Ricardo Martínez-Conde
Dicen que en estos días se puede observar en nuestro cielo marino del norte peninsular las nubes de nácar. Son unas nubes melancólicas, blandamente blancas, de un movimiento apenas perceptible —su aparente quietud no expresa movimiento a la mirada, pero sí la sensación de vida, otra forma de movimiento—. Son más propias del norte boreal, pero tal vez debido a los desconsuelos de la atmósfera, aquí se pueden apreciar en ocasiones.
En Túnez, un país también próximo al mar, no se aprecian estas nubes de rara hermosura ingrávida, pero sí otras de una virginidad casi alegre; menudas, distantes, parecen sonreír en ocasiones, y otras entoldan el cielo en un tono más prosaico-para proteger el paisaje del sol desnudo y persistente, aunque en febrero estemos todavía lejos de la canícula. Lo que puede decirse de este país enclavado en la costa sur del mar de la cultura, el Mediterráneo, es que es un lugar que guarda con respeto, dentro de la actualidad más cotidiana, la nostalgia de otras culturas. Hay, en sus construcciones, en el gesto de sus gentes, como un vivir horizontal propenso a un equilibrio realista, a una armonía dentro de lo que, obviamente, han de ser los intereses propios de un pueblo activo, apacible en el trato, intrínsecamente comercial…