Autor: 3 septiembre 2007

VEROSÍMILES AVERIGUACIONES SOBRE GIGAMESH DE PATRICK HANNAHAN

David Felipe Arranz Lago

o solo la ciencia, también la creación literaria depara a veces grandes sorpresas. La posibilidad de seguir la pista a libros que han desaparecido —o cuya existencia se encuentra a caballo entre la leyenda y las brumas de la historia— y dar no solo con la fuente original, sino con el rastro azarosos de los protagonistas que jalonan la vida de una obra concreta se nos ha antojado desde hace años como una actividad casi diríamos que sacerdotal, mistérica, si se quiere.

El concepto aristotélico de lo verosímil, como sabemos, no implica la veracidad de los hechos narrados: solo la posibilidad de que hubieran podido producirse, según los criterios clásicos de la imitatio. En este sentido, es muy posible que el libro Gigamesh escrito —según el escritor polaco Stanislaw Lem (1921-2006)— por el irlandés Patrick Hannahan estuviera estrechamente relacionado con el asesinato de un caballero en el siglo xvii y la génesis del Quijote. Creo que hubo una fuente única de la que bebió Hannahan para pergeñar su Gigamesh, reseñado por Lem en Vacío perfecto (A perfect vacuum, 1971), su colección de prólogos imaginarios, continuada en Un valor imaginario (Imaginary magnitude, 1973). Esta demostración es, ante todo, verosímil, profundamente literaria y necesita un lector cómplice.

No quiero restar mérito a Hannahan al desvelar los mimbres primigenios de su exitosa novela, sino resaltar su extraordinaria habilidad para refundir y actualizar un material que se había perdido y que está aún en paradero desconocido y poder espigar así sus fuentes: me refiero al Xigamez, de autor anónimo, una de las obras más secretas que existen, traducida por varios humanistas a lo largo del primer tercio del siglo xvi y condenada por el Santo Oficio en 1559. Mi intención no ha sido otra que la de poner sobre la mesa la estrecha relación que la fuente original de la que se sirvió Hannahan guarda con la gestación del Quijote en Valladolid, terminado en el crudo invierno de 1604. Por último, y en relación con estos hechos, me gustaría arrojar un poco de luz acerca de la extraña muerte del caballero Gaspar de Ezpeleta, atravesado a espada la noche del 27 de junio de 1605 a las puertas de la única casa donde se sabe a ciencia cierta que vivió Cervantes, sita en la calle del Rastro, frente a la calle Miguel Íscar de la capital pinciana.

No busco agitar la mansedumbre que reina en el respetable monte Parnaso de los cervantistas, sino justificar la existencia de Xigamez, la fuente principal de la que bebió Patrick Hannahan para enfrentarse a la redacción final de su Gigamesh, un asombroso y esotérico texto. Para demostrar mi tesis, adjunto un fragmento inédito con el que abro este trabajo, perteneciente a un expurgo realizado probablemente por el propio Cervantes en 1604 y eliminado posteriormente de la versión del Quijote que se imprimió en Madrid en casa del librero Juan de la Cuesta. El fragmento pertenece al capítulo vi de la primera parte, titulado «Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo», y circuló libérrima en la prístina versión del Quijote, antes de que don Miguel parara mientes en el peligro que corría su vida al divulgarlo. Este formidable hallazgo que es posible que revolucione el mundo filológico en particular y el literario en general por sus implicaciones sobre la evolución de la novela, no es fruto de una ardua investigación, en contra de lo que pudiera parecer. Ha sido, así, sin más, el resultado de la casualidad, como suele ocurrir en estos casos.

Cierta mañana en que buscaba fuentes originales de caballerías en un archivo cuyo nombre creo oportuno omitir, me topé con un pliego aparecido entre las hojas de una edición de la obra maestra de Joanot Martorell, Tirante el Blanco (Tirant lo Blanch), un volumen impreso en Valladolid en 1511 en casa de Diego de Gumiel. Aún con el estupor de aquel hallazgo, traslado el fragmento hasta ahora inédito, perteneciente como he dicho al capítulo vi de la primera parte del Quijote, donde Cervantes cuenta cómo don Quijote leyó el Xigamez:

[…] —Todos esos tres libros —dijo el cura— son los mejores que, en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España. Luego tomó el cura un libro que halló bajo el Amadís, como tapado y oculto de modo discreto, y en abriéndolo por medio dijo:—Grande libro es este de Xigamez, trasladado a la lengua castellana por Pero Laynez y que toca a la materia compilada por Erasmo Roterodamo y su escuela, con todos los saberes y mañas de un pícaro famoso, morisco aljamiado de nombre Mez o Mes, amigo de Cide Hamete Benengeli, que llegó al entendimiento del mundo tras recorrerlo, fue traicionado por un amigo suyo de nombre Quidi y pagó esta falta con la muerte. Anda algún inquisidor detrás dél por tratar en algo de nigromancia, mas por su valía es obligado que lo salvemos del fuego. Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba Las lágrimas de Angélica. […]

Detengámonos un momento para analizar el texto. La alusión cervantina en boca del personaje del cura acerca de la ascendencia erasmista de Xigamez no parece gratuita. Sabemos que, efectivamente, el cardenal Cisneros, rector de la política española durante la minoría de Carlos V, ofreció a Erasmo de Rotterdam en 1516 un puesto en España a cambio de que le entregara un libro en lengua holandesa recopilado —incido en lo de «recopilado»— por él o alguien de su escuela, que estaba dando algún quebradero de cabeza en nuestro país al monarca: Xigamez. Erasmo no aceptó la invitación y su negativa propició que ese mismo año de 1516 se produjera una avalancha de traducciones de sus obras al castellano, casi todas clandestinas, entre las que figuran los pliegos sueltos de Xigamez, en su doble vertiente impresa o manuscrita.

Algunos estudiosos ya han indicado que tras una de esas traducciones ilegales se encuentra nada más y nada menos que el impresor de la Universidad de Alcalá, Arnao Guillén de Brocar. Los humanistas residentes en España, como Pedro Mártir de Anglería o Lucio Marineo Sículo cuentan en sus obras cómo esta versión alcalaína de Xigamez contenía hasta seis textos en seis lenguas distintas: el holandés, el hebreo, la antigua versión caldea (o siriaca), una traducción latina literal de la versión caldea, una traducción latina literal de la versión griega y la versión griega —que Anglería y Marineo Sículo postulan como original, recogida por la llamada comunidad judía de «los Setenta», sabios judíos helenizados que vivieron en Alejandría en el siglo iii a. C.—. Ese mismo año de 1516, el libro fue leído de manera clandestina en la Universidad de Salamanca y la autoridad eclesiástica mandó clausurar las aulas y «no permitió que se abriesen hasta haber quemado públicamente, en presencia de los alumnos y maestros, la cátedra en que se leyó tal maligno libro, sin que se volviere a leer en ellas hasta bendecirla». Nebrija, Fray Luis de León y El Brocense tuvieron también algún problema en Salamanca al tratar de acceder al libro prohibido, que encontraron de lo más útil para el gobierno de los hombres y de las naciones, si bien reconocieron que su contenido contravenía algún aspecto del mundano ordo clericalis.

Que el libro corría de mano en mano entre los erasmistas es una evidencia, al igual que el esfuerzo del rey por hacerlo desaparecer de la circulación y borrar cualquier rastro de su existencia. Sin ir más lejos, Juan de Vergara, traductor al castellano de las obras de Aristóteles, se atrevió a acometer una versión bastante expurgada y adulterada del Xigamez con nefastas consecuencias: dio con sus huesos en la cárcel durante dos años y medio. De hecho, en una carta escrita por Erasmo a Juan de Vergara acerca de la obra escrita en holandés que le enviaba, interceptada por los inquisidores y esgrimida como prueba en la causa contra el insigne traductor1, se habla de «la maravilla deste libro, cuyos usos, unos buenos aunque otros no tanto, pueden y deben ser conocidos por judíos, moros, gentiles, cristianos o de otra secta, todos de una misma tierra, de una misma casa y sangre». Además, la carta nos informa acerca del estilo del volumen e incluso de su argumento, pues Erasmo cuenta en la epístola cómo el protagonista de Xigamez, el pícaro Mez, indica a su amigo Quidi que «el rey no puede hacer a su voluntad ni puede poner cuantos pechos [impuestos] quisiere, pues es en verdad enemigo del bien público, que después que acaba de comer llama a sus súbditos y cortesanos, dando audiencia e proveyendo cosas de manera altiva e orgullosa». Nos encontramos de pronto ante una de las críticas más furibundas de la literatura renacentista. También informa el holandés a su amigo español de cómo el libro arremete contra La ciudad de Dios de San Agustín, dejando traslucir de paso una parodia del texto agustiniano en muchas de sus páginas y refutándolo de manera definitiva. Por si esto fuera poco, Erasmo termina su epístola calificando de «audaz» al bergante Mez de Xigamez, jugador de naipes y “muy cortesano para el trato con las damas de la corte” y uno de los primeros en rechazar el dogma de la Santísima Trinidad, un rasgo que definía a los judíos y a los musulmanes. No hubiera podido concebirse un atrevimiento mayor en la época. Resulta obvio que estos conceptos comunitarios y de universalidad de razas y religiones terminaron de afianzar el cúmulo de suspicacias del Santo Oficio contra el libro.

La comunidad de humanistas españoles que tuvieron algún contacto con el Xigamez atribuido a Erasmo fue acusada y perseguida durante el resto de la centuria; incluso, los censores dieron con otra conexión de la obra: en 1587 aparecía en Frankfurt del Main, en los talleres del impresor Johann Spies, la primera edición de un libreto titulado Historia del doctor Johann Fausto, celebérrimo mago y nigromante, de cómo se entregó al Diablo por un determinado tiempo, y de las extrañas aventuras y encantamientos que vio y practicó entre tanto, hasta recibir al fin su merecido castigo2, lo que ayudó sobremanera a la condenación de Xigamez, habida cuenta de la estrecha relación entre Mez, el pícaro que consiguió compilar todos los saberes de la humanidad, y el protagonista de la obra alemana que pretendiendo escrutar todos los misterios del Cielo y de la Tierra, hizo un pacto con el Diablo. Este aspecto mefistofélico del protagonista ya fue puesto de manifiesto por Lem en su análisis de la versión de Hannahan3.

Otra impresión fuera del control gubernamental se llevó a cabo en Amberes en 1559, que, como trataremos de demostrar más adelante, constituye seguramente la anterior versión a la que vino a parar a las manos de Cervantes en Valladolid, en 1604, obra de Pedro Laínez. Mientras tanto, Felipe II gana la batalla al erasmismo con ayuda de los contrarreformistas e incluye a Xigamez como obra anónima4 leída bajo pena de excomunión en la versión de 1559 del Index librorum prohibitorum, compilado por el inquisidor de Fernando de Valdés ese mismo año, junto a los diálogos renacentistas de Alfonso de Valdés, las obras de Miguel Servet, La Lozana andaluza (1528), el Cancionero de obras de burlas y provocantes a risa (1519), la traducción que hizo Diego López de Cortegana del Asno de oro de Apuleyo, etcétera. Prácticamente toda la edición fue confiscada y quemada por agentes sin escrúpulos pagados por la Santa Inquisición, presumiblemente ejecutores de un doble encargo: eliminar el libro y a su poseedor.

Es precisamente en ese momento cuando las alusiones a Xigamez empiezan a brotar fuera de España; en Inglaterra, por ejemplo, el dramaturgo Ben Johnson se inspira en Mez para el protagonista de The Alchemist y la traducción inglesa del Quijote de Thomas Shelton incluye en una escasísima edición no venal de pliegos sueltos de 1612 el pasaje del capítulo vi en el que el cura maese Pero Pérez menciona el Xigamez. Además, su fuerte contenido sobre el eufuismo, doctrina similar a la culterana criticada por Shakespeare, inspiró a John Lyly (1564-1606) la escritura de las páginas de su Euphues, the Anatomy of wit, entendido este wit como ‘ingenio’. Aquí se pierden las pistas a lo largo de todo el siglo xvii… si exceptuamos el caso del asesinato de Gaspar de Ezpeleta.

Efectivamente, el sistema simbólico del Xigamez contiene claves interpretativas del eufuismo que se suman al ingrediente budista, al griego, al esotérico y al erasmista, ampliando de manera notable la heterogeneidad semántica de su mundo ficcional. Como indica Lubomir Doležel5, es este uno de los rasgos definitorios de un verdadero mundo ficcional, compuesto a su vez por los submundos de cada personaje. En el caso de Xigamez, aunque nos encontramos con una naturaleza ficcional bastante homogénea (los buscadores de fortuna frente al mundo), a mitad de la narración aparecen claramente definidos dos mundos opuestos: el del antihéroe Mez y el de su oponente Quidi. Pero estos dos mundos no son solo opuestos, sino jerárquicos, por cuanto el influjo maléfico de Quidi sobre el protagonista modifica su suerte paulatinamente… hasta embarcarlo en el viaje definitivo hacia el cadalso.

Stanislaw Lem en la crítica del libro de Patrick Hannahan que ya he citado se decanta por la epopeya Gilgamesh como origen del libro escrito por el irlandés. ¿Cuál es la conexión que apunta Lem entre Gigamesh y Gilgamesh? Poco más que una razón morfológica en el título, la conversión de «Gil-» en «Gi-», y un paralelismo entre los protagonistas de la epopeya mesopotámica y los de la novela de Hannahan. Lem comenta también en su reseña de Gigamesh la vinculación bíblica del personaje traidor creado por Hannahan, N. Kiddy, con la figura de Judas Iscariote. Todo es posible si nos atenemos solo a la similitud del título…

Sin embargo, si nos ceñimos a la historia que cuentan Xigamez y Gigamesh, nos parece más plausible la cercanía argumental que guardan los dos libros con alguno de los jataka budistas. En un bajorrelieve de hacia el año 200 a. C. se nos presentan varias historias, una de las cuales muestra en esencia los arquetipos que utilizó Hannahan, quien a su vez se inspiró en la obra erasmista: los crímenes de Mez (el Maesch de Hannahan), el ambicioso protagonista; la traición de un amigo, Quidi (el Kiddy de Gigamesh) y el recorrido por las mancebías del amigo traicionado; y, finalmente, su ejecución. El investigador inglés Rhy Davides afirma que en la cordillera del Hindukush aún se escucha este cuento, cuyo núcleo central es el engaño y que termina con la moraleja, expresada en forma de dos versos, en la que se aboga por la prudencia: «Ten siempre cuidado del enemigo, pero tampoco te fíes del amigo». Podemos seguir fácilmente el rastro de esta conseja en la Antigüedad grecolatina y en los relatos medievales.

Es difícil explicar las coincidencias entre la cuentística oriental y la occidental, pues aún está por investigarse a fondo si estas narraciones son anteriores a la invasión aria de la India, de manera que caben dos posibilidades: que la versión occidental beba de la fuente hindú o que, por el contrario, se trate de una tradición narrativa europea trasladada a la India con la emigración, tradición que ha dado origen a estos cuentos. En cualquier caso, sabemos a ciencia cierta que, sin ir más lejos, el Panchatantra (siglos ii-vi d. C.), compilación cuentística hindú, hereda esta historia de traición y crimen, si bien como relato dentro de un orden en torno a un relato conductor, como ya demostró Victor Shklovsky6, uno de los artífices del Formalismo ruso. El viaje argumental que hace el cuento del pícaro traicionado, según esta teoría, sería de la India a Persia, de Persia a Siria, de Siria a Bizancio y de esta a Europa y al ámbito helénico. Todo apunta a que los jonios, desde Mesopotamia, fueron los que llevaron a Grecia estas historias. Allí, entre los siglos vii y vi a. C. aparecen los relatos del zorro y el mono escritos por Arquíloco de Paros en los que el zorro engaña a su antiguo amigo de correrías, el simio, quien termina devorado por el águila ya que el zorro se lo ha entregado. El relato del pícaro zoomorfo, el mono, que muere víctima de la envidia y de la astucia de otro animal más astuto que él, el zorro, se asemeja mucho a la trama de la Novela de Esopo, biografía de ficción del fabulista de Delfos.

Otra ruta pudo seguir el cuento del amigo traicionado: la ruta de las caravanas y las expediciones de mercaderes a lo largo del siglo x, cuando la lengua puente era el árabe y las Cruzadas difundían por Siria, Sicilia y España cuentos donde la amistad de los aventureros era emboscada y vendida a cambio del medro personal, en una suerte de darwinismo salvaje del Medioevo. El cuento aparece en el Disciplina clericalis, escrito por Moisés Sefardí, musulmán convertido al cristianismo en 1106 bajo el nombre de Pero Alfonso, quien viajó a Inglaterra donde fue médico de Enrique I —tampoco perdamos de vista este detalle—. La estructura del cuento, que recalca las relaciones de los hombres entre sí y, de resultas de ello, de los hombres con la muerte, volvió a aparecer durante la Edad Media en obras de Mateo Bandello, Geoffrey Chaucer, en el Libro del Caballero Cifar, en Donen lo fabliaux, en las Gesta romanorum, en Giraldo Cintio, en la Confessio Amantis, en don Juan Manuel, en el Arcipreste de Hita, en los Castigos y documentos del rey don Sancho, en Il Novellino de Massucio, en el Speculum Historiae de Vicente de Beauvais y en el Patrañuelo de Timoneda. Valga como ejemplo este fragmento del libro de los Castigos e documentos compuesto por el rey Sancho IV que principia con la historia de la traición entre dos amigos de correrías: «[…] debe ser homne buen lapidario en conocer bien los homes e en saber estremar el uno del otro, e en saber a cada uno aquello que meresce […]».

Fue don Enrique de Aragón, apodado el Infante Fortuna, virrey de Cataluña en 1480, quien ordenó su primera traducción al castellano del holandés. Conservado en la Biblioteca de la Academia de la Historia hasta el momento de su extraño robo en 1961, este volumen incorporaba xilografías de gran valor, donde los personajes principales, Mez y Quidi, aún conservan varios rasgos animales, aunque probablemente este Xigamez castellano del Renacimiento tenía más rasgos medievales que propiamente del siglo xv, siglo de los bestiarios bajomedievales. La ilustración en que aparece el ladino Quidi, pintado con los rasgos propios de la vulpeja, entregando a la justicia a su amigo Mez, muestra aún unas figuras hieráticas, cargadas de simbolismo y enmarcadas por las filacterias con inscripciones latinas propias de los emblemas; en este sentido señalamos algunas de estas sentencias que recogió Alonso de Bella Neda en el número 34 de la Revista de Filología: «Clara pacta, amicitia longa», «Ita amicum habeas, posse ut facile fieri hunc inimicum potes», «Si fueris pauper, quis tibi amicus?», etcétera. Este Xigamez incorporaba además comentarios de física, astronomía y medicina que la Inquisición pronto consideró como un peligroso acercamiento a la nigromancia. Cómo consiguió el audaz Infante Fortuna burlar el férreo control inquisitorial del primer Index, aún es hoy un misterio, así como las causas de su muerte. Aún hoy su vida sigue envuelta en la leyenda —algunas crónicas dicen que proyectó un viaje a la Luna y que, celoso de la hazaña colombina, llegó en una nave hasta el Ártico— y constituye el único enlace hasta la fecha entre el Medioevo y Erasmo de Rotterdam en el rastro de Xigamez.

Ante la fuerza imaginativa y gestadora de modalidades narrativas de cuentos como el Xigamez en las formas primitivas que hemos visto, el Concilio de Salzburgo de 1386 lo fija como nocivo y lo prohíbe, al igual que sucede en los concilios de Sens (1528), Milán (1565) y Burdeos (1624), estos últimos claramente antierasmistas. Ya he mostrado a través del fragmento inédito que Miguel de Cervantes sabía de la existencia cierta del Xigamez en Valladolid desde 1603, en pleno proceso de redacción del Quijote; y no solo conocía su existencia, sino que es evidente que accedió a un ejemplar en el cuarto de su vecino, el escritor Pedro Laínez. La versión de la que Laínez disponía era precisamente la impresa de tapadillo en Amberes en 1559 —lo sabemos por su testamento— y el convecino de Cervantes se esforzó cada noche hasta expirar en completar el texto con nuevos datos, historias y averiguaciones sobre la rivalidad mortal entre Mez y Quidi. Aquella noche de junio de 1605, cuando hacía un año de la muerte de Laínez, un moribundo Gaspar de Ezpeleta entregó a Cervantes en la casa de la calle del Rastro Nuevo un libro, un libro en «rama», sin encuadernar, que evidentemente iba a devolver a la viuda de Laínez y que nunca pudo entregar personalmente, abierto su vientre de una estocada lanzada por un embozado que lo aguardaba a las puertas de la casa. Ezpeleta venía de leerlo, de completarlo y de saborear sus páginas desde el palacete del marqués de Falces, su gran amigo, y sabía del riesgo que corría llevando consigo el Xigamez. Sin embargo, asumió el peligro y prefirió encaminarse en mitad de la noche, sin hacerse acompañar de sus criados, a entregar el ejemplar a la viuda doña Juana Gaitán, la mujer de Laínez, pues aunque su esposo hubiera fallecido desde hacía una año en raras circunstancias, era ella la única depositaria del ejemplar de Xigamez, un libro proteico que se iba transformando en manos de sus lectores, ora encuadernado, ora impreso, aquí manuscrito, allí en pliegos sueltos; lo que un crítico posmoderno llamaría un work in progress.

Toda una comunidad soterrada de lectores al margen de la ley se apoyó en aquel difícil momento en que el alcalde detuvo a todos los testigos del asesinato y cobró fuerzas renovadas. Esa comunidad estaba formada, entre otros, por Gaspar de Ezpeleta, doña Juana Gaitán —como depositaria de las funciones del último compilador del Xigamez, su marido Pero Laínez—, don Diego de Miranda, el marqués de Falces, el duque de Pastrana, doña Magdalena y doña Andrea de Cervantes —hermanas de Miguel— y el propio Miguel de Cervantes. Los agentes del Santo Oficio que en esos momentos peinaban la península a cambio de cuantiosas sumas de dinero buscando a fondo el libro, nunca lo encontraron; eran los mismos que mataron a Ezpeleta y, muy probablemente al bueno de Laínez. La lectura de Xigamez impresionó de manera notable a un Miguel de Cervantes cosido a deudas, traicionado por sus amigos y perseguido por el Consejo de Hacienda para cuadrar sus débitos.

Como ya hemos visto al inicio de este trabajo, Cervantes incluyó una clara alusión al Xigamez en una primera versión del Quijote, en el capítulo vi de la primera parte, versión que vimos cómo llegó a imprimirse furtivamente en las navidades vallisoletanas de 1604, pero que no llegó a encuadernarse, permaneciendo solo bajo la especie de un secreto (o no tanto) grupo de pliegos atados. Cuando Juan Gallo de Andrada, escribano del rey, da licencia de la tasa para la venta del Quijote el 20 de diciembre de 1604 en Valladolid, Cervantes todavía no había eliminado el comprometedor fragmento y tuvo que darse mucha prisa en hacerlo, si es que fue exactamente él quien finalmente se expurgó a sí mismo. ¿Por qué no pensar en el propio Ezpeleta o en el marqués de Falces? Tenían mucho más que perder que el arruinado alcalaíno. Once años más tarde se publicó la segunda parte del Quijote, en la que Cervantes se empeña en hacer alusión, si bien velada, a aquellos sucesos que conmovieron las noches pincianas, veladas a hurtadillas de lecturas prohibidas en alta voz. Aquí debemos señalar en el ámbito de las lecturas en alta voz a las comunidades de intérpretes de carácter interestamental, como era aquella de entre las casas del Rastro, donde nobles y plebeyos, amos y criados, beatas y valentones, estudiantes y escritores, se reunían cada noche, según indica el documento notarial del proceso. De nuevo el hálito libertario impulsaba una secreta reforma que alimentaba la literatura, la novela y la camaradería frente al poder opresor y coactivo del tándem Iglesia-Estado.

Aquellas gentes esculpieron imborrables personajes en la imaginación del autor de La Galatea, que los incorporó a la trama de sus obras. Pedro Laínez aparece inmortalizado en el capítulo xxii del Quijote como el hombre que conduce a Don Quijote y a Sancho Panza hasta la Cueva de Montesinos, el personaje del primo del licenciado, un humanista cuyo ejercicio consiste en «componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento para la república». Don Diego de Miranda, el vecino del cuarto alto al que interroga el alguacil en Valladolid, no es otro que Don Diego de Miranda, su homónimo en la ficción, también conocido como el Caballero del Verde Gabán. Eran todos ellos lectores clandestinos de libros prohibidos, preciados, escasos, aunque, al fin y a la postre, no eran sino libros de entretenimiento, como dice el del Verde Gabán, «que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que déstos hay muy pocos en España» (Quijote, segunda parte, cap. xvi). A esa clase de libros pertenece precisamente el Xigamez. Don Diego de Miranda era, pues, un personaje real, vecino de Cervantes en Valladolid, y pensando como lo hacía Azorín, pudiera ocurrir que se hubiera escapado de entre las páginas del Quijote y hubiera ocupado el cuarto alto de la casa del Rastro… o viceversa.

Si el personaje del Caballero del Verde Gabán tenía su correlato de carne y hueso, si el primo del licenciado y escritor que acompaña a Don Quijote a la Cueva de Montesinos se llamaba en realidad Pedro Laínez, no puede caber ninguna duda acerca del intento de Cervantes por trazar una red de signos y de correspondencias descodificables más allá de la fábula. El texto cervantino se muestra así como un campo sémico coherente que, junto al paratexto (prólogo, dedicatoria, tasa, etcétera), la biografía de Cervantes y su entorno en el momento de la escritura, ha de leerse en conjunto, como indica Lotman que ha de hacerse con toda la literatura: como un solo texto.

Es más que probable, habida cuenta de la alusión que hace el cura en el fragmento encontrado del Quijote y que he aportado como prueba de esta argumentación, que Cervantes ya conociera la versión erasmista de la obra erasmista de 1559. Si Cervantes concluye el Quijote en el invierno de 1604 y Ezpeleta muere en junio de 1605, el primero ya había leído el Xigamez en la versión que estaba rehaciendo el malogrado Laínez. Recordemos que, como señala maese Pero en el citado fragmento, se trata de un libro «[…] trasladado a la lengua castellana por Pero Laynez y que toca a la materia compilada por Erasmo Roterodamo y su escuela, con todos los saberes y mañas de un pícaro famoso, morisco aljamiado de nombre Mez o Mes, amigo de Cide Hamete Benengeli […]». Cuando Cervantes menciona de manera más intencionada al historiador arábigo Benengeli, el personaje metaliterario de la novela, indica que obtuvo el manuscrito del Quijote de un mozo que iba a vender unos cartapacios y unos papeles a un sedero, al que se los compra por medio real en el rastro de Alcaná de Toledo. ¿Es descabellado pensar, por la mención explícita que hace a Hamete Benengeli en el fragmento encontrado del escrutinio, que en ese cartapacio bien pudiera haberse encontrado Cervantes algún fragmento del Xigamez, si no todo él 
—la edición de Amberes de 1559—, y que incluso el propio Pedro Laínez le ayudara a completarlo en 1603?

¿Qué les sucedió a los que se relacionaron con el libro secreto? Laínez muere en circunstancias desconocidas y deja tras de sí una viuda y un legado escrito; Cervantes y Ezpeleta acuden a compartir ese legado: Ezpeleta también muere, asesinado, y Cervantes es encarcelado y obligado a confesar… hasta que es soltado sin cargos «en fiado», es decir, bajo arresto domiciliario, al igual que sus hermanas y doña Juana Gaitán; Diego de Miranda es obligado a abandonar la ciudad de Valladolid en el plazo de quince días… El alcalde y el crimen han disuelto una comunidad lectora mediante un mecanismo de control social e ideológico sobre la vida cultural. Como consta en los documentos no oficiales anexos al proceso y que obraban en poder del Santo Oficio, sacados a la luz recientemente, tras un concienzudo registro no se encontró rastro del Xigamez, un libro que el censor inquisitorial ya ­había calificado públicamente (y seguramente sin haberlo leído) de «falto de estilo y erudición, ofensivo a los oídos piadosos por su torpeza y obscenidad, pues no pocas de sus páginas están llenas de falso deleytar, de errores y chistes y ha de ser quitado de la vista y motivo de desprecio». Una mentira más en la larga carrera de despropósitos y atentados contra la libertad del Santo Oficio y la Administración, representada en el Consejo Real y en sus alcaldes, autoridades y alguaciles alguacilazos, que diría Quevedo. La intensa fabulación de Xigamez, su honda raigambre histórica, el conocimiento que transmitía, llevó a los inquisidores a entender el peligro que suponía para los lectores, ya que presentaba una narración libre, sin cortapisas formales de ningún tipo: una base verídica.

Quiero indicar aquí el punto de interés que atañe para Gigamesh la muerte del caballero Gaspar de Ezpeleta. Cervantes llega a Valladolid, capital del Reino, a mediados de 1603, requerido por el Consejo de Hacienda, y permanece en esta ciudad hasta pocos meses después del regreso de la corte a Madrid, en 1606. Allí pudo escribir, con toda seguridad, una parte significativa del Quijote, además de las novelas ejemplares El casamiento engañoso y El coloquio de los perros. Como ya hemos dicho, Ezpeleta volvía la noche del 27 de junio de 1605 de casa del marqués de Falces, como muestra el manuscrito del proceso de las averiguaciones que inició el alcalde y que se encuentra en la caja fuerte de la Biblioteca de la Real Academia Española7. Este manuscrito contiene el resultado de los interrogatorios hechos por mandato del alcalde sobre la muerte de Gaspar de Ezpeleta, caballero del hábito de Santiago. Como indica el documento, en la declaración que le toman a la hermana de Miguel de Cervantes, Andrea, ya se apunta la existencia de uno o varios libros en un cuarto alto —el equivalente al piso actual— de la casa donde vivía Cervantes y a la que se dirigía Ezpeleta aquella noche.

[…] Preguntada qué otros cavalleros visitan de ordinario a las dichas doña Juana Gaitán y demás, dixo que ha oído decir que las ha visitado el duque de Pastrana y conde de Concentaina, y que la visita era en razón de un libro que tenía […]

Más adelante, preguntada en el interrogatorio otra testigo, la doncella Luisa de Ayala, dijo:

[…] que de atrás ha entrado el duque de Pastrana y conde de Concentaina, que entraba por ocasión de un libro o dos que le ha dirigido, que compuso Diego [sic] Laínez, su marido […] Preguntada qué visitas han entrado en casa de Miguel de Cervantes, de día o de noche, dixo que en su cuarto ha entrado un portugués, que no sabe cómo se llama […] Preguntada si en el aposento de doña Mariana Ramírez entra don Diego de Miranda, dixo que le ha visto entrar algunas veces de un mes a esta parte […]

Por último, y para no hacer más hincapié en el documento notarial e invitar al desocupado lector a que acuda él mismo a las fuentes originales, recogemos el testimonio de Juana Gaitán, tantas veces aludida en el proceso de averiguación, vecina de Cervantes y de Diego de Miranda y viuda del supuesto compilador de Xigamez, Pedro Laínez, misterioso autor del no menos misterioso libro, a quien la doncella Ayala llamó como hemos visto, Diego Laínez, confesión fruto seguramente de la presión a la que el alguacil sometió a la interrogada:

[…] e que el dicho duque de Pastrana y conde la visitaban a esta confesante por razón de dos libros que tiene dirigidos al dicho duque, de las obras del dicho Pedro Laínez, su marido, […] y que ha más de dos meses que una tarde vio entrar hablando con el dicho Miguel de Cervantes a un portugués que se llama Simón Méndez, e otra noche sabe que ha estado allí don Fernando de Toledo. Preguntada de la amistad de don Diego de Miranda e doña Mariana Ramírez qué sabe o ha entendido, dixo que muchas veces ha visto entrar en el quarto al dicho don Diego de Miranda e que no sabe a qué […]

Es evidente que Miguel de Cervantes tuvo en su poder y durante al menos dos días las pertenencias que llevaba Gaspar de Ezpeleta, desde el momento en que fue herido y hasta su fallecimiento; de hecho, Cervantes suplica al alcalde desde la cárcel que «mande que vayan por unas calzas y un jubón y una ropilla, que tiene en su poder, de don Gaspar de Ezpeleta». Por otro lado, en ningún momento Ezpeleta culpó a nadie de sus heridas, a pesar de ser interrogado durante dos días enteros: sabía que podría complicarles la vida a sus amigos, a los lectores de Xigamez. El interrogatorio era una farsa montada por el alcalde —el brazo secular— en connivencia con la Iglesia: no les interesaba saber quién mató a Ezpeleta (ya lo sabían), sino a quiénes frecuentaba. El herido, a pesar de su gravedad, conocía de sobra que el poder del Santo Oficio en materia editorial era absoluto y aquello era un interrogatorio encubierto, un plan urdido para obtener la confesión de cuántos de aquellos testigos habían «contagiado» de Xigamez.

Para aquellos que todavía duden de la fuerza de la Santa Inquisición a comienzos del siglo xvii, diré que en tiempo de Cervantes, con el pretexto de la religión católica, la Inquisición intervenía en la vida de los ciudadanos y seguía ordenando espantosos autos de fe en los que se quemaba a algún luterano que otro, como el que tuvo lugar en Toledo el 8 de marzo de 1600, en el que, según relata el cronista oficial de Felipe II, Cabrera de Córdoba «[…] hubo treinta penitentes; uno de ellos se quemó y un francés de la Arrochela vivo por hereje […]»8. Hubo autos de fe en Logroño (1610), Granada (1615) y otros dos en Toleo (1615 y 1616). Cervantes también lo sabía, al igual que el agonizante Ezpeleta, y sus simpatías ­hacia la institución eran manifiestamente contrarias: nunca su arrojo fue tan grande como cuando, años después, arrepentido de no haber salvado del olvido a Xigamez al ­haberlo excluido de la impresión final del Quijote en un ejercicio de autocensura, escribió lo que sigue en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617)9 y lo puso en los dulces labios Zenotia. Resulta asombroso que pasara sin problemas la vigilancia inquisitorial:

[…] Salí de mi patria habrá cuatro años, huyendo de la vigilancia que tienen los mastines veladores que en aquel reino tienen del católico rebaño; […] Dígote, en fin, bárbaro discreto, que la persecución de los que llaman inquisidores en España me arrancó de mi patria: que cuando se sale por fuerza de ella, antes se puede llamar arrancada que salida. Vine a esta isla por extraños rodeos, por infinitos peligros, casi siempre como si estuvieran cerca, volviendo la cabeza atrás, pensando que me mordían las faldas los perros, que aun hasta aquí temo […]

Mateo Alemán y Francisco de Quevedo también denunciaron en sus obras de ficción esta situación por boca de sus personajes. Arriesgado empeño, en cualquier caso, ante la posibilidad de caer bajo la jurisdicción de la Inquisición; en definitiva, de ser condenado por here­je. El Cervantes del primer Quijote no era el anciano del Persiles, un hombre que ya no temía decir la verdad sobre los agentes inquisitoriales —«mastines veladores», «perros»— porque sentía muy próxima su muerte, como escribe en el prólogo de la obra, fechado en abril de 1616: «¡Adiós, gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida!».

Es ésta, la de Xigamez, una fábula rodeada de un gran misterio. Un volumen escrito en prosa narrativa, lo que un anglosajón denominaría fictional writing, un libro de recreo, entretenimiento y sabiduría que sigue la Poética de Aristóteles: aquellas historias fabulosas, aquellas historias que, aun siendo ficticias, bien pudieran haber sucedido. La historia del delincuente y pícaro de germanía, paradójicamente un sabio en todas las artes y ciencias, que llega al punto de matar a las doncellas de la corte y a las prostitutas y que es finalmente traicionado por su mejor amigo; el relato del buscador de fortuna y jugador de naipes, cuya existencia vinculada a Mefistófeles se ve truncada por el engaño y la intervención de la mano de la justicia; la obra de setenta y tres pliegos, cuyo origen se encuentra en gran medida en la prolongación del placer de la escritura y la lectura ad infinitum; el libro inacabado capaz de adaptar las coordenadas espaciotemporales de su trama a la época en la que una nueva pluma tome la tentativa de acabarlo «y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete», que diría Cervantes; todo eso es Xigamez y, por ende, su forma evolucionada Gigamesh. Es decir, son obras verosímiles como es verosímil la traición de la amistad en torno a la cual gira su trama argumental. En el sentido que señala Francisco de Cascales en sus Tablas poéticas10 era, sin duda, una obra poética, una imitatio, una traslación de una obra clásica que como tal influyó en la concepción narrativa de Cervantes y en la de toda la literatura nacida a su amparo (que es toda la Literatura, dicho sea de paso): «Si tú traduzes en prosa el Eunuco de Terencio —dice Cascales—, tan poeta serás como si le traduxeras en verso».

Se consideraba Xigamez como una obra fronteriza entre diferentes géneros que refundía material anterior, más peligroso cuantos más controles y resortes del poder hubiera burlado. Bajo la aparente forma de libro de facecias, los agentes inquisitoriales persiguieron tales libros, como hacían los bomberos de Farenheit 451 de Ray Bradbury con todo libro impreso: lo buscaban, lo encontraban y lo quemaban. Esta clase de libros, de fábulas en prosa, eran continuo motivo de desasosiego entre las auto­ridades civiles y eclesiásticas, porque destruían los muros de contención ideológica que estas autoridades habían construido con tanto afán.

A finales del siglo xvi y comienzos del xvii, los acusados por la Inquisición que sabían leer poseían una «biblioteca» de un promedio de casi tres impresos, incluidos los pliegos poéticos: el trasiego de libros en una casa podía despertar la más leve sospecha y convertir la vida del lector en un infierno en la Tierra. En definitiva, ¿quién fue el verdadero autor de Xigamez? El Infante Fortuna, Francisco Thámara, Guillén de Brocar, Erasmo de Rotterdam, Pedro Laínez, Ben Johnson… son algunos de los nombres que parece que contribuyeron, de manera más o menos anónima por temor al Santo Oficio, a la forja de Gigamesh, tal y como hoy lo conocemos. Humanistas que concibieron el libro como un campo semántico ilimitado, abierto a todo tipo de posibilidades, una fábula en prosa políglota erigida a manera de una cámara de maravillas, un gabinete de curiosidades levantado sobre el papel. Xigamez ha representado junto al Quijote un papel fundamental en la creación de lo que, a partir del año 1800, se llamó literatura: el encuentro, ni más ni menos, que de una amplia gama de prácticas discursivas. Todo parece indicar que la «función autorial» que denomina Foucault no aparece hasta el siglo xx, con la fijación definitiva de Patrick Hannahan, una fecha bastante tardía para la aparición del autor, teniendo en cuenta que la Inquisición desapareció a finales del siglo xix (1834-1835 en España, pero en Alemania fue suprimida mucho antes, con el advenimiento de la Reforma, y en Francia en 1598). Si, como postula Roland Barthes, el nacimiento del lector supone a su vez la desaparición de quien escribe, esto es, la muerte del autor, no cabe duda de que Gigamesh fue más leído de manera clandestina desde los siglos xv al xix que en el xx, cuando un escritor irlandés se atrevió a rubricarlo en su última versión.

Pero la pregunta más importante sigue aún abierta: ¿dónde está Xigamez? ¿Cómo es posible que no exista a día de hoy ningún ejemplar conocido? Por lo que he podido comprobar, Xigamez era una obra que se iba transformando, que basaba su evolución textual —en el sentido que le da Lotean— en la continua metamorfosis, que iba modificando no solo su contenido, sino también su formato para esquivar a los censores y adaptarse a las tendencias literarias de cada época con cada lector; si esto es así, no tiene nada de particular pensar que el libro que escribió (completó, reescribió, trasladó, refundió) el ínclito Patrick Hannahan y que reseñó aquel bibliófilo soñador llamado Stanislaw Lem no fuera otro que… Xigamez.


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