; a breves instantes especialmente receptivos en los que la serenidad de la belleza, o la grandiosidad física del mundo, hacen irrelevante el hecho de una desaparición minúscula. Pero, ay, tampoco falta, en relación al mismo tema, el verso grandilocuente, ampuloso, de escenografía operística: «Debíamos haber muerto con los Dioses». A José María Álvarez codearse con los inquilinos del Olimpo no le produce el mínimo rubor; pero se trata, claro, de la tópica nostalgia de una inventada edad de oro; de la añoranza por un mundo más plural frente a esta actualidad que también es, a su manera, politeísta.

Por otra parte, si un poeta como José María Álvarez habla de sí mismo, no puede dejar de hacerlo de ciertos lugares de destino y de quienes, íntimamente, forman parte de su identidad; de sus queridos fantasmas tutelares: Alfonso Reyes, Stevenson, Jules Verne, La Rochefoucauld, Safo, Schubert, Ezra Pound, Dante, Li Pao (él lo escribe así; la variante Li Po es demasiado conocida), Borges… «Usted Borges ha elegido su morir en Ginebra / como enseña de su ser cosmopolita / Permita que ennoblezca esta hora recordándole». Uno no tiene el mínimo deseo de contemplar el ocaso de José María Álvarez. Eso ya lo hace él con su debido teatro y su debida verdad. No obstante, La Mancha suele tener unos crepúsculos preciosos y es, además, una geografía discreta donde pueden pasar inadvertidos los hombres que, por inadecuación a los groseros vientos que corren, «estorban».

Bebiendo al claro de luna sobre las ruinas es un libro menor. Menor en todos los sentidos posibles: formato, volumen, extensión de los poemas, alcance de los mismos… Y sin embargo a pesar de ello, o quizá gracias a ello, no carece de encanto ni de belleza. El único problema es que, contra Heráclito, tenemos la sensación de haberlo leído seis o siete veces. Tampoco son tantas. Hasta setenta veces siete queda mucho camino por andar.

Eugenio García Fernández


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