Carlos Drummond de Andrade: Sentimiento del mundo
Hiperión, Madrid, 2006
¿Puede un libro de poemas publicado en Brasil en 1940 interesar a un lector español de hoy mismo…? Sentimiento del mundo de Carlos Drummond de Andrade, recientemente editado en nuestro país, nos demuestra que sí, que la buena poesía no está sujeta, como los productos perecederos, a una fecha de caducidad. Intentaré, pues, a través del recorrido por algunos poemas significativos, ilustrar su interés, su actualidad. Para empezar, los títulos de Carlos Drummond de Andrade (ya desde el título inicial, el del libro y el del primer poema) tienen un sentido abarcador, universalista, ambicioso. Sentido que no excluye, en alguna ocasión, tintes claramente irónicos. “Tengo apenas dos manos / y el sentimiento del mundo”, dicen los dos primeros versos. Es decir: está la humildad de lo concreto, de lo mínimo, frente a la vastedad del mundo, de su concepto mismo.
Pero al lado de un cierto sentimiento de impotencia, el que deriva de fuerzas desiguales, está también un voluntarismo, resuelto aunque no inconsciente: la lucha es necesaria a pesar de todo, de la propia individualidad, de las proclividades de la historia, incluida la historia de la literatura. Se apela asimismo a lo material básico, “fuego y alimento”, integrándose el autor en la urdimbre dialéctica de las revoluciones de principios del siglo xx. No obstante, una palabra emblemática de aquella retórica se envilece, o se contamina de pesimismo histórico, ante las tercas evidencias de la realidad: “ese amanecer / más noche que la noche”. Autocrítica e ironía son dos registros que no debemos olvidar aquí. Rasgo este de modernidad que matiza un discurso equidistante tanto de la fe del carbonero como del escepticismo decadente de algunos estetas. “Confidencias del itabirano” (Itabira es la ciudad donde nació el poeta) nos introduce en algunos procedimientos estilísticos peculiares: la reiteración de la oración simple, la yuxtaposición aparentemente simplista, la paradoja, la ruptura de una lógica semántica, la inversión de un orden gradativo que puede, también, señalar ambivalencia en la lectura: “Tuve oro, tuve ganado, tuve haciendas”. Por encima de todo destaca en el poema el determinismo vital que imponen algunas circunstancias, la imposible deserción de unas raíces: “Itabira es solo una fotografía en la pared. / ¡Pero cómo duele!”. “Poema de la necesidad” es una especie de letanía ingenuista (?) en la que no faltan contradicciones que exigen, naturalmente, una relectura: ¿cómo se puede conciliar, por ejemplo, la lectura de Baudelaire, cuyas flores mórbidas son símbolo de placeres solitarios, de individualismo exacerbado, con el sueño colectivista de una revolución que, además, debe ser blanca, incruenta…? Es preciso “anunciar el fin del mundo”, reza, con mayúsculas, el poeta. El fin, por apocalíptico que parezca, es también, como los bárbaros de Kavafis, una promesa de regeneración, de savia nueva. Y en cualquier caso la voz de los profetas, de los agoreros del desastre, puede tener (eso solo ya bastaría) una función de revulsivo, de sacudida de conciencias instaladas en el letargo y en una inercia decadente. De decadencia, en fin, nos vuelve a hablar “Tristeza del imperio”. Un imperio ¿carioca? que parece diseñado no sobre los patrones de un sibaritismo romano, sino sobre los clichés de un hortera enriquecido, sea este de la latitud que sea. El mal gusto también es, por desgracia, universal: “Soñaban la futura liberación de los instintos / y nidos de amor que serían instalados en los rascacielos de / Copacabana, con radio y teléfono automático”. “El obrero en el mar”, único poema en prosa del libro, parte de una imagen que tiene su origen en la iconografía evangélica. El texto, lejos del tono panfletario, crítico incluso con ese lenguaje simplista, nos presenta a un obrero semidesnudo, mesiánico, “apenas más oscuro que los otros”, que anda sobre las aguas: ¿hacia dónde? ¿hacia una tierra de promisión como Moisés cuando, huyendo de la esclavitud de Egipto, abre un camino en el mar Rojo…? No solo Cristo en el lago de Tiberíades es aquí un referente. El poeta, por otra parte, sabe que entre él y ese ser enigmático (en el fondo todo obrero, al margen de falsas demagogias, lo es para un intelectual) hay una distancia insalvable: son realidades sociales y espirituales distintas, divergentes incluso. Por eso el poema, muy bello y misterioso en todo momento, no revela al final, coherentemente, el sentido, o destino, de ese viaje prodigioso. Subraya, eso sí, una separación casi cósmica que sin embargo acoge un poderoso signo de comprensión lejana, quizá utópica… “Niño llorando en la noche”, con ese encanto de una sencillez engañosa (engañosa por difícil de conseguir), seduce casi desde el primer verso, o versículo. Inconsolable, ese niño puede ser metáfora del dolor del mundo; un dolor que no está ubicado en ningún sitio concreto, o que se ubica en todos, porque el dolor es universal, atemporal… Abierto así el llanto a la indiferencia de la noche, a un inmenso vacío de conciencia, al silencio culpable de todos los que, en sentido amplio, duermen, ignoran, no oyen. Pero siempre habrá alguien, un poeta de guardia por ejemplo, que oirá, con sensibilidad agudizada, incluso “el rumor de la gota del remedio (¿no debería traducirse bálsamo?) cayendo en la cuchara”. Carlos Drummond de Andrade aboga por una poesía contaminada, impura, claramente antiacademicista: “En vano asesinaron la poesía en los libros”, “los sobrevivientes están aquí, poetas directos de la Calle Ancha”. Nos recuerda en este sentido aquella admonición de otro autor populista, Pablo Neruda: “Quien huye del mal gusto cae en el hielo”. No es ajeno tampoco a una imaginería, no muy frecuente, de índole vagamente surrealista: “Un gusano comenzó a roer las levitas indiferentes”. “Privilegio del mar” denuncia otra vez el estatus, no idílico pero sí “mediocremente confortable”, de una clase insolidaria. Para ella “el mundo es verdaderamente de cemento armado”. Pero, ¿qué ocurriría si ese buque fondeado en la bahía fuese un barco ebrio, “un crucero loco”, un acorazado como el de los filmes rusos de antaño…? No cabe preocuparse: los marineros son fieles, las aguas tranquilas, el mundo inamovible. “Podemos beber honradamente nuestra cerveza”. La pax burguesa, no obstante, siempre tiene en esta poesía el acecho, o la insinuación, de una inminencia: ¿inminencia de qué…? Es algo que no se hace explícito, que queda ahí colgado, como una amenaza, como una incógnita: “Los inocentes de Leblón / no vieron al navío entrar / ¿Trajo bailarinas?/ ¿Trajo emigrantes?/ ¿Trajo un gramo de radio?”. El adjetivo “inocentes” es, por supuesto, irónico. Significa cínicos, o lo que es peor: tontos inconscientes, tontos culpables. Inocentes que en la arena caliente, adormecedora, disfrutan pasándose por la espalda “un aceite suave”. Todo el mundo, quizá, está narcotizado, magnetizado, idiotizado por una especie de gigantesco “Bolero de Ravel”. Tanto que “los tambores apagan la muerte del Emperador”: de nuevo la ignorancia, real o fingida, de ese peligro, esa inminencia… Los pecados de omisión son tan graves aquí como los pecados de acción. Y la teoría que no cede paso a la praxis tan culpable como la inercia del conformismo. Las palabras, en efecto, no son inocentes. Configuran, con demasiada frecuencia, lenguajes nocivos. Así, un poema como “De la mano” podrá leerse como brevísimo manual de crítica de poesía: la lírica decadentista de los estetas, el futurismo verbalista de las orgías revolucionarias, el romanticismo crepuscular, el ombliguismo de los suicidas, el escapismo de los exóticos, la bobería de los místicos seráficos… Frente a todo ello “el tiempo es mi materia, el tiempo presente, los hombres presentes, la vida presente”. Toda una declaración de principios. Poesía de ahora mismo, sí, la de Carlos Drummond de Andrade.
Eugenio García Fernández