Pedro García Martín
El Madrid al que allega el joven Miguel de Cervantes, endomingado merced a su recién nacida Corte, estaba cojo de orientación. Apenas poseía tres puntos cardinales: un palacio vetusto, un camino alargado y un curso fluvial más bien escaso.
La residencia soberana, asentada sobre solar moruno cerca de la plaza de Oriente, erigía su inmensa mole parda entre jardines solazados y huertas floridas. Escenario ameno que no era óbice para el deambular de duendes por sus frías estancias, el requebrar de amantes fantasmales por sus pasadizos misteriosos, el crujir de extraños ruidos que alimentaban el magín ya de por sí supersticioso del vecindario. La salsa de las hablillas, a día siguiente, en los corrillos de Las Losas de palacio.