Autor: 21 marzo 2009

Sándor Márai
Diarios 1984-1989
Salamandra, Barcelona, 2008

Si uno fuera un reseñista en ciernes despacharía este libro de Sándor Márai diciendo que se trata de un diario triste y con ese solo argumento crítico se quedaría uno tan desahogados, mareando después la perdiz en torno a la tristeza, la depresión y los aledaños de la melancolía. Y, efectivamente, este es un diario triste, rozando a veces el patetismo, pero, amigo, Sándor Márai sabe cómo contar su melancolía, sabe qué decir y qué callar, secreto que muchos diaristas desconocen o simplemente ignoran. Lo mismo da que nos hable de su Hungría natal, de su escepticismo religioso o de su absoluta soledad: nos hable de lo que nos hable siempre termina seduciéndonos, capturándonos en la milagrosa red de su prosa y finalmente nos vemos siguiendo incondicionalmente sus pasos hasta el final. El diarista, antes que nada, tiene que seducir al lector, aunque sea triste la historia que nos cuente y Márai seduce como pocos a sus lectores, por eso estos apuntes valen no solo como documento biográfico e historiográfico sino, y principalmente, como un documento literario de primer orden.

El diario recoge los cinco últimos años (del sexto, 1989, solo incluye un apunte premonitorio, el del 15 de enero: a las cinco semanas se suicidaría) de la vida del escritor húngaro, los más duros, los finales de una larga vida que atravesó el siglo xx con sus vaivenes, sus guerras, peregrinaciones y sueños. Nos habla de recuerdos, lecturas, decepciones y, sobre todo, de amor y muerte: el amor y la muerte son el eje principal de estos diarios, todo lo demás, muy poco, es interesante complemento.

En los aledaños de la vejez la muerte está próxima pero el amor suele estar lejos, sin embargo aquí el amor ha durado milagrosamente 62 años y cuando le falta Lola, su mujer, después de una larga peripecia por Suiza, Francia, Italia y Estados Unidos, solo busca el consuelo del descanso final. Lee los diarios que ella ha llevado durante gran parte de su vida («Tú has escrito tus diarios para terceros, yo lo he hecho para ti», le solía decir): «Busco sus diarios, escritos desde 1948, los cuadernos en los que siempre anotaba los acontecimientos del día. Es como si todos los días recibiera una carta suya. Me ha dejado más de cien cuadernos de este estilo, y la misma cantidad se halla en algún lugar de Budapest, si es que todavía existen», dice en un apunte. Irá leyendo estos cuadernos a razón de una o varias páginas diarias que le van devolviendo los detalles diarios de una vida en común. Otras veces, a altas horas de la noche, se establece una curiosa conversación entre ellos a través de un supuesto «teléfono rojo»: «A las cuatro de la madrugada suena el «teléfono rojo». La voz me habla durante largo rato… esta noche me lo ha contado todo. Ese «todo» es una larga declaración de amor, la misma que he estado esperando durante sesenta y dos años porque, por un motivo u otro, siempre evitábamos el tema. Y es que en la vida no se puede hablar de según qué, solo después de muertos».

El largo proceso de su enfermedad, el ingreso en el hospital, sus visitas diarias, todo está contado con sencillez y economía de medios (ya casi no ve y le cuesta mucho escribir): «En el hospital estamos cogidos de la mano durante una hora. Ella a veces me acaricia con la punta de los dedos. Así me indica que es consciente de mi presencia y que sigo con ella», apunta un doloroso día de invierno y, más adelante, confiesa: «Hasta estos momentos he vivido ignorando que ella y yo somos uno, una comunidad física y psíquica total. Hemos compartido sesenta y dos años, hubo momentos de amor y otros de enfados, todo lo que conlleva la convivencia, pero hasta ahora no he sabido hasta qué punto estábamos unidos». Y dos días más tarde insiste en esta idea: «Hoy no me ha apretado la mano ni una sola vez. El matrimonio es misterioso: ya no la percibo como una mujer, sino como un miembro de mi propio cuerpo; formamos un solo ser. Como si me hubieran cortado una mano o un pie y siguiera viviendo anestesiado».

Después de la muerte de su mujer se da cuenta de que el final está próximo y se entrega a él con una serena y paciente lucidez. Los últimos meses son especialmente dolorosos. A la de su mujer le suceden la muerte de su hijo János, a los 46 años, totalmente inesperada, y la de sus hermanos: «L. se fue hace año y medio. Poco antes que ella murió en Budapest mi hermano Gábor (72), y meses después de la muerte de L. murieron también en Pest mi hermana Kató (82) y mi hermano Géza (79). El círculo mágico se ha cerrado, ya no vive nadie de mi familia. Y ahora János también se ha ido». Al final de una larga vida comprende que el destino no es sólo cruel, sino además deshonesto.

Las entradas de su diario van siendo cada vez más ralas y escuetas y más alejadas en el tiempo. No recibe a nadie, ya no escribe cartas, dosifica sus lecturas a causa del glaucoma (al final sólo un cuarto de hora por la noche) selecciona a Shakespeare, Cervantes, Esquilo, Sófocles y, antes de dormir, jóvenes poetas húngaros. Pasea torpemente, ayudado de su bastón, por delante de su casa, no se atreve a adentrarse en las calles de la ciudad. En esos últimos días recuerda que se cumplen cuarenta años de su marcha de Budapest y que todos los amigos que fueron a despedirlos a la estación han muerto. Ante sus ojos van desfilando las ciudades en las que vivieron y fueron dejando parte de su vida y de sus ilusiones: Ginebra, Nápoles, Nueva Cork, Salerno y San Diego. No teme la muerte «es la vida lo que me da miedo», escribe; la vejez y el no saber aprovechar los últimos momentos de lucidez es lo que le preocupa: «El viejo tiene que decidir cómo gestionar la soledad. ¿Qué es más adecuado: ser solitario a solas o vivir solo en compañía? Hace más de un año que vivo en la soledad solitaria. No es fácil, tampoco lo considero auténtica «vida», pero es más tolerable que la soledad acompañada», apunta.

La experiencia hospitalaria de su mujer, «nunca habría imaginado semejante infierno de dolor y sufrimiento», le llevan a comprarse una pistola; no quiere acabar en uno de esos «vertederos institucionales, en un hospital o una residencia de ancianos, donde el robo descarado de la medicina y sus compañías es repugnante». El 29 de febrero de 1986 apunta: «No quiero morir, todavía no. Pero he dejado el revolver en el cajón de la mesita de noche para tenerlo a mano si llega el momento en que desee morir». En junio se inscribe a un curso de manejo de armas en que el ejército imparte enseñanza reglada para aprender la técnica de matar y suicidarse, «constituye un extraño ejemplo de dónde vivimos y qué valor tiene la vida en este país», señala. Esa noche, al llegar a casa, dice sentirse bien, «como quien ha dejado todos los asuntos cerrados antes de iniciar un largo viaje». La literatura está ya lejos, le ha defraudado; tantos años prohibido en su país y siendo un desconocido en América le han llevado a la conclusión de que es un «ochenta por ciento de exhibicionismo. El resto es escritura al dictado». Le gustaría finalizar algún viejo proyecto, pero confiesa que le da vergüenza escribir. Cerrada esa puerta, ya no le queda nada, sólo marcharse. Las últimas líneas de 1988 son un hermoso recuerdo de su mujer: «Hoy he añorado mucho la nobleza y la elegancia del cuerpo de L. Su sonrisa. Su voz». El diario lo ha ido escribiendo a máquina salvo la última y única entrada de 1989 (15 de enero) que escribe a mano (se reproduce esa única línea de letra diminuta y desmayada) que es una valiente e irónica despedida: «Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora».

José Luna Borge


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