Andrés Trapiello
Al poco de aparecer en castellano este libro que el lector tiene en sus manos, y desde luego antes de que lo hubiesen leído la mayoría de quienes empezaban a hablar de él, circularon por la pequeña sociedad literaria española algunos comentarios, recelosos unas veces y maliciosos otras.
Cierto que era una osadía «continuar» el Quijote, tanto como hacerlo en «la misma» lengua en que había sido escrito este, pero lo cierto es que mi libro ni está ni podría estar escrito en «la misma» lengua de Cervantes ni tampoco podría ser «una continuación» de algo que el propio Cervantes dejó cerrado y bien cerrado en las últimas páginas de La segunda parte del Ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
Que la lengua que hoy hablamos cuatrocientos millones de personas no es exactamente la misma que hablaba Cervantes lo prueba el hecho de que a la mayor parte de quienes intentan leer el Quijote hoy tal y como Cervantes lo escribió les resulta muy fatigoso hacerlo, y no lo comprenden en absoluto. Por otro lado, cualquier remedo de escribir como él, tentación en la que a lo largo de los últimos doscientos años han caído algunos escritores y eruditos incautos, habría dado un pastiche inaceptable. Y sin embargo el lector portugués, francés, italiano o chino de mi libro lo leerá en una lengua, la suya propia, en la que ha leído acaso no solo a Cervantes, sino a Thomas Mann, Proust y otros mil autores más, contemporáneos o antiguos, grandes o insignificantes. Quiero decir que este libro le parecerá al lector portugués en cuanto a la lengua como tantos otros leídos por él, acaso mejor, acaso peor, eso es indiferente para lo que venimos diciendo, y habrá de juzgarlo sin que la lengua original sea un escollo demasiado importante. Todos los lectores tenemos la experiencia de haber leído grandes libros en malas traducciones, lo que a menudo no nos ha impedido comprender el sentimiento en el que fueron concebidos. Y también tenemos la experiencia contraria, que una buena traducción mejoraba el original, haciéndonoslo aún sentimentalmente más cercano. Borges, por ejemplo, confesaba leer el Quijote en cierta traducción inglesa, lo que sin duda explica su propio estilo, condenado asimismo a desaparecer cada vez que se le traduzca. Este libro mío, fatalmente a años luz de su modelo, ha sido escrito no menos fatalmente en castellano, pero traducido ahora a una lengua tan próxima y adecuada a su sentir como el portugués, qué duda cabe que saldrá mejorado en muchos pasos.
De la prueba de escribir en «la misma» lengua que Cervantes creo, pues, que este libro salió más o menos airoso, cuando comprobaron que no era la lengua de Cervantes, sino otra, acaso perfumada por aquella, pero con su propia naturalidad, quiero decir, con su propia modernidad. Y por eso me alegro cada vez que me llega la noticia de que este libro deja provisionalmente su propia lengua, porque los lectores de la nueva no tendrán la tentación de perder el tiempo comparando la letra, y atenderán únicamente al espíritu de la letra. Y llegados a este trance, yo ya puedo decir bien poco, dejándole toda esa tarea al lector.
En cuanto al otro asunto, el haber escrito «la continuación» del Quijote, dio pie a algunos para verter sobre este libro mío y con la mayor celeridad de que fueron capaces la sospecha de «avellanedamiento», ilusionados acaso de que uno hubiese añadido a la segunda parte del Quijote original lo que Avellaneda, contemporáneo de Cervantes y enemigo suyo, perpetró con la primera, o sea, un abominable engendro falto de gracia y lleno de mala intención para su autor y, lo peor de todo, para los personajes del libro, a los que denigró y envileció cuanto pudo y quiso. Fue entonces cuando dije en algunas entrevistas que se me hicieron, que en realidad la literatura avanzaba por «continuaciones», y que continuación de Homero era Virgilio, como de Virgilio lo era Dante, y que el propio Quijote era una continuación de todas las novelas de caballería, y en cierto modo su culminación. Naturalmente expresé estas ideas con la voz lo más apagada que pude, para evitar en lo posible llamar la atención y despertar la indignación de los furibundos, y desde luego mucho más apagada que la del amigo académico y cervantista que acaba de repetirlas hace unos días en un periódico español, agradeciéndole yo por ello el viático, aunque este habría sido de más ayuda de haber llegado un poco antes. Lo que no dije entonces, ni podré decir ahora es si el libro es sólo una continuación o algo más, como lo fueron en su día las obras de esos insignes antecesores. Dilucidarlo es otra de las tareas que le quedan encomendadas al lector.
Finalmente quiero expresar la alegría que le produce a uno saber que los personajes de este libro van a conocer la nación portuguesa, como la conocieron también y en fecha muy temprana los originales don Quijote, Sancho Panza y toda la caterva cervantina.
Un libro como el Quijote, que ha propiciado tantas ocurrencias descabelladas y tantas teorías lunáticas, acaso soportará una más. Lo extraño sería que no se le hubiese ocurrido a otros antes. Pienso, por ejemplo, en Unamuno, tan lusófilo, y me parece recordar que en alguna página suya llega a decir algo parecido. Si no es así, si todo es fruto ahora de mi imaginación o de mi memoria ficticia, creo modestamente que podría haber sido una idea de nuestro don Miguel de Salamanca, y desde luego él la habría sabido desarrollar con mucho más talento que yo. Aquí va: el personaje de don Miguel de Alcalá, ese don Quijote que para Unamuno valía más que el propio Cervantes, era portugués. Es posible que Cervantes se inspirase en cualquiera de los hidalgos pobres de La Mancha, pero sin duda le insufló el alma portuguesa, que conocía bien de los muchos viajes que le llevaron a traspasar la raya de Portugal, en aquellos años en los que el rey Felipe cometió el más grande de sus yerros políticos, a saber: no haber llevado de Valladolid o Madrid a Lisboa la capitalidad del reino.
Decía nuestro José Bergamín que tras la separación de los dos reinos, los fandangos y la pólvora se quedaron de esta parte del Mediterráneo, yéndose la tristeza, el fado y la melancolía a la del Atlántico. «Nos dejaron esta odiosa alegría, que no se puede aguantar», decía Bergamín literalmente, «y se fue con ellos el dolorido sentir». Con la rabiosa alegría nuestra se quedó cierto realismo zumbón, sarcástico y cruel. Al idealismo cervantino le había vencido definitivamente el ramplón e interesado pragmatismo quevedesco. Con la saudade se nos fue la finura de espíritu y el silencio. De ese modo el silencioso (que no mudo) don Quijote solo podría ser portugués; Sancho, solo español. Cervantes vino a unir las dos tierras y las dos almas en un mismo cuerpo, el de su libro.
Dejo aquí estas consideraciones para aquel que encontrándolas sugestivas quisiera desarrollarlas. Como esta otra: en Obras son amores, comedia de Pedro de Navarrete, contemporáneo de Cervantes, uno de los personajes que aparece es don Quijote de La Mancha, figura familiar para el público de los corrales. Trascurre la acción en una posada de Puertolápice. En cuanto don Quijote hace su aparición, se forma en derredor suyo una animada asamblea de gentes que tratan de embromarle. Don Quijote, que viene triste de su derrota, no está para demasiadas burlas y zanja aquella algarabía. Y él, que había dicho, «yo sé quién soy», no tiene empacho en comenzar afirmando con gravedad: «Como el rey don Sebastián, / de una figura más triste / todavía que la mía»
Y no digo más. ■ ■