Marco Antonio Iglesias
La extraña figura del marqués de Valero de Urría fascinó en su día a quienes tuvieron el placer de conocerle y sigue fascinando hoy a quienes, degustadores de exquisitas rarezas literarias, nos hemos aventurado a bucear en las páginas más olvidadas del Parnaso. Conste que al decir “Parnaso” no me refiero aquí al habitado por las nueve musas quevedescas, ni al que cantara Cervantes en su célebre Viaje cuando “llegó al Parnaso, y fue del rubio Apolo / agasajado con serena frente”. No. Este es el Parnasse francés del siglo xix, o refinada escuela poética —helenismo, culto a la Belleza, desdeñosa impasibilidad y verso aristocratizante— que bebió en Baudelaire y tuvo en Leconte de Lisle, en Léon Dierx y en José María de Heredia a sus vates más eximios. Lo que es aquí, apenas estuvo representada por un par de diplomáticos (Juan Valera, Antonio de Zayas) y nuestro excéntrico marqués: renombrado bohemio en el Oviedo “regentado” por Clarín y quizás el parnasiano español más consciente de serlo.