Ana Rodríguez Fischer
Pocos —o ninguno— de quienes lo hayan leído cuestionará que en el holandés Cees Nooteboom (La Haya, 1933) tenemos una impar expresión de la figura del escritor, viajero contemporáneo, tal vez solo igualada en originalidad e intensidad por las de los fallecidos Chatwin y Sebald. En Hotel Nómada (Siruela, 2002) —libro que reúne un conjunto de muy variados relatos de viaje por los confines del Sáhara, la tierra lunar de Malí, La Bolivia amarga o las pirámides del Sol y la Luna en Teotihuacán—, Nooteboom vincula el movimiento —viaje— con los requisitos necesarios para poder escribir, ya que el movimiento es condición de la calma:
Hace mucho tiempo, cuando aún no podía saber lo que sé ahora, opté por el movimiento, y más adelante, cuando ya sabía mucho más, comprendí que este movimiento me permitía encontrar la calma indispensable para escribir, que el movimiento y la calma, en cuanto unión de contrarios, se equilibran mutuamente, que el mundo –con toda su fuerza dramática y su absurda belleza y su asombrosa turbulencia de países, personas e historia– es un viajero él mismo en un universo que viaja sin cesar, un viajero de camino a nuevos viajes…