José Luis Atienza Merino
Cuando hace meses acabé la lectura de Les Bienveillantes, la célebre novela de Jonathan Littell, que en el otoño de 2006 recibió los dos galardones más importantes de la literatura francesa, el Gran Premio de la Academia y el Goncourt, y cuya traducción al castellano RBA había prometido para comienzos de 2008 pero ahora anuncia —¡hagamos caja cuanto antes señores y mejor en Navidad! (en Francia Gallimard parece haber vendido en un año no lejos de un millón de ejemplares)— para el 7 de noviembre de 2007, la primera de mis urgencias fue darme un largo baño purificador, que hubiese aderezado con sales minerales y aromas florales de haber tenido esos productos en las repisas de mi cuarto de aseo. Tenía necesidad de limpiarme de los olores a cuerpos putrefactos, carne incinerada, sangre, mierda, orines y vómitos, de los que me había impregnado durante las repetidas, interminables, terribles y crudas escenas a las que había asistido en primerísimo plano y de las adherencias sobre mi piel de esquirlas de huesos craneanos y restos de masa cerebral que me habían alcanzado durante las frecuentes ejecuciones masivas que había contemplado allí donde el autor me había colocado, al borde mismo de las inmensas fosas colectivas excavadas poco antes por las manos de los mismos judíos que, bajo el efecto de las balas, descerrajadas frecuentemente a bocajarro en la frente o en la nuca, caían inánimes en ellas sobre el fango enrojecido y los cuerpos aún tibios de los que les habían precedido, y también de las salpicaduras de semen y otros fluidos corporales efecto de la impuesta asistencia a los violentos, fríos y deshumanizados encuentros sexuales de Max Aue, el oficial de las ss protagonista de la novela, o del paso, en su compañía, bajo los cadáveres calientes y desnudos de ahorcados «cuyas vergas hinchadas todavía eyaculaban».
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