Xuan Bello
Hace tres años, con motivo de su 80 cumpleaños, la revista Clarín me propuso hacerle una entrevista a Ángel González. Se la hice, en la cafetería del Hotel El Magistral, pero nunca llegué a transcribir las palabras del poeta, que hoy me sonarían si cabe más llenas de sentido y emoción, y la cinta magnetofónica, con dos horas largas de charla, se me quedó en el cajón de los proyectos como tantas cosas importantes que algún día, si el azar y la necesidad tejen su red, me vería en el punto de hacerlas; me había propuesto, en la mañana del entierro civil de Ángel González, transcribir la entrevista y comprobar esa cercana reserva que tenía su voz: me parecía la mejor forma de homenaje a un poeta que, a pesar de todas las apariencias, no ha muerto. Ha muerto el amigo, el compañero de farra, el devoto amante, el sutil merodeador de la realidad que era Ángel González: el poeta, ya les digo, sigue vivo. Las cenizas que esparcieron sus cómplices más cercanos son las cenizas del amigo, no las de quien supo decir el áspero mundo en solución de armonía. Basta con que abran sus libros, amigos lectores, para que las palabras respiren, para que un tiempo distinto a este cobre vida en sus vidas. Me había propuesto, ya digo, quedarme en casa, aplicado en el licor del ayer, que sabe a memoria y amistad, dándole forma a aquella conversación que, recuerdo, comenzó en las luces de Rubén Darío, tan coruscantes, y acabó en el mismo antes de ayer de la poesía, que casi es hoy y es aún todavía; pero al final, ya se sabe, a uno le puede el momento, la fatiga del momento: ¿me perdonaría acaso no estar donde debería estar, diciéndole adiós a quien, sin exageración ni imprecisión ninguna, puedo llamar grande?