Autor: 9 julio 2008

La gata K. duerme en un sillón, a mi lado, hecha un ovillo. Una cosa es cierta: pese a su felina independencia, busca y solicita nuestra compañía. Tiene toda la casa para explorar, hay un calefactor encendido en otra habitación, hay cojines más mullidos en otras zonas de la casa, y una manta en la que arrebujarse, y diversos objetos más o menos peludos y blandos distribuidos en otros tantos lugares estratégicos, para su regocijo. Pero un inexplicable instinto gregario, contrario —creo— a sus instintos naturales, la lleva a permanecer junto a mí y cerca de lo que debe ser, para su curiosidad infinita y siempre alerta, una molestísima sucesión de ruidillos insidiosos e intrigantes, los que hago mientras escribo. De vez en cuando salta a la mesa y acecha los vaivenes del cursor sobre la pantalla luminosa del ordenador. O se da un garbeo tras el monitor, rozando el lomo con la rejilla tibia del aparato. Me da un poco de vergüenza confesarlo, pero, en tardes como esta, en las que estar aquí supone una especie de opción inconfesable por la soledad, ella me absuelve, me acompaña, me vacuna contra ese especie de olvido de uno mismo al que conduce la soledad buscada. La veo y asumo mis responsabilidades de animal gregario. Y le acaricio el lomo, aun sabiendo que ella es también una solitaria, y no siempre le gusta, y a veces intenta morder la mano que la mima.

Los excesos, como todo en esta vida, también se rigen por teorías y principios absolutamente personales e intransferibles. Como los de la gata K., por ejemplo: pasó buena parte de las horas previas a la cena navideña pendiente de los preparativos, encaramada a una banqueta de la cocina y relamiéndose anticipadamente ante los excitantes olores que iba percibiendo. Apiadada de ella, M. A. le pone junto al cuenco de su comida unos recortes de salmón, que ella recibe con gran entusiasmo. Pero, apenas los ha probado, vuelve a su banqueta, a seguir acechando los preparativos y, si es posible, aprovecharse de algún descuido nuestro para robar algo de la encimera. Para ella, las presas verdaderamente valiosas son esas: las debidas a su paciencia y agilidad, y no las otras, las que, vistas en el suelo, en una bandejita de papel plateado, tienen, la verdad sea dicha, un aspecto muy poco apetecible.

K. sufre mal de amores, y de la peor clase: la que no tiene objeto definido. Maúlla tristemente y acepta nuestras caricias como un consuelo insuficiente, que no afecta al motivo de su malestar. Que tiene carácter fisiológico, sí, pero se manifiesta más bien como una nostalgia infinita de algo que no puede ser mera fisiología, y que debe de parecerse mucho, en su mente gatuna, a un anhelo de selvas lejanas, de carreras ardorosas tras un topillo o una lagartija, de olores intrincados y rumores espesos…

Yo también me sentía como ella cuando tenía el equivalente a su edad. Y también ahora, en fin, en ocasiones. Pero he aprendido a no maullar innecesariamente.

Cacerías de K.: una jirafa de peluche, una foca de lo mismo, cobradas ambas en la sabana que constituye la cama de C., su cazadero favorito. Todos los días, cuando llego a casa y veo las piezas junto al recipiente de comida para gatos, constato que la imaginación no es, en absoluto, un don exclusivo de los humanos.

También un gato puede hacernos chantaje emocional. Lo que dice mucho, no tanto de los gatos, como de nosotros mismos.

Pequeño disgusto doméstico, que abunda en ese mismo clima de constatación de la propia fragilidad y la inconsistencia general de lo vivido: la gata K., acostumbrada a saltar sobre la tapa del ya caduco equipo de sonido, lo hace estando esta levantada y aterriza sobre el disco de vinilo que escuchábamos: el álbum Déjà vu, de Crosby, Stills, Nash y Young, uno de mis favoritos. La aguja produce un chirrido agónico, la gata se asusta y no acierta a encontrar apoyo firme sobre la superficie giratoria. Resultado: sus uñas quedan marcadas en el disco. Lo pongo de nuevo, con el corazón encogido lo oigo sonar. Milagrosamente, el arañazo no es lo bastante profundo para haber estropeado la grabación.

«La gata desaprueba tu música», remata C., con la característica impiedad de las adolescentes.

A este otro gato lo han «operado» (valga el eufemismo) a los once años; es decir, a una edad que, en términos gatunos, roza la senectud. Al parecer, sus dueños se acaban de mudar de casa y el nuevo entorno abunda en gatos, lo que ha traído no sé qué promesas tardías de alegre promiscuidad al hasta entonces morigerado varón, que ha empezado a comportarse como un gato joven, a maullar melancólicamente y a mearse por los rincones para hacer valer sus derechos territoriales. No se lo han consentido, claro. Ahora el ex viejo verde nos mira con sus ojillos anestesiados desde el portillo de su transportín. Nos hemos cruzado con él en el vestíbulo de la tienda de animales, a la que hemos venido a comprar comida para K. Tomo nota del castigo que merecen ciertas expansiones tardías. Y salgo corriendo de allí, con el rabo entre las piernas.

Viendo a K., su bendita elasticidad, sus movimientos silenciosos, la maravillosa candidez y simplicidad de sus instintos, piensa uno que, como prototipo para una creación futura, no estaría mal el modelo antropomórfico que sugieren cuentos como El gato con botas: postura bípeda y don de la palabra, sí; pero también rabo y bigotes, y pelo por todo el cuerpo. Y mentalidad gatuna.

Cuando, por algún motivo, es necesario cerrar la puerta de la habitación en la que se encuentran sus cuencos de comida y agua, K. se muestra inquieta, aunque esté recién comida y pueda suponérsele ahíta. Husmea con gesto preocupado la puerta cerrada, pega el hocico a la junta, tantea el obstáculo y, al cabo, maúlla en un tono en el que se mezclan perfectamente el desconsuelo y la protesta. Cuando le abrimos la puerta se dirige rápidamente a sus cuencos, bebe un sorbo de agua, mastica su pienso ruidosamente. Y luego se vuelve por donde ha venido, satisfecha de haber podido constatar que, pese a la crisis pasajera, los grandes referentes en los que fía su supervivencia siguen intactos. Qué humanos me parecen esos desesperos, esos desconciertos, esa ufanía tan inmotivada como los sentimientos de angustia que la precedieron.

Lo mejor de ser gato es poder dar cuenta de la presencia de otro con sólo reorientar una oreja, sin volver la cara ni mover ningún otro músculo del cuerpo. Pero mejor no contar con ese recurso, del que nuestra K. hace un uso tan ostentoso: cuántas ofensas infligiríamos, no siempre involuntarias, si diésemos cuenta de los otros con ese gesto minimalista; y qué engreídos acabaríamos volviéndonos.

Hacía meses que no lo intentaba. Pero ayer vio la ocasión propicia: mi hija se demoró más de la cuenta en despedir a una amiga, y K. salió corriendo y enfiló las escaleras como alma que lleva el diablo, o como si le hubieran puesto delante un ratón, el primero de su vida. Y yo, que no había querido asomarme para que aquella muchachita desconocida no me viera en zapatillas, hube de salir corriendo en pos de la gata. Llegué a la planta baja, sin encontrarla, e incluso bajé hasta la puerta del garaje, sin resultado. Entonces la oímos maullar a la puerta del vecino del primer piso; es decir, en lo más parecido que encontró a nuestra propia puerta, una vez perdidas las coordenadas. El corazón le palpitaba con fuerza. Pero lo más curioso es que, cuando la volvimos a dejar en el suelo, ya en nuestro piso, agitó el rabo de ese modo característico que indica enfado en los gatos: hacia un lado, dando golpecitos insistentes contra el suelo. Estaba ofendida, como una adolescente tonta. Se creía que le habíamos cerrado la puerta en las narices. Y no acertaba a perdonárnoslo.

Eso fue ayer. Y hoy, como para contradecir una frase que leo en los diarios de A. T., en la que este afirma que es inútil ponerles nombre a los gatos, porque no acuden cuando se les llama, la llamo en voz alta y me contesta con un maullido; y luego viene al trote, se encarama en mis rodillas y allí se queda, ronroneando, mientras yo termino la lectura y empiezo a darle vueltas a la reseña que he de escribir. Si uno fuera un crítico puntilloso, en fin, ya tendría algo que reprocharle a A. T.: que los gatos que él trata no se portan igual que los que uno frecuenta.

La gata K. a los pies de mi cama de enfermo. Supongo que tiene sus propios motivos para estar ahí. Pero uno no puede evitar atribuirle un humanísimo propósito de compañía. Que no admite extralimitaciones, por otra parte: cuando la acaricio, se revuelve y me muerde; sin apretar demasiado, eso sí.

Tal vez sea por acordarse de su ingrata experiencia con la veterinaria: el caso es que K. olisquea a los médicos con desconfianza; no digamos ya lo que traen en el maletín.

El disgusto que nos dio K. cuando la sorprendimos en el pasillo con un pájaro muerto en la boca. Lo había cazado en el balcón. Intentamos quitárselo, pero defendía su presa con uñas y dientes. No parecía que quisiera devorarla; nos consta, además, que no sabe desgarrar una presa grande: de hecho, cuando le damos algún bocado de nuestras sobras, como golosina, sabemos que es incapaz de comerlo si previamente no se lo desmenuzamos. Es una gata casera y remilgada, de la que no cabe esperar que hunda el belfo en una presa para arrancar un trozo de carne. Por eso resultaba aún más doloroso verla jugar con el cadáver del pobre pajarillo: lo lanzaba al aire y lo dejaba caer al suelo, para lanzarse de nuevo sobre él. Finalmente, después de largos minutos de desconcierto y disgusto por nuestra parte, M. A. le arrebató la presa y la tiró al cubo de la basura. Y la gata , ya calmada, se tumbó en el suelo cuan larga es y quedó como en trance, bajo el efecto, imaginamos, de toda la adrenalina liberada durante su lamentable hazaña.

K. se ha hecho más independiente y selectiva, y se ha acostumbrado a pasar largas horas sola, en sus rincones preferidos. Que uno de ellos sea el lado de la cama en el que duermo me da que pensar. Tal vez huelo a gato.

Cuando hunde sus colmillos en algo que tiene piel, vísceras, esqueleto, K. se siente más fiera, y lo demuestra: si uno le toca el lomo en esas ocasiones, vuelve el morro con intención de morder. Le hemos dado un boquerón y observamos el efecto. No sin sospechar, en fin, que también le echa un poco de teatro. Como hacemos todos.

El balcón tiene puertas a dos habitaciones. Y como esta noche, por el calor, las hemos dejado abiertas, K. no ha hecho otra cosa que completar una y otra vez el circuito compuesto por las dos habitaciones, el balcón y el tramo de pasillo que cierra el recorrido. En el duermevela a que nos fuerza el calor, la sentimos pasar de un lado a otro, tan concentrada en su propósito que se diría que este reviste para ella una desusada importancia. Al fin y al cabo, es lo que tratamos de hacer siempre: asegurar, antes que nada, la redondez del propio universo; y recorrerlo con la seguridad de que, cuanto más nos alejamos del principio, más cerca estamos de él.

En agosto todos los gatos actúan como si vivieran sobre un tejado de cinc caliente; quiero decir que, en cuanto el clima lo permite, todos se meten en la piel de Liz Taylor cuando hizo la versión cinematográfica de la famosa obra de Tennessee Williams. Y más si son gatas: basta que encuentren el balcón abierto, incluso al mediodía, para que se hagan una rosca a pleno sol y absorban en el pelaje todo el calor que un ser vivo puede soportar. «¿Qué saca una gata de estar sobre un tejado de cinc caliente?» le preguntaba Paul Newman a la Taylor en la mencionada película. «Nada: sólo el hecho de estar allí», le contestaba ella. Pero yo miro a la gata, la veo pasearse por la casa con todo ese calor que se ha echado encima, como uno de esos vagabundos que llevan abrigo en pleno verano, y sé que su propósito va más allá. Que atesora sensaciones, digamos, para cuando falten. Y que, en su memoria gatuna, éstas aflorarán sin esfuerzo cuando llegue el invierno y, a falta de sol, la gata se arrime temerariamente al calefactor o a la chimenea. Para eso está el verano: para atesorar esas imágenes gratas que luego buscaremos con más o menos esfuerzo en épocas menos propicias. La de una playa llena de gente desnuda; la de una noche a la intemperie; la del mar como un lecho fresco e inmenso. Luego llega el invierno y los gatos (quiero decir, nosotros), sustituiremos esas plenitudes por sus versiones íntimas y domésticas: la desnudez bajo la ducha o las mantas; la noche al otro lado del cristal; y el mar, no ya como un lecho acogedor, sino como una sima que ansía devorar cuanto se le arroje.

Pero es agosto y los gatos disfrutan de las benignidades extremas de la estación. Cuando se cansan de absorber calor, se tumban en las losas frías, muy estirados, y experimentan el placer de diluirse; es decir, la sensación de que algo así como un exceso de ellos mismos, un sobrante del yo, es transferido gratuitamente al medio, igual que el calor pasa al terrazo frío. También nosotros lo hacemos: la circunspección estalla en camisas floreadas, la seriedad de los calcetines negros cede a la frivolidad del pantalón corto. Que son también maneras de diluirse, de descargarse de un exceso de individualidad. A un paso, en fin, de la disolución suprema, que tan bien fingen los gatos cuando yacen estirados, tiesos, como sus congéneres que han terminado sus días en una cuneta.

Pero los gatos son tan reacios a la tragedia como reticentes a la comedia. Si a veces hacen reír, es siempre involuntariamente, y la risa es más una desmesura del espectador que algo derivado de una imposible pérdida de dignidad por parte de ellos. En agosto los gatos, como nosotros, se empapan de la razón de ser de los ciclos naturales. Los aceptan sin más. Y, bien pertrechados, esperan resignadamente lo que tenga que venir. Como nosotros. ■ ■


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