Andrés Trapiello
Hay muchas clases de diarios y, claro, tantas formas de escribirlos y de leerlos como personas, y son tan diferentes entre sí, que a menudo creeríamos que se trata de individuos de una especie distinta.
Si alguna vez ha dicho uno que el diario viene a ser como la huella digital del sentir y pensar de quien lo escribe, es porque hay en el hecho de escribirlo como una fatalidad, algo en lo que no nos es en absoluto posible decidir, como ninguno de nosotros podemos elegir la huella que llevamos en los dedos. También llevamos nuestro diario, como una huella, inseparable de nosotros, con esas misteriosas y caprichosas anfractuosidades que nos identifican. Y de ese manera cuando hablamos de “llevar” un diario, más que de escribirlo, estamos apuntando a la inevitabilidad de vivirlo, como llevamos la vida hacia adelante, al tiempo que es la propia vida quien nos arrastra sin que podamos oponerle demasiada resistencia (y al peligro que en ello veía Unamuno, a propósito de los diarios de Amiel, que parecía vivir únicamente para llevar su diario, para poder contarlo en un diario, o sea, para dejarse llevar por su diario, a ese peligro deberíamos referirnos como un tragicómico acontecer, una especie de patología como el alcoholismo, solo que en este caso hablamos de un alcoholismo de sí mismo, el que padece ebriedad de su vida, como aquel solipsista González Ruano que se hizo estampar en su papel de cartas la divisa “de mi deseo gozo”).