Autor: 17 enero 2006

Marco Antonio Iglesias

La extraña figura del marqués de Valero de Urría fascinó en su día a quienes tuvieron el placer de conocerle y sigue fascinando hoy a quienes, degustadores de exquisitas rarezas literarias, nos hemos aventurado a bucear en las páginas más olvidadas del Parnaso. Conste que al decir “Parnaso” no me refiero aquí al habitado por las nueve musas quevedescas, ni al que cantara Cervantes en su célebre Viaje cuando “llegó al Parnaso, y fue del rubio Apolo / agasajado con serena frente”. No. Este es el Parnasse francés del siglo xix, o refinada escuela poética —helenismo, culto a la Belleza, desdeñosa impasibilidad y verso aristocratizante— que bebió en Baudelaire y tuvo en Leconte de Lisle, en Léon Dierx y en José María de Heredia a sus vates más eximios. Lo que es aquí, apenas estuvo representada por un par de diplomáticos (Juan Valera, Antonio de Zayas) y nuestro excéntrico marqués: renombrado bohemio en el Oviedo “regentado” por Clarín y quizás el parnasiano español más consciente de serlo.

Y es que hasta su mismo nacimiento en la ciudad del Sena le vincula a ensoñaciones clásicas y sutilezas del espíritu. El 21 de noviembre de 1861 veía la luz en París don Rafael de Zamora y Pérez de Urría, futuro marqués de Valero de Urría, en una casa sita en el n.º 49 de la calle Chemin de Versailles (actual rue de Galilée), frente a los Campos Elíseos. Fue bautizado en la cercana parroquia de St. Pierre de Chaillot, ejerciendo de padrinos sus tíos don Narciso José de Peñalver y doña Dolores de Zamora y Quesada, condes de Peñalver. Sus padres fueron don Rafael de Zamora y Quesada y doña María de la Concepción Pérez de Urría y de la Cuesta, casados en La Habana el 11 de febrero de 1860, poco antes de abandonar el palacio familiar del marqués de Arcos (en la plaza de la Catedral y una de las joyas de la Habana Vieja) para trasladarse a Europa atraídos por el fastuoso París del segundo imperio. El título de marqués de Valero de Urría —que nuestro escritor heredó al morir su madre, el 22 de noviembre de 1886— procede también de Cuba, donde su abuela doña María de las Mercedes de la Cuesta y González-Larrinaga lo había recibido de Isabel II el 8 de junio de 1852. Esta noble ascendencia cubana y su crianza en París le unen, pues, a otro poeta con quien sabemos que el joven Rafael compartió estrecha amistad y pupilaje: José María de Heredia, una de las máximas figuras —ya lo hemos dicho— de la escuela parnasiana, quien alabó los versos de Zamora escritos en francés mientras este era todavía estudiante en La Sorbona.

Pasó luego por la Universidad de Salamanca, donde se licenció en ambos derechos, y el 5 de enero de 1891 contrajo matrimonio en París con doña María del Carmen Sierra y Unquera. No sabemos la fecha exacta en que el matrimonio se trasladó a Asturias, pero sí que en esta voluntad del marqués influyeron tanto las propiedades de su mujer en el Principado —de donde era oriunda su familia— como la sorprendente decisión de su tía paterna, doña Leocadia Zamora y Quesada, de hacerse monja y formar en Oviedo la orden de las Carmelitas descalzas. Aquí, de superiora, acabó sus días, en efecto, aquella seductora habanera que en 1847 retratara magistralmente Federico de Madrazo. Amiga íntima y competidora amorosa de Euge­nia de Montijo, futura emperatriz de Francia, doña Leocadia brilló también en la corte madrileña de Isabel II y mereció arrebatados elogios del propio Washington Irving. Su hermosura y distinción debieron de impresionar al sobrino e influir notablemente en su devoción por la belleza clásica, de un modo parecido al de aquellas refinadas amantes de corte renacentista que subyugaron a don Juan Valera en Nápoles o San Petersburgo. Tanto fue así que Rafael siguió a su tía hasta Oviedo, donde mediados los noventa se instaló con su mujer asombrando a los carbayones con una imagen nada habitual en una ciudad tan conservadora. Lo expresa inmejorablemente Antón Rubín, periodista que en julio de 1968 aportó para La Nueva España los primeros datos precisos sobre nuestro aristócrata: “Valero de Urría, alto y corpulento, con marcado aire cosmopolita y trayendo al recato de la silente Vetusta el escándalo europeo del dandismo”.

Contamos asimismo con la jugosa evocación de Bernardo González de Candamo, periodista asturiano tan meritorio como olvidado que alcanzó a conocer al marqués en sus años mozos:

Tema casi único habrá sido durante mucho tiempo en el “clarinesco” casino, en los chigres aromados de pomar, en los cafés con sus mesas ametralladas de fichas de dominó, la llegada del estrafalario viajero… Reducíase todo a una chistera de alas planas horizontales, levita con cintura de avispa, botas irradiantes al sol bajo los botines correspondientes y enorme corbata en torno al cuello de cal y canto. Barba negra enmarcaba la marfolina faz en que florecía el rojo clavel de la nariz congestionada. Eran vivos y atisbadores sus ojos, y el continente, en suma, ofrecía esa mezcla de elegancia, distancia e inhibición que caracteriza a los hombres auténticamente superiores o a los que aciertan a mixtificarlos con fingida superioridad…

(“Don Rafael Urdeval, telarañista”, en Revista, 
Barcelona, 1953)

Pero no todo quedaría en escándalo y provinciano regocijo. Valero de Urría se abrió pronto un hueco en los cafés, los salones y los ambientes más selectos de aquel Oviedo en cuya ilustre universidad pontificaba Leopoldo Alas Clarín y enseñaban catedráticos krausistas y positivistas de la talla de Aniceto Sela, Adolfo Álvarez-Buylla, Rafael Altamira o Adolfo González Posada. Empezó a rumorearse su elevadísima cultura literaria y musical —él mismo fue compositor— junto a su impresionante dominio de las lenguas clásicas, todo ello confirmado en artículos que enviaba periódicos locales como La Opinión de Asturias, El Correo de Asturias, Revista de Educación e Instrucción, etcétera. No es, pues, extraño que Clarín solicitara su ayuda para traducir Trabajo (1901), de Émile Zola, o que fuese llamado a impartir algunos de los famosos cursos de Extensión Universitaria: Baudelaire y la métrica francesa (1902), Curso histórico de música de camera (1903-04), La Odisea, Il flauto magico de Mozart y Psicología de los dioses de la Ilíada. Compuso además una ambiciosa traducción de la Ilíada, hoy perdida, y otra de la Odisea que la muerte le impidió llevar a fin.

Por las calles de Vetusta deambulaba también un joven escritor todavía inédito, gran aficionado a los clásicos y a los poetas simbolistas de allende los Pirineos. Se llamaba Ramón Pérez de Ayala y no podía menos que admirar el atildamiento, tanto corporal como literario, de aquel rabelaisiano marqués que luego impregnaría su propia vida e inspiraría el personaje de Juan Pérez de Setiñano en su novela Prometeo (1915). Podemos datar su primer encuentro en 1902, a consecuencia de la conferencia sobre Baudelaire que Pérez de Ayala, asiduo lector del Mercure de France, reseñó mediante artículo sin firma en El Progreso. Valero de Urría acudió entonces a la redacción para conocerle, extrañado —es lógico— de que en una ciudad como Oviedo se ocultara alguien tan versado en poesía “nueva”. Sabemos incluso de sus citas en el Café Español, al que Ramón entraba en 1904 por la puerta que daba a la calle del Peso para encontrarse los dos escaleras arriba, en la intimidad del restaurante. Fue por esas fechas cuando el marqués, impaciente, escribió a Ramón una carta reclamándole un Home­ro que le había prestado de su riquísima biblioteca. Este le contestó con otra epístola que comienza en verso:

Canta, ¡oh Diana!, la cólera terrible

—no exenta de razón, viven los cielos—

de este marqués, amado de las Musas,

que en telegrama digno de un acayo

por su aticismo, a mi conserje ordena

la captura inmediata de su Homero,

en poder de Ramón Pérez de Ayala…

y termina anunciando “un libro sano y lógico, sin prurito crematístico, muy humano, un poco místico, algo pradial y algo eglógico”. Se trata del poemario La paz del sendero (1904), primer libro de Pérez de Ayala cuya primera edición —hoy casi inencontrable— saludó Rubén Darío alabando la “ingenuidad desnuda” e intensa modernidad de aquellas sensaciones rurales que el vate nicaragüense situó en la estela de Francis Jammes y no en la de un marqués a quien, lamentablemente, no conocía. Desde este punto de vista no es disparatado situar en la ciudad de Oviedo, concretamente en las tertulias del marqués de Valero de Urría, la presencia de un núcleo protomodernista en el que Pérez­ de Ayala intervino decisivamente. Recordemos que ese mismo ambiente lo respiraron modernistas asturianos como Andrés González-Blanco y el crítico Benito Buylla, Silvio Itálico, llamados pronto a las filas de la innovadora revista Prometeo gracias a la presencia en Oviedo (1908-1909) de su director, Ramón Gómez de la Serna.

He dejado para el final otra rareza bibliográfica como es el único libro publicado por el marqués, denso volumen de 420 páginas cuyo colofón nos dice que terminó de imprimirse en Oviedo el día 22 de diciembre de 1906. Su primera y —de momento— única edición, que este año cumple el centenario, corrió a cargo de la Tipografía Uría Hermanos y lleva en su portada un título tan extraño como su contenido: Crímenes literarios, y meras tentativas escriturales y delictuosas… perpetrados por el profesor D. Iscariotes Val de Ur, catedrático de Paleografía, Criptología y Zoophonía en la Universidad de Polanes. Bajo tal apócope o seudónimo se ocultaba el propio Valero de Urría, cuya biografía y escritos son preparados y ofrecidos al lector por su discípulo —nótese otra vez el anagrama— Rafael Urdeval. Este es el responsable de un prólogo para cada uno de los seis “crímenes” escritos por el maestro Val de Ur (“Máquina cerebral”, “Dogmas éticos”, “Banquete anual”, “Áureas lavas”, “Los ojos del amor” y “El Cuadrúpedo-Dios”), adornados a su vez con original viñeta que representa un libro atravesado por un puñal, con la leyenda “Signvm sceleris”. La autoría de este dibujo corresponde al gran pintor ovetense don José Uría y Uría: uno de los mejores amigos del marqués y el mismo que tres años antes, en 1903, le hiciera un soberbio retrato al óleo dedicado “a mi amigo Rafael”. Debo agradecer aquí la inestimable ayuda prestada por don Jaime Álvarez-Buylla, presidente —como lo fuera el marqués— de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, quien me contó la rocambolesca historia de este lienzo poniéndome en la pista para su hallazgo: el depósito del Museo de Bellas Artes de Asturias. No estaría mal que aquel volviera a ocupar su hueco en una sala abierta al público; así los visitantes podrían escudriñar el alma dilettante del marqués a través de su mirada escéptica, resumen de un rostro que delata gustos exquisitos, soberbia cultura, hedonistas aficiones y —por qué no reconocerlo— báquicas debilidades que los ovetenses de entonces supieron asimilar a su personalidad netamente bohemia. Al fin y al cabo, don Rafael pertenecía por educación y estirpe a aquella generación brummeliana de Barbey D’Aurevilly, Gabriel de Lautrec, Alfred Jarry, el conde Robert de Montesquiou, el sevillano Alejandro Sawa y demás simbolistas o parnasianos que, como él, pasearon a orillas del Sena todo su desdén por la vulgaridad de la vida moderna. Sublime apartamiento de la mediocridad humana que hallamos quintaesenciado en la propia reclusión de Valero de Urría en su casa de la calle Uría n.º 62 (hoy 64), rodeado de una magnífica biblioteca, y por supuesto en sus exquisitos Crímenes literarios. Justificar ahora la importancia de este olvidado libro en la historia de las letras españolas me llevaría mucho más espacio que el adecuado a este artículo. Con todo, debo destacar su humorismo desquiciado —similar en muchos aspectos al del propio Alfred Jarry— y la originalidad de su prosa elaborada, cincelada por el marqués como mármol clásico hasta someterla a patrones helenísticos o ciceronianos en grado desconocido por las modernas literaturas europeas. Degustamos así un castellano de sintaxis complejísima, largos periodos, pasmosa riqueza léxica y abundancia de neologismos junto a constantes guiños a la filología y la mitología clásica, convirtiendo su lectura en una aventura no por difícil menos regocijante. Y todo ello al servicio de la más fina ironía en un libro sazonado con enormes cantidades de sal ática, para mayor gloria del ínclito profesor Iscariotes Val de Ur: antropófago vocacional, misógino convencido, líder de la intrigante secta de los telarañistas, inventor de la “máquina cerebral”, estudioso del lenguaje de sus admirados “zoarios” y, como reconoce en la dedicatoria, “despreciador indulgente de la especie humana” empezando por él mismo. Baste reproducir aquí, para demostrarlo, algún fragmento, como aquel donde se relata que Val de Ur (trasunto del propio marqués)

se trasladó a las Asturias, así por reparar en las glaucas salsedumbres del Cantábrico sus fuerzas extenuadas por excesiva aplicación de la Filosofía Experimental a las vulgaridades de la vida, como por investigar las afinidades y diferencias que median entre la fonética pastoril y la de los zoarios, y también establecer químico paralelo entre la manteca de vaca y la de mujer, fresca o a la conserva. Algunos años hubo de residir en el Principado.

(pp. 44-45)

O el que narra su accidentada visita a un prostíbulo ovetense:

Aquel día (o mejor dicho noche memoranda) en que llevado por los fines de estudiosa preambulación, nos condujo a varios de sus devotos más escogidos a uno de esos bazares hospitalarios y modestos, donde industriosa matrona secundada por coadjutoras —siento no poder decir doncellas— venustas por lo común y apetecibles en apariencias, expende a los parroquianos jocunda merchantería.

(p. 51)

Sería imperdonable, en fin, no copiar aquí el exquisito menú con que Icariotes y sus socios del Club de los Hominívoros de Filadelfia regalaron sus estómagos durante el “5.º Banquete Anual Antropofagista”, celebrado el 1 de mayo de 1882:

Consommé infantil; lenguas parlamentarias en escabeche; callos á la Nyam-Nyam; uñas de náufragos al natural; chuletillas de doncella, salsa virginal; pierna de ricahembra; puré encefálico; laticíneos femíneos, selectos y variados; postres inhumanos.

(p. 245)

Parece que lo más delicioso fueron las chuletillas de doncella, pues conjetura Val de Ur ante los comensales que

nunca bocado más suave ni más inverosímilmente mollar haya pasado por vuestras mandíbulas, ni sido acariciado por vuestros trebejos masticatorios y estimables. La salsa virginal que acompañamos es un dulce enigma, cuya solución encomendamos a vuestro buen gusto.

(p. 249)

La prensa reseñó otra cena más real —y también más frugal, sin duda— con que la noche del 24 de febrero de 1907, en el Hotel Francés de Oviedo, homenajearon los amigos de nuestro marqués la aparición de su extraño libro. El acto fue coronado a los postres por Ramón Pérez de Ayala, el cual leyó unos versos que atinan a resumir la herencia en nuestra región de este auténtico “raro” de las letras:

Marqués, yo te saludo, pues trajiste a este suelo

del septentrión, en donde es de ceniza el cielo,

un eco amplio y sonoro de la risa simpática

de los sátiros, y el oro de la pura luz ática,

y una chispa de fuego que animara a Dyonisos,

y un no sé qué de fresco murmurar de Ilisos.

A nivel nacional los Crímenes literarios no sólo dieron a conocer la extravagancia de su autor sino que además provocaron, como mínimo, reacciones de puro asombro. Benito Pérez Galdós confesó por carta a Pérez de Ayala que el libro “me ha deleitado lo que usted no puede figurarse” y Francisco Grandmontagne escribió a Valero de Urría llamándole “magnífico marqués, el único Grande de España, humorista incomparable y estilista único”. Caso especial es el de Azorín, que en el número de ABC correspondiente al 2 de febrero de 1907 lo calificó de “extraordinario, genialísimo libro, escrito en sapiente castellano”. Poco después, durante una visita a Oviedo realizada aquel mismo año, el autor de La voluntad fue a ver al marqués acompañado de Pérez de Ayala:

Visitamos al marqués de Valero de Urría, helenista consumado, latinista perfecto, autor de un libro curiosísimo, libro de peregrino humor, en que se trata de la imaginaria secta de los telarañistas, que debiera ser reimpreso en edición extensa.

(p. 48 de su libro, Madrid, Biblioteca Nueva, 1941)

Ha pasado ya un siglo y el deseo de Azorín, lamentablemente, aún no se ha cumplido. Tengo ante mí la esquela de El Carbayón que atestigua la muerte del malogrado marqués el día 20 de mayo de 1908. En ella se nombran también algunos de sus últimos cargos, a saber: director de la Escuela de Industrias y Bellas Artes de Oviedo (1904-1908), vicepresidente de la Cruz Roja (1904-08), promotor y primer presidente de la Sociedad Filarmónica (1907-08), etcétera. Sus restos mortales fueron enterrados en el cementerio ovetense de El Salvador.

Pero no concluía así la última presencia insólita en la ciudad vetusta: sólo tres meses después de aquel luctuoso acontecimiento llegaba a Oviedo, ávido de atisbos surrealistas, un joven llamado Ramón Gómez de la Serna…


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