Autor: 6 mayo 2009

Francisco Alba

Se entiende el complejo de los escritores franceses cuando se ven obligados a admirar la obra del pequeño Arturo. André Gide tiene la gallardía de declararlo: «La lectura de Rimbaud y del canto VI de Maldoror me hacen sentir vergüenza de mis obras». Y como él tantos otros: Camus, Sartre, Roger Caillois, Maurice Blanchot, René Char, André Breton. Todos más o menos admirables y grandes escritores. Es natural, si somos esa cosa que se llama un «hombre de letras» y encima somos franceses, ¿con qué actitud nos pondremos a escribir un ensayo o una novela o un cuento sabiendo que este jovenzuelo abandonó la poesía a los 19 años? Los mejores entre ellos sabían que cada vez que se ponían a escribir un libro, cosas del oficio, el insolente muchacho estaba mirando por detrás del hombro y seguramente más de uno oiría sus carcajadas y sus insultos, como si fuera Lucifer. Pero no sólo se reiría del producto sino de la actitud del escritor, ese serio ponerse a escribir, a ejercer la literatura con el culo sentado en el asiento. El ejemplo disuasorio de Rimbaud, que es un fenómeno mundial, también puede servirnos a nosotros, españoles de a pie. Jorge Guillén, por ejemplo, dice en uno de sus poemas: «Un hombre / con furia adolescente / —¿Angélico? Ya es tarde. Ni diabólico— / Se adivina y dice: / «Es sagrado el desorden de mi espíritu» / Se pudo trascender ese desorden: / Y se llegó a la meta: / Je fini par trouver sacré… / ¡Qué audacia, / qué insolencia genial, qué disparate!». Pobre viejo glorioso con su musa decrépita. José Ángel Valente también lo sabía: «Lautréamont y Rimbaud murieron. / ¿Podríamos nosotros sobrevivirlos?». Y termina con esta invocación: «Salud, adolescentes de la tierra».

La poesía depende de las circunstancias históricas, aunque el impulso de escribirla se encuentre en el alma humana, que como dijo Bécquer mientras haya una mujer hermosa habrá poesía. Si Homero dice que los dioses envían calamidades a los hombres para que los poetas tengan algo que cantar a buen seguro que no andaremos faltos de poemas. En España hay excelentes poetas que le deben casi todo a la guerra civil. Toda la generación del 50 está condicionada por esa catástrofe. ¿Qué sería de Paul Celan sin Auschwitz? ¿Qué sería de Mandelstam sin Stalin? ¿Qué sería de Zbigniew Herbert o Czeslaw Milosz sin su Polonia devastada? ¿Qué sería de Louis Aragon sin la ocupación nazi? Aunque, como dijo Gabriel Ferrater, mal negocio si es necesario que los alemanes invadan Francia para que Louis Aragon escriba un buen libro de versos. Pero sigo: sabemos que entre las virtudes del insolente muchacho no estaban ni la benevolencia, ni la cortesía, ni la mansedumbre, ni la humildad, ni la misericordia. Lo imagino de jurado en alguno de los premios literarios que se otorgan cada año en el universo de las letras. En la cena literaria se dedicaría a tirar bolas de pan a la concejala, a comer con los dedos el entrecot, a eructar, a insultar a las celebridades locales, a beberse el vino a morro, a bajarse los pantalones y a subirse a la mesa. Sin duda un mal ejemplo para los jóvenes y la sociedad. Y por supuesto, nada de entrevistas.

Rimbaud no fue producto de la casualidad, no fue un genio totalmente espontáneo ni un milagro de la naturaleza. Rimbaud, dice Pere Gimferrer, surge de la extraordinaria educación que recibió (escribió admirables poemas en latín entre los catorce y los quince años), y del ambiente literario de su país. Francia era en ese momento la nación en la que se fundaba la modernidad (allí estaban esperándole el padrino Baudelaire y el amante Verlaine). Fue un genio, es cierto. Pero hasta los más grandes genios necesitan nacer en el tiempo y ambiente apropiados.

¿Qué fue para Rimbaud la poesía? El niño se hizo adulto y dejó para siempre ese inútil pasatiempo. Sus poemas, sin embargo, no huelen a lactante, su obra es de una gran madurez desde el principio. Observa Lichtenberg que el hacer versos es para algunos hombres una enfermedad de desarrollo del espíritu. Un poema de Ángel González dice: «Vivir para ver: ¡joven poeta de cuarenta años! / ¿Último logro de la geriatría? / No; retrasado mental, sencillamente». Rimbaud es exactamente el caso contrario, un consumado poeta de diecisiete años. W. H. Auden en su soneto al insolente muchacho (sospecho que también estaba afectado por ese complejo que citaba más arriba) dice que el verso fue una insólita dolencia del oído, el infierno de la niñez. Así que vemos a Rimbaud curado de la literatura a la edad de 19 años. Después de eso «el hombre de las suelas de viento» pone tierra por medio, abandona Europa, y deja al pobre fauno Verlaine, su esposo infernal, viudo, tenebroso e inconsolable en una taberna de París.

África es la posibilidad de la vida salvaje en la naciente Europa burguesa. Allí fueron en busca de la embriaguez primitiva, de la pureza de la luz y del desarreglo de los sentidos artistas como Delacroix, André Gide, Paul Klee, Mariano Fortuny o Francis Bacon. Viajamos a África para encontrarnos a nosotros mismos. Por algo se dice que África es la cuna de la Humanidad. A nosotros, contemporáneos de las pateras y los cayucos, ya no nos queda ni siquiera ese recurso. El malogrado Paul Nizan lo dijo en su decepcionado «Adén-Arabia»: «Arabia-Francia, Aden-París, Versalles-Lahej, los nombres de los países, las denominaciones de las ciudades son ya intercambiables, creo que podría decir también Paris-Nueva York, Londres-Melbourne. La plaza de la Ópera recuerda exactamente la Victoria Crescent; las oficinas de mis padres, de mis amigos, las de compañías angloindias; el cuartel de Clignancourt, el del 2.º de Devon. Las gentes con las que me cruzo a la salida del metro a las seis, saliendo de sus bocas atónitas como Orfeo, tienen los brazos colgantes, las frentes grises, los mismos cuerpos maquinales de los camaradas que acompañaba al club hacia la caída de la tarde en Adén». ¿Qué es lo primero que ve Paul Nizan al arribar a Marsella, exactamente igual que nuestro Arturo, en el regreso de su fracasada aventura africana?: «Se había cerrado el círculo. Una mañana vi el castillo de If, y delante de las colinas blancas, Notre-Dame de la Garde. Estaba servido: los primeros emblemas que llegaron a mi encuentro eran justamente los de los dos objetos más odiosos de la tierra: una iglesia y una prisión».

El viento de África barre todo el recuerdo de aquellos años salvajes. Rimbaud regresa a Francia en mayo de 1891, casi veinte años después de su silencio. Está gravemente enfermo. Tiene un cáncer en la rodilla, le amputan la pierna derecha en el Hospital de la Concepción de Marsella. Hasta él llega el eco de su naciente fama y suelta el conocido exabrupto: «¡mierda para la poesía!». Ha cambiado mucho, puede decirse que es otra persona, pero esa frase lleva el sello de Rimbaud, le delata la ira y el desprecio. Durante la enfermedad y el traslado por el desierto, en unas condiciones durísimas, Rimbaud sueña con tener un hijo y hacer de él un ingeniero, un sueño de triunfo social en el más puro estilo burgués. Al final hace lo que tantos de nosotros: proyectar en un hijo nuestras ambiciones pisoteadas. ¿Es que ha sentado la cabeza el insolente muchacho? Desde luego, nada queda de aquel adolescente violento y salvaje. Es un hombre maduro con los cabellos grises que ronda los cuarenta años. Rimbaud envejece.

La poesía ya no le importa nada, la ha olvidado hace mucho, siente que ha echado a perder su vida. Le pasa lo mismo que a Van Gogh: los dos mueren sin saber quiénes son en realidad. Rimbaud el fracasado, el perdedor. El que dilapidó su precioso genio en borracheras y desapariciones. Se comprende la furia, no ha conseguido hacer fortuna, mejor dicho, no tiene donde caerse muerto, y ahora que se encuentra enfermo y mutilado algún alma caritativa le recuerda que aquellos poemas escritos hace mil años están haciendo ruido.

Ni siquiera Rimbaud pudo romper las amarras con sus parientes. También Nietzsche, en claro paralelismo, vuelve al regazo de su madre y su hermana, en el pequeño Naumburgo, después del hundimiento. Sucede siempre con los jóvenes héroes: al pie de la cruz «Stabat Mater dolorosa dum pendebat Filius». Después de escribir este latín descubro que lo cita el propio Rimbaud en la primera carta del Vidente, la dirigida a Georges Izambard, escrita en Charleville el 13 de mayo de 1871. Una carta desconcertante, inteligentísima. Quisiera ver la cara del buen profesor mientras la iba leyendo:

Ya está usted otra vez de profesor. Nos debemos a la sociedad, me tiene usted dicho: forma usted parte del cuerpo docente, anda por el buen carril. También yo me aplico este principio: hago, con todo cinismo, que me mantengan; estoy desenterrando antiguos imbéciles del colegio: les suelto todo lo bobo, sucio, malo de palabra o de obra que soy capaz de inventarme: me pagan en cervezas y en vinos. Stat mater dolorosa dum pendet filius. Me debo a la sociedad, eso es cierto; y soy yo quien tiene razón.

Rimbaud, dominando la lengua de Virgilio, pone la frase en presente, jugando con el himno medieval, comparando a su madre con la Virgen María y a sí mismo con Cristo en la cruz. Sabemos que no era una simple broma: Rimbaud, haciendo el payaso, está hablando muy en serio.

Saltamos veinte años. ¿En qué se ha convertido el cínico adolescente? El contraste pone los pelos de punta. El 23 de junio de 1891 Rimbaud escribe una carta a su hermana Isabel desde el hospital:

Querida hermana, no me has escrito, ¿qué ha pasado? Tu carta me ha dado miedo, preferiría tener noticias tuyas. Siempre que no se trate de nuevas desgracias, pues, ay, ¡estamos demasiado probados en eso! No hago más que llorar día y noche, soy un hombre muerto, estoy estropeado para toda la vida. En quince días estaré curado, pienso; pero no podré caminar más que con muletas. En cuanto a una pierna artificial el médico dice que habrá que esperar mucho tiempo, por lo menos seis meses. Mientras tanto ¿qué haré? ¿dónde me quedaré? Si fuera allí con vosotros el frío me echaría al cabo de tres meses, o puede que en menos tiempo; porque de aquí no seré capaz de moverme hasta dentro de seis semanas, el tiempo de ejercitarme con las muletas. No estaría con vosotros más que al final de julio. Y tendría que volver a marcharme al final de septiembre. No sé qué hacer. Todas estas preocupaciones me vuelven loco, no duermo ni siquiera un minuto. En fin, nuestra vida es una miseria, una miseria sin fin. ¿Por qué existimos entonces? Dame noticias tuyas.

Mis mejores deseos.

Rimbaud

Qué trágica decepción. En este grito está el recuerdo de su vida entera. El recuerdo de sus años de vagabundo por Paris cuando era un adolescente lleno de piojos que revolvía en la basura y perseguía el desarreglo de todos los sentidos. El recuerdo de sus tempranas fugas de Charleville y de la guerra franco-prusiana y de su lucha callejera en la Comuna y de su tormentosa amistad con Verlaine que acabó a tiros. El recuerdo de sus viajes, muchos de ellos a pie, por Chipre, Egipto, Indonesia, Inglaterra, Arabia, Suiza, Alemania, Italia, Suecia, Dinamarca, dando tumbos, sin hogar, sin compañía, sin rumbo fijo, sin dinero la mayoría de las veces. El recuerdo de su madre amargada y de su padre desaparecido. El recuerdo, en resumen, de su incapacidad para la vida. «En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no… no, no puedo. Soy demasiado disipado, demasiado débil». Rimbaud profiere el grito de un hombre desarraigado que no ha tenido suerte a pesar de sus dotes extraordinarias… o precisamente por ellas.

«En fin, nuestra vida es una miseria, una miseria sin fin. ¿Por qué existimos entonces?» Pero Rimbaud no habla solo de su caso particular, está hablando, con el permiso de ustedes, por todos nosotros.

En su poesía abundan las imágenes de una infancia maltratada por los adultos. Se ve a sí mismo como un barco borracho que baja por el río de la vida. Hay además un deseo furioso de rebelarse contra todas las imposiciones y leyes, ya sean divinas o humanas. A Rimbaud le gustaría poner la moral patas arriba, subvertir todos los valores. Borracho, sodomita, drogadicto, Rimbaud sentía una insoportable nostalgia del salvaje que llevamos dentro (usted también, señora). Rimbaud se pintó la cara como un piel roja, desafió a la autoridad, hinchó los pulmones al aire libre del amanecer y al final encontró, desesperado, que su ansia de libertad era imposible. En el África del colonialismo tampoco. En todos los grandes poetas existe una brecha dolorosa entre la Realidad y el Deseo. Rimbaud es un tremendo crítico de la modernidad y de la civilización europea. ¿No predijo de alguna manera la catástrofe de la primera guerra mundial? Rimbaud chapoteando en las trincheras, saltando entre los cadáveres corrompidos a un paso de París, ese París de Swann y de Guermantes. ¿Cuántos adolescentes, de los dos bandos, llevarían sus poemas en la chaqueta mientras arreciaba el fuego de la artillería enemiga? Rimbaud regresa a una Europa moribunda para morir.

El vagabundo está sentenciado. Requiere la ayuda de su hermana, hace unos días que su madre está con él. Cuando salga del hospital a finales de julio pasará unas semanas con Isabel que lo cuidará con abnegación. Luego tendrá que regresar hacia finales de agosto al hospital marsellés ante el avance imparable de la enfermedad. Allí pasará semanas de atroces sufrimientos. La última carta que escribió, un día antes de su muerte, acaecida el 10 de noviembre de 1891, fue dirigida al director de una compañía marítima. Está escrita en un delirio de agonizante y se interrumpe bruscamente:

Envíeme el precio de los servicios de Aphinar a Suez. Estoy completamente paralizado, así que deseo encontrarme de una vez a bordo. Dígame a qué hora debo ser transportado a bordo…

Es como si hablara con Caronte. En la hora de la muerte las almas son proféticas. Una advertencia final: tengan en cuenta los aspirantes a genio de diecisiete años (si es que hay alguno) que su compañero de juergas no era el borrachín del pueblo. Era Paul Verlaine. ■ ■


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