Autor: 6 septiembre 2007

Jorge Ángel Pérez

Lo que vio La Habana ese día, lo que en la plaza de Armas sucedió, no debe tenerse por notable. Que es muy común, dicen algunos, y también que así sucede a diario. Quizá tengan razón pero no vi yo antes tan señaladas figuras, tan raramente vestidos, tan liosos y exaltados.Y era tanta la persuasión con la que hablaba el uno como el otro, eran tan tremendos sus ímpetus, que nadie podría saber dónde se encontraba la razón y en qué lugar el delirio. Desmedidas eran también sus terquedades. Cada uno seguro de poseer la verdad mejor. El gordo, inequívoco, defendiendo la certeza de que lo que su amo veía furibundo en aquella plaza de La Habana, como gigantes, no eran más que hombres levantados sobre zancos.

Los destruiré a todos, desgraciados, malandrines, gritaba el flaco, para dirigirse luego al gordísimo que lo seguía: ¿acaso no entiendes? ¿Te quedaste ciego? ¿No ves en sus figuras a los hijos de Gaya con Urano? Y reía con estridencia el gordo, que muy diferente lo veía todo y no dejaba de carcajearse bullicioso. Y como no cesaba la bulliciosa risotada, optó el enorme flacundengo por convencerlo a gritos y persuadir también a todo el que se acercaba curioso en el estrépito. Entonces dijo el flaco, que teniendo esos enormes por madre a la tierra y de ella nacidos, querían ahora seguir al padre que los engendró, que para llegar a ese padre cielo, en su crecimiento, eran capaces de hacer cualquier cosa, incluso pérfidas, incluso diabólicas, que demonios eran. Eso aseguraba el larguirucho hablando, hablándoles al gordo, a los curiosos.

—Afilada espada la del señor, qué hoja tan brillante, qué certeros tajos espero, qué potencia en el corte. —Era el rollizo quien hablaba, sonreído y con una mano puesta en la cintura, moviendo desordenada la otra, como su acompañante—. Debe usted cuidar el golpe, señor mío, no vaya a ser que termine hiriendo la esbeltez de su caballo.

—¿De qué hablas, infiel? ¿Acaso ves un caballo?

—Es su jamelgo, señor, el rocín, la cabalgadura que lo sostiene.

—No me sostienen, siervo impío, más que mis dos pies, estos que hace mucho me acompañan. ¿De qué rocín me hablas? ¿Qué cabalgadura ves?

—¿Pretende usted negar lo que no puede? ¿Quiere que nieguen mis ojos a quien lo resiste? Es cruel usted, mi señor, no dando a cada cual lo que merece; reconozca al menos su existencia. Mírelo ahí, siéntalo bajo sus asentaderas. Es Rocinante señor.

—No puedo ver lo que no es, y no me distraigas, que me veré obligado a asenderear a estos malvados cuando puede mi lanza, mi espada, asestar el golpe a los gigantes, allí mismo, en esa plaza, sin mucho perseguir. No me importunes ni me distraigas, que de tanto hacerlo creeré que te les unes, que te prometen tamaño grande y fortuna, si eres capaz de entretenerme. No lo hagas, pues tendré que hacer lo que no quiero, que no es otra cosa que hincar tu volumen con mi espada.

—Pues vaya usted a linchar gigantes, cabalgue en el lomo de ese rocín tan quieto por el hambre, y déjeme aquí, tranquilo, bien sosegado, esperando su vuelta, sus heridas que aplacaré. Marche, vaya usted a la batalla, yo me quedo, pues más que acometida, es mojiganga lo que espero.

Y diciendo esto, hizo Sancho detener al asno. Y se quedó allí, mirando a su amo que buscaba una batalla.

Qué rabioso Quijote por lo indócil de su amigo, qué furia, qué impotente el hombre tan valiente, corriendo encima de sus pies, sin Rocinante, sin cabalgadura, para llegar hasta el lugar que ocupan esos enemigos corpulentos.

¿Y es verdad que no tiene sobre quién cabalgar el amo o es delirio de escudero? ¿Será creído que son molinos y no gigantes? ¿Qué será real, qué no será? ¿Acaso no estarán los dos equivocados? ¿Acaso no pueden suceder una y mil cosas increíbles en La Habana? ¿No serán gigantes de mentira? ¿No serán extravagancias de las Indias, de La Habana?

Y apeado, cabalgando; apeado, cabalgando, se acerca el Don a los gigantes, a los molinos, a las extravagancias de las Indias. Sujeta, como nadie, empuñadura. ¡Qué destreza! ¿Inexperta? ¡Qué figura! ¿Lastimera? ¡Qué prestancia! ¿Adolorida?

—Que vaya el amo a la batalla —dice para sí mismo el escudero—, yo me quedo reposando. Tanto andar me incomoda, tanto viaje me consume. Ya volverá maltrecho el que ahora marcha a la batalla, ya volverá y pedirá ayuda entre mucha queja. Yo me quedo tendido, durmiendo, porque más que batalla, esa farsa es mojiganga.

Qué atrevido ese Don, con tanto sol, corriendo pleno en sudor. Adarga en mano va. Y hasta parece tenido por divertimento cuando lo miran levantar la espada para hacerla zanjar el aire. Repleta la pequeña plaza: abundantísima y festiva. ¡Es La Habana! Todos palmean, aclaman al recién llegado, lo invitan a cerveza y a que pague, mas no escucha vítores el extranjero ni se entera de la bienvenida al carnaval. Él busca la guerra sin sospechar que asiste a una mojiganga.

Infortunado Quijote que ve gigantes, desdichado Sancho que no los ve. Razón tienen ambos y también locura. Aparentes son los gigantes y aparentes los molinos. No son hijos de Gaya con Urano, no son molinos, son hombrecitos levantados, volatineros. Allá están los que para el uno son gigantes, los que para el otro, molinos. Saltan, bailan, suenan altísimos tacones en la plaza.

Es un ave quien preside la gigantomaquia; levantando alas muestra sus colores y acaricia la cabeza a los grandísimos; primero a uno, luego al otro, y es tan sincrónico y encadenado el meneo en los brazos del avestruz que parecen aspas de molino. También acaricia el pajarraco al grifo zancudo, hijo de loba y siboney, que lo llama Ave María, y en medio de la euforia encoge el cuerpo el ave, más tarde lo agiganta.

Sobre el Quijote viene un engendro tocando pandereta, le canta, lo invita al contubernio: «Hace calor en La Habana, mi hermano, cuéntame de Madrid». Mas no responde el ibérico. ¿Cómo responder si hay tanto ruido? ¿Cómo hacer discurso escuchando la rumba cadenciosa que saca Polifemo de sus claves? Y van cargando timbal Gargantúa y Pantagruel: en un instante golpea el padre, al siguiente el hijo. Y entre todos los que levantan sus cuerpos sobre empinados zancos hay también sirenas y hay gigantes de inyectadas conjuntivas. Tan rojas las membranas, tan dilatadas las niñas de esos ojos, que el flaco las supone miradas fulminantes, y las evita, se escabulle detrás de la añeja adarga, y detrás de ella pronuncia:

—Viaje triste el escogido; gigantes me enfrentan, basiliscos intentan aniquilarme. ¿Qué hago yo en La Habana, qué hago? —Y él mismo se responde: Soy héroe, salvador soy, y no dejaré monstruo en pie. Solitario retaré a los gigantes.

Y lo que vio La Habana ese día, lo que en aquella plaza de Armas sucedió, no debe tenerse por notable. Común es mirar a los funámbulos y escuchar trompetas sopladas por gigantes de mentira. Raro circo que tiene como carpa el cielo. Quizá por ello nadie tomó por increíble al caballero de lanza en ristre. Y nadie tiene en cuenta su carácter atontado, no hay un alma que detenga su pensar en tanto empeño por la pendencia.

Pobre infeliz, hincando con su lanza los globos de colores guiados por gigantes en quienes supone enemistades. Paf, paf, paf, suenan rítmicos, desinflados: paf, paf, paf, y hasta les habla sobre abismo y fuego eterno. Y alza la voz el flaco, manda hacer silencio a la trompeta, y sugiere a los tambores, a las panderetas, a las pelotas deshin­chadas. Espera el brote de la sangre en pierna herida, espera queja de coloso. La burla es la respuesta, el sonido sequísimo del hierro en la pierna maderada. ¡Qué superlativa es la furia del manchego! Aborda valiente a los intrusos, a los gigantes aparentes, de mentira.

¿Y habrá comido ese hombre que casi no asesta golpe? ¿Por qué dice: te di, sucio malvado? ¿Por qué se entusiasma creyendo lo que no es? ¿Por qué no atiende al requiebro de aquella mestiza cabelluda y entrenzada? La que casi muestra el pecho en medio de la plaza, la que le dice, ven que la morena quiere más, y hasta le ofrece «el pescado», pero solo si él lo pide. Ella quiere que le pida, que reclame. El Don Quijote se enreda en batalla sin saber que es mojiganga. Sancho en lontananza, mira hacia su amo, y se duerme pensando en la quietud de los molinos. ¿Por qué cantan los gigantes? ¿Por qué entonan: She wants a ticket to ride?

Qué festivos los espíritus, qué vocingleros los cuerpos. «No llegarán al cielo, malditos corpulentos», grita el delgadísimo, y el resto aplaude.

—Qué buena fiesta. ¡Un hidalgo caballero! —hay quien dice.

Es que esta vez no son solo danza y parloteo. Ahora hay también un hombre delgado, extrañamente compuesto, llamándose el Salvador, y con apariencia de mejor volatinero. Hay que verlo empuñar la espada, enredarse con ella, es toda una apariencia, hasta fingir que cae, que da la vuelta y se levanta. Por eso demanda la morena, por eso asegura que debe ser salvada.

—Tú me salvas. Yo te salvo —dice la mujer: cobriza, vehemente y voluptuosa como nadie más puede ser—. Si me salvas te salvo —insiste. Y el Don arremete a los gigantes con la espada, con la lanza, y la adarga le sirve para escurrir el golpe que supone, el que nunca llega, y hasta la mirada del basilisco se estrella en la dureza del escudo.

La morena insiste en la danza y en que abandone tanto andarivel, la morena quiere que se suelte, que deje sus afectos por tanta chatarra inútil, que disfrute. ¡Qué maneras, qué movimientos! Y él entiende Dulcinea cuando ella asegura llamarse Aldonza, cuando dice que es dulce, dulcísima, que si quiere puede mostrarle el ungido de su cuerpo, que lo dejará tocar. Asevera que nunca fluirán mejor sus dedos que cuando acaricie el cuerpo con miel untado. Y él no permite que blasfeme, que use el nombre que ama tanto.

—She wants a ticket to ride —vuelven a entonar los colosales.

—No eres Dulcinea, no invoques el nombre que venero. Nadie va a engañarme en esta ínsula aciaga y mentirosa.

—Que no es mi nombre Dulcinea. Soy toda Aldon­za. Aldonza —se acaricia las trenzas. Aldonza, Al­donza, Aldonza, es el nombre que usa la mujer para definir sus labios, sus pechos, sus entrepiernas—. Aldonza —dice, y se da vuelta posando ambas palmas en las nalgas que mueve, que convierte en remolino.

—She wants a ticket to ride —repiten los gigantes.

—No blasfemes, maldita, no digas Dulcinea cuando debes revelar Aldonza.

—Perdido está de la cabeza este gallego, y además sordo, lo que es mejor, pues si escucha Dulcinea cuando digo Aldonza, cuando diga flaco entenderá guapo, gallardísimo. Si espantoso digo, este sordo sentirá elogio, y por lo que vale una moneda pagará diez. Por eso insiste la morena: Tú me salvas, yo te salvo.

Y da la espalda el largo a esa piel acabada de atezar, tan suavizada. Más que admirar belleza, se dispone a enfrentar gigantes. En la punta de esa lanza tienen los indignos su destino, y es la adarga del justísimo el amparo de los buenos.

No abandonará sus armas. ¿Quién ha visto a un titán desamparado? Entonces reclama a la intrusa la callada, y que no moleste. ¡Qué triste la impertinencia! Lo acongoja tanto asedio, que no entienda esa mestiza que no habrá otra que la suya, que Dulcinea es para siempre. Y mira los ojos de aquella que atosiga. Le parece clara su mirada, le parece tierna. ¿Y si fuera Dulcinea? ¿Acaso lo siguió hasta La Habana? Se pregunta, y ve grandeza en sus ojos, transparencia. Mas no son los ademanes de su amada, no es su mujer tan insistente. «Tú me salvas, yo te salvo», dice ella. Y él, para que abandone impertinencia, asegura que luchará contra gigantes; si son ellos quienes molestan, quienes le quitan vida, se puede considerar salvada.

—Tú me salvas, yo te salvo…, qué meneo.

Hay un adagio de tambores, de sonidos graves y bien rítmicos, hay un adagio, y ella se vuelve una serpiente cadenciosa en medio del lentísimo sonido de esas cajas. Y si crece el retumbar, ella prospera en contorsiones. Qué batalla su cintura, que ejércitos sus muslos, que territorio pródigo su género.

—She wants a ticket to ride —armonizan, taconean.

—¿Por qué dice Dulcinea esta mujer si debe pronunciar Aldonza? ¿Y si estuviera hablando verdad? Pero esa mora no es Dulcinea, en todo caso Aldonza. Y no he de atender con tal nombre sus requiebros, ni aunque fuera compatriota de Séneca, ni aunque tuviera por padre a Cervantes.

—She wants a ticket to ride.

Por ello no acepta el Don enfrentar batalla con una mujer que dice nombrarse Dulcinea cuando debe llamarse Aldonza. No acepta porque sus enemigos son gigantes, no mujeres cadenciosas, impertinentes, y va contra los monstruos cantarines. Los volatineros saltan, bailan, juegan con el torpe flacundengo que ya es parte en la comparsa. Hay quien le muestra su lengua roja, luenguísima, y luego la estrepitosa trompetilla. Hay quien le alcanza una cesta y le pide una moneda, una simple moneda, y ese alguien balancea la cabeza, hacia un lado, hacia otro, y pide por favor, un por favor suplicante, conminatorio, por favor, una moneda, y vuelve a mostrar la canasta, que crece hacia abajo esperando calderilla, solo que él no dará nada, porque, qué se habrán creído esos gigantes pedigüeños. Si le diera algo sería un golpe, un corte definitivo en sus larguísimas piernas maderadas, un golpe superlativo, certerísimo.

—Socorra con una moneda, déjela caer, póngala en mi cesta —y el titán levanta espada, amaga, golpea al dueño de la cesta, al de la cabeza coronada: dos tarros azules, luciferinos, que se abren a ambos lados de su testa y crecen hacia el cielo, terminando en puntas afiladas. El cabrío no atiende demasiado al golpe, y el titán flaco insiste, golpea de nuevo, y el de los tarros da la espalda, levanta lo que le cuelga: un rabo terminado en flecha, y de aquello que destapa sale el bramido, tan grave como el retumbar de los tambores, peor que la trompeta bulliciosa: hediondísimo zafarrancho de combate que de caverna oscura es salido.

Es el bramido que lo llama a la batalla. Es la trompeta que pestilente ha sonado. Y se renueva la batalla entre tanto sol ardiente. Si al menos abandonara esa adarga, tanta chatarra inútil, otra sería la cosa. Levanta la espada y también la mirada, hacia los gigantes, hacia los molinos. Debía cortarlos de raíz, debía hacerlos habitar el centro de su madre. El abismo es su lugar. Y lo peor, lo que más angustia al héroe es el carnaval, el falso regocijo, la mojiganga. ¿Qué celebran?, se pregunta. ¿A qué festejo pueden convocar estos malvados? ¿Quién los llama? ¿Quién los sigue? ¿Quién aplaude?

—¿Dónde estará mi buen Sancho? ¿En que lugar está escondido? —se pregunta el que levanta espada, el que furioso empuña y al enemigo se enfrenta.

Ahora le viene encima un gigantón, además un seguidor se le abalanza. ¿Acaso viene en ayuda del enorme? Es raro ese discípulo, y tiene un paso rápido, un amplísimo movimiento de brazos, algo viene sujetando, y lo muestra, sus palabras vienen en tropel, donde debe poner r pone l, y fobia tiene a la s consonante, cuando cumple de final. No quiere el de la península escuchar palabra que no sea pronunciada en castellano perfectísimo, pero el hombre se le encima, habla, muestra lo que cuidadoso cubre con la palma de su mano.

—Se lo vendo, e el mejol. —Son unas hojas envueltas, más bronceadas que la mulata serpenteante. —Se lo vendo, men —y el de la adarga lo apunta con la lanza, le advierte que se detenga, si da un paso más la encaja, pero el otro es enérgico. —Se lo vendo —y hasta explica, paciente, con insistencia, que son solanáceas y que contienen nicotina, la mejor del mundo. Y queriendo convencerlo le dice que su desconocimiento es casi una ­vergüenza, que hace mucho que salieron de América para llegar a la Europa, que Colón miró muy bien cómo fumaban los indígenas: torciditas las hojas, aspirando fuerte, devolviendo el humo, que la semilla llegó a España en mil quinientos diez, luego a Francia y a Inglaterra, a Rusia, al oriente lejanísimo. Si se decide le procura el que prefiera: Quintero, Cohiba, Montecrito. «¿Le guta el Paltagá?» Pero el señor no escucha, no quiere hacerlo. «Du yu no espik espanich? Güer ar yu fron, men?». Y el vendedor le muestra más, enseña cómo hacer, cómo prenderle fuego en un extremo, y el otro cree que es petardo, que es fuego de artificio. Por eso hinca con su lanza, promete cavar su vientre.

—Jey, men, yu ar creizy.

—Estercolero del idioma, dice el Don cuando se marcha el otro farfullando, anunciando que no responde porque no va a caer en cana por un gallego e’ mierda.

—Que no soy gallego, malandrín. Mi espíritu bravío nada tiene que ver con el Cantábrico. Soy de La Mancha.

¡Silencioso Don Quijote! ¿Asustado? Molesto con aquella palabrera en hordas. Confundido.

—¿Acaso no terminó el escrutinio? ¿Estoy en la librería, en medio de la lectura de un mal libro? ¿Es verdad? ¿Es impostura? Son peores que gigantes, son peores. Estercolero del idioma…

—Una moneda, señor —dice el niño a su salvador, una moneda, un chupachupa, un lapicero, un jaboncito, un pintalabios, un…, un etcétera, señor.

Y una rolliza adornada con un ensarte de piedras coloridas, con atuendo blanquísimo, le adorna la bacía con flores de mar pacífico.

—No se atreva, impertinente —grita entonces Don Quijote.

—Ah, malagradecido, más hermosa es la que luce Mambrino, mi marido.

Y es cierto; allí, en medio de la plaza está Mambrino, el marido de la negra adornadísima; cota de malla le cubre el cuerpo, y en la cabeza, venturoso y repujado yelmo. Y levanta la visera de su casco cada vez que anuncia cuanto vende, para que lo escuchen, para que lo atiendan:

—Cacahuetes, cacahuetes —y muestra el cono blanco, el cucurucho. Solo un fula y se lo come—. Si quiere le vendo el yelmo, señor, le cuesta un poco más, solo un poquito. —Ensordecedor retumbo el de la visera cuando cierra, para levantarse luego—: Cacahuetes, cacahuetes, solo un fula y se lo come. Si quiere le vendo el yelmo…

Pero el hidalgo caballero no ve yelmo sino jofaina de barbero, y hasta se ríe del hombre, de su yelmo reluciente.

—Son peores que gigantes, cómo insisten, y lo peor, confunden yelmo con jofaina. ¿Será verdad? ¿Es impostura? ¿Quién salvó este libro de las llamas?

Pobre infeliz que se escurre de la mujer del que se protege con toca y yelmo y va a caer en manos de una madre. Otra que le impide enfrentar a los gigantes.

—Señor, yo no quiero una moneda. Escúcheme, tengo una niña enferma, mírela bien, que duerme en solar oscuro. Ayúdela a ella, no a mí. Por favor, señor, un poco de leche bastará para calmarla. Mire allí —dice señalando expendería—. Con unas monedas bastará para calmarla.

—¿En qué lugar está Sancho? ¿Dónde se esconde mientras me deja en medio de esta turba?

—Una bolsa señor, solo una bolsa, la niña está enferma. No soy como los otros, se lo juro.

— Hey, little darling, no shed, no tears, no woman no cry. No, woman no cry. —Vuelven a cantar los gigantones.

—¿En qué lugar está Sancho? ¿En qué lugar? ¡Que vuelva el escrutinio! ¡Que la pira torne!

—Una bolsa, señor, solo una bolsa, repite la mujer con la niña en brazos, y desesperada apremia, postrada llora, se arrebata.

—No, woman no cry.

Enorme escaramuza intenta el Don y siempre se le niega. Es que no quieren pelea los gigantes, solo quieren regocijo. Si al menos apareciera Sancho, si juntos pudieran arremeter contra los funámbulos. ¿Para qué me acompañó a La Habana?, se pregunta el don pensando en su escudero. Le responde la trompeta, le responden los tambores, las claves, los timbales, los giros en el aire de todo los hiperbólicos. Le cantan, insistiendo en contubernio: «Hace calor en La Habana, mi hermano, cuéntame de Madrid». Mas el flaco no responde con palabras: con la lanza entona, solfea con la adarga. Y los otros se escudan en sus saltos, en sus volteretas. Es tanto el ímpetu que lo arrastra, que la afilada se clava en una de las piernas larguísimas del hombrote. Seco crujido en el pie-viga que sostiene al titánico, pero no lo nota, y ni siquiera sabe que en su andar arrastra al héroe, aferrado a la lanza, al zanco. Y los demás saltan, ríen, cantan, bailan alrededor de Don Quijote, le hacen carantoñas y le gritan bravo, y salvador, y valiente yumba, y gallego, y divino, y hermosísimo, y con el dedo índice acarician el anular, y estiran sus boquitas, sus bocotas, dejan escapar mil besos y anuncian las caricias, los mimos, las penurias. Ritmo de palmas sacudidas unas contra otras, ritmo creciente de puntales contra el suelo, de madera a madera, y alguna cruje y otra canta, y crece el fervor, de los que arrastran al Quijote, levantados sobre sus enormes pies-maderos. Allá va reptando. Allá va de cocodrilo.

Ni tiempo de dar gracias al negro que lo pone en pie. Gentilezas va a hacer, va a dar obsequio, más el otro se lo impide con palabra.

—A tres pesos el cubo y la tinaja a seis. Se lo digo porque apesta, por si quiere lavadita. A tres pesos el cubo, la tinaja a seis —dice aquel, lleno de baldes repletitos, y hasta se presenta—: Yo me llamo Rafael, me dicen Bemba, bembísimo bembón —y hace cimbrar los abultados—. No son labios, son sombrillas. Le llevo agua a donde quiera: a tres pesos el cubo, la tinaja a seis. A tres pesos el cubo, la tinaja a seis, y hace sonar el desemboque. Pobre hombre obsesionado con el agua, con que ya no exista, con que no aparezca. Subido al muro se hace caer al mar de la bahía, y no hay manera de flotar. Él se va al fondo, obsesionado con el agua.

Entonces quiere el Quijote lanzarse también al agua pestilente, salvar al aguador, hacerlo su escudero. Alguien se lo impide y le asegura:

—Ya volverá, siempre regresa para vender el mar.

—¿Dónde está Sancho? ¿Dónde se guarda mi escudero?

—Ella es Teresa y yo Sab —dice el mulato fornido. Ampuloso habla, invita—. Salga de aquí, yo lo acompaño a lugar tranquilo, solitario. Yo le muestro La Habana, me muestro. Yo lo arrobo, usted me arropa.

—¿Es que estoy en un mal libro? ¡El escrutinio! ¡El fuego!

—No haga caso de Teresa. Yo soy Sab y si usted quiere la abandono y lo acompaño. Yo lo arrobo, usted me 
arropa.

—Le ofrezco el mejor lugar —dice el viejo centenario despojado del disfraz de avestruz—. Le ofrezco palacio. También vine de España y me quedé. Mi vida merece un libro, como seguro usted lo merece. De España vine, nombrado Vicente Cuevas. Primero fui empleado, ahora, conde Coveo soy. ¿Le cuento?

—¡El escrutinio! ¡Una pira colosal! No creo en ningún discurso. ¿En qué lugar está Sancho?

—Allá. ¿No lo ves allá? —indica y pregunta el conde Coveo.

—¿En qué lugar está Sancho, mi escudero?

—Está allá. Tiene buena compaña. ¡Qué vital esa mujer! Es muy hermosa, la mejor. She wants a ticket to ride.

—¿Qué dice este? ¿En qué lugar está Sancho?

—Está allá, con Cecilia.

—¿Por qué pronuncias Dulcinea? ¿Por qué?

—¿Se han quebrantado tus tímpanos? ¿Qué dices?

—Dulcinea digo.

—Y yo, Cecilia.

—Eso escucho: Dul-ci-ne-a. ¿Qué más la dis­tingue?

—Apellido Valdés.

—Es la misma, es así: del To-bo-so.

—Es sordo, es lerdo de entendimiento. Sígueme, que te guío.

—No hagas blasfemia. Quiero ver a Sancho.

Y allá van todos; Quijote, saltimbanquis, cada uno de los que en la plaza disfrutaba mojiganga, guiados por Coveo el conde.

Y cerca del castillo de la Real Fuerza, tras la estatua de Neptuno, encuentra el amo a su escudero. Púrpura está su córnea, dilatadas las pupilas, al descubierto su gordura.

—¿Qué tienen tus ojos, escudero? ¿Están enfermos?

—Cannabis sativa, señor, cannabis sativa.

—¿Y qué es eso que merece del latín?

—Cáñamo, marihuana: yerba fabulosa, regocijo, ­euforia, verdor, juventud, prodigio, maravilla, sueño, realidad, delirio, sensatez, la mejor de las quimeras, la más completa utopía, la más y más colmada razón, vida, muerte, resurrección: tetrahidrocannabinol.

—¿Qué han hecho de ti, mi buen Sancho?

Ahora no responde a su amo el buen sirviente. Y por qué debe responder al amo si prefiere hacerlo a los requiebros de Cecilia desnudísima. Y resbala Sancho sobre el cuerpo ungido, el mismo al que antes invitaran al Quijote.

Los circulan los zancudos, los aplauden, entonan, cantan: She wants a ticket to ride.

Repta Sancho por el cuerpo que le ofrecen, adora sus volúmenes, atrapa con la lengua sus esencias, y gime, y chilla.

—¡Qué maneras tan raras tiene ahora mi escudero! ¿Qué le han hecho? Soy yo, querido amigo, reconóceme, abandona tanto estercolero.

—No, si le ofrezco el pescado. No, si da carne a mi hendija. Es Cecilia, tan segura. —Y serpentea, besa, hurga el morral del amado.

—Toma lo mío, una moneda, dos, tres, tómalas todas —dice Sancho.

—¿Qué han hecho al bueno de Sancho? ¿Qué le ­hacen todavía? ¿Tú? ¡Tan avaro siempre!

—¡Que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida! —dice Cecilia y también lo invita.

—She wants a ticket to ride.

—¡A callar, malditos saltimbanquis! —Enfurecida está Cecilia.

Y Sancho va en su ayuda, impreca a los gigantes.

—A ellos no, a este. Reclama a Sancho Cecilia, y aprieta la boca del escudero con el género caliente. Ella lo besa, ella lo muerde, ella se mueve prometiendo lealtad, se prende al morral, la presa más querida.

—Estoy en un mal libro, estoy en el infierno. ¡El escrutinio! ¡El fuego!

—¿Cómo llamarle infierno a lo que no conoces? Quedarías prendado de sus olores y fluidos. No pueden ser sus estrujones el infierno: ¡ay de mí! ¿Qué me ­haría sin ella, sin sus abrazos, sin su pechuga, sin la calurosa profundidad de su gruta? ¿Qué me haría yo? Cecilia es mar en calma. Es la gloria esta mujer, antiguo amo. Nada habrá mejor, ni Dulcinea, ni Aldonza. Cecilia es agua para la sed, Cecilia es fuego en el invierno. Cecilia es la vid, el castaño.

—Cursilería de escudero. —Dice el amo—. Leván­tate, levántate, reacciona. Son molinos, mi fiel Sancho. Te doy mi galgo, mi rocín. Te doy mi adarga y mi lanza.

—Encallado para siempre en los fluidos de mi isla. Es Cecilia que asegura.

—Encallado estoy, señor, y no quiero desprenderme.

—Él me salva, yo lo salvo…, qué meneo. —Hay un adagio de tambores, de sonidos graves y bien rítmicos, hay un adagio, y ella se vuelve una serpiente cadenciosa en medio del lentísimo sonido de esas cajas. Y si crece el retumbar, ella prospera en contorsiones. Qué batalla es su cintura, qué ejércitos son sus muslos, qué territorio pródigo es su género.

—She’s got a tickret to ride. —Entonan ahora los grandones.

—Estercolero. Estoy en medio de un mal libro. ¡El fuego! ¡El escrutinio! —dice el don entre sollozos.

Y grita la chusma que aplaude a Cecilia, que como leona ruge, y berrea como chiva, y esa chusma tan deseosa de aplaudir palmea también al gordo de nalgas celulíticas mientras se mueve torpemente; abajo unas veces y también arriba, y de costado pide a la dama que lo trague, y levantado le sugiere que lo alcance, y muestra un minúsculo guindajillo, sutil, etéreo. Y Cecilia se empina como si fuera al encuentro de un órgano colosal, un organón, y salivea la punta escondida en medio de una avalancha de grasa. ¡Mañas tiene para fingir placer! She’s got a tickret to ride.

Injusto es el griterío, injustísimo. Cada quien actúa como si asistiera a un evento singular. ¡Y es tan corriente! Por culpa de esa algarabía es que viene el policía. Y cómo en la frase anterior, tan cacofónica, se expresa el hombre uniformado:

—¿Qué bolá? ¡Qué tremenda eucaristía! ¡Igualito hizo mi tía y tras rejas la gualdé! Echa pa’ca, mulatona, enséñame tu cosona y el calné de identidad. ¿Y tu, gallego, qué ofreces? Dame tu anillo, el bolsillo, que tengo menos que tú

—Ya lo entregué a mi Cecilia. Ya no tengo más que amor.

—¿Amol? ¿Y pa’ qué quiero yo amol? Si al menos dieras atol, na’ ma que te multaría. Recupera el anillo, el bolsillo y echa pa’ ca a la mulata.

—¿A ella? ¡A ella no, a él! A él si te lo doy —dice Sancho y señala al antiguo amo.

—Estoy en medio de un mal libro. ¡El fuego! ¡El escrutinio! —grita el Don desesperado—. ¿Qué han ­hecho de ti, mi escudero? ¿Qué han hecho de ti? ¡Tú siempre tan fiel, impío ahora!

—A él te lo doy. A ella no —habla Sancho, y toma del brazo a la mulata tan desnuda, que empinaba sus labios en busca del policía.

—Ven, mulata —ordena el guardia y lanza la gorra al viento.

Y en el aire y con su lanza, hinca el don la gorra azul, la agujerea sin que se detenga el dueño a reprimirlo. Entretenido está desarmando la botonadura de su camisa, mostrando el pronunciado y atezado torso, tan pulido como el de Cecilia. Y es ella quien le grita para pedirle que la espere, asegura que irá hacia él, pero Sancho está pegado por detrás. ¡Tan adherido! ¡Tan aterido!

Cecilia forcejea, intenta la escapada al llamado de lo que 
el policía muestra en su entrepierna. Y hay alguien 
que abandona zancos, renuncia a toda altura para llegar arrente al suelo, adonde están apoyados los pies del policía, y desacordona al militar las botas, y lo libera de sus medias, del cinto, de toda arma, y hace descender los pantalones. Aunque Cecilia le exija detenerse, sigue el hombre y lanza al mar los pantalones para sacar después los calzoncillos. ¡Qué desnudo el policía!

¿Cómo ha de llamarlo el don Quijote?, ¿salvaguarda o escudero? Tan nervioso se ha puesto el flacundengo que tira también al mar la jofaina de hidalguía y no articula, no pronuncia una palabra en castellano. Estercolero parece decir, y con lanza hurga lo que al desnudo militar le cuelga. Y reacciona el órgano mestizo, hierro erguido que manipula el que antes estuvo levantado sobre zancos, el que también atrapa la lanza del hidalgo, y enfrenta ambas. Resuenan los metales, chispean, arden. Y Cecilia intenta desprenderse y chilla, y muge, y cada cual abandona sus sostenes maderados, sus disfraces, para palmear, para cantar la escapada de Cecilia, su entrada al mar y las brazadas. Tras su amor va Sancho, cortas sus brazadas pero impetuosas. Él será su escudero. El viaje es largo y lleno de animales con grandes bocas y muchos dientes. Ella bracea y él la escolta en mar abierto, y dice que hace calor en La Habana, mucho calor, que la acompañará a cualquier geografía espantando tiburones hasta que se hagan lentas sus brazadas, como ahora, hasta que se lo impidan las dentelladas de un animal gigante, cómo ahora. Y Cecilia sin guardián no va a bracear. Hay un adagio de tambores, de sonidos graves y bien rítmicos, hay un adagio, y ella se vuelve una serpiente cadenciosa en medio del lentísimo sonido de esas cajas. Y si crece el retumbar ella prospera en contorsiones. Qué batalla es su cintura, que ejércitos son sus muslos, sus pataleos, qué territorio pródigo son su género y su boca entrando en el mar abierto. Ella se espanta. Ella se hunde. Y la recibe Rafael, el bemba, bembísimo bembón, y le sugiere quedarse quieta, pegada al fondo, que luego pueden salir, vender el mar.

Y allá en la orilla hay fiesta todavía, hay más, y hay otros que se arrojan al agua y nadan, y otros se enredan con los otros, y cantan, chillan. Y el Don sigue mirando la lanza pródiga del desnudo policía, y le pregunta por su nombre:

—Soy Caniquí, señor…

—Ah, Sancho, eso es.

—Caniquí, señor, he dicho Caniquí.

—Eso escucho, Sancho, mi escudero.


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