Jorge Ángel Pérez
Lo que vio La Habana ese día, lo que en la plaza de Armas sucedió, no debe tenerse por notable. Que es muy común, dicen algunos, y también que así sucede a diario. Quizá tengan razón pero no vi yo antes tan señaladas figuras, tan raramente vestidos, tan liosos y exaltados.Y era tanta la persuasión con la que hablaba el uno como el otro, eran tan tremendos sus ímpetus, que nadie podría saber dónde se encontraba la razón y en qué lugar el delirio. Desmedidas eran también sus terquedades. Cada uno seguro de poseer la verdad mejor. El gordo, inequívoco, defendiendo la certeza de que lo que su amo veía furibundo en aquella plaza de La Habana, como gigantes, no eran más que hombres levantados sobre zancos.
Los destruiré a todos, desgraciados, malandrines, gritaba el flaco, para dirigirse luego al gordísimo que lo seguía: ¿acaso no entiendes? ¿Te quedaste ciego? ¿No ves en sus figuras a los hijos de Gaya con Urano? Y reía con estridencia el gordo, que muy diferente lo veía todo y no dejaba de carcajearse bullicioso. Y como no cesaba la bulliciosa risotada, optó el enorme flacundengo por convencerlo a gritos y persuadir también a todo el que se acercaba curioso en el estrépito. Entonces dijo el flaco, que teniendo esos enormes por madre a la tierra y de ella nacidos, querían ahora seguir al padre que los engendró, que para llegar a ese padre cielo, en su crecimiento, eran capaces de hacer cualquier cosa, incluso pérfidas, incluso diabólicas, que demonios eran. Eso aseguraba el larguirucho hablando, hablándoles al gordo, a los curiosos.