Francisco Alba
Se entiende el complejo de los escritores franceses cuando se ven obligados a admirar la obra del pequeño Arturo. André Gide tiene la gallardía de declararlo: «La lectura de Rimbaud y del canto VI de Maldoror me hacen sentir vergüenza de mis obras». Y como él tantos otros: Camus, Sartre, Roger Caillois, Maurice Blanchot, René Char, André Breton. Todos más o menos admirables y grandes escritores. Es natural, si somos esa cosa que se llama un «hombre de letras» y encima somos franceses, ¿con qué actitud nos pondremos a escribir un ensayo o una novela o un cuento sabiendo que este jovenzuelo abandonó la poesía a los 19 años? Los mejores entre ellos sabían que cada vez que se ponían a escribir un libro, cosas del oficio, el insolente muchacho estaba mirando por detrás del hombro y seguramente más de uno oiría sus carcajadas y sus insultos, como si fuera Lucifer. Pero no sólo se reiría del producto sino de la actitud del escritor, ese serio ponerse a escribir, a ejercer la literatura con el culo sentado en el asiento. El ejemplo disuasorio de Rimbaud, que es un fenómeno mundial, también puede servirnos a nosotros, españoles de a pie. Jorge Guillén, por ejemplo, dice en uno de sus poemas: «Un hombre / con furia adolescente / —¿Angélico? Ya es tarde. Ni diabólico— / Se adivina y dice: / «Es sagrado el desorden de mi espíritu» / Se pudo trascender ese desorden: / Y se llegó a la meta: / Je fini par trouver sacré… / ¡Qué audacia, / qué insolencia genial, qué disparate!». Pobre viejo glorioso con su musa decrépita. José Ángel Valente también lo sabía: «Lautréamont y Rimbaud murieron. / ¿Podríamos nosotros sobrevivirlos?». Y termina con esta invocación: «Salud, adolescentes de la tierra».