Andrés Barba
Las manos pequeñas
Anagrama, Barcelona, 2008
Ya desde la portada, con la reproducción de esa fotografía de la genial Diane Arbus, esos niños con las caras tapadas, ocultos los rostros con una especie de siniestras bolsas de cartón, máscaras que ocultan menos de lo que muestran, se intuye por dónde pueden ir las cosas. No es una historia inocente: así lo sabemos ya. Y sí, efectivamente, por ahí van los tiros. No falla la intuición.
No hay engaño, no hay doble cara, ni dobleces. La inocencia se pierde ya en esa primera línea, magistral: «Su padre murió en el acto, su madre en el hospital». A partir de ahí, comienza el viaje sin retorno, la aventura salvaje, todo cuesta abajo, el despojamiento de cualquier atisbo de inocencia, de cualquier rasgo de dulzura. El terror cotidiano, como tan magistralmente supo retratar Diane Arbus en sus fotografías, hace su aparición, la belleza cruel de todo eso, también. Aquellas fotografías de marginados que no escogieron su destino, de travestis en sus destartalados camerinos, de subnormales, de nudistas, de perdedores sin redención. La otra cara de América, la otra cara del mundo. Y también, como aquí, fotografías de niños. Niños raros, particulares, especiales. Niños nada inocentes. Siniestros, en ocasiones. Casi diabólicos, en otras. Muñecos a la deriva, existencias al límite, desposeídas del lado bueno de la vida. Como la de ella, Marina, siete años aún, la protagonista de esta terrible historia, que contiene toda la violencia del ser humano, la soterrada y también la que está ahí, al alcance de nuestros ojos.
Inquietante y turbadora, intensa y provocativa, profundamente poética y bellísima, Las manos pequeñas, le debe a su predecesora, Versiones de Teresa (tan oscura como fascinante), más de lo que pudiese parecer. No le falta ni le sobra una sola palabra a este largo poema que detiene el aliento, que nos arrastra hacia el abismo, que retuerce y que muerde con la misma aparente y brutal sencillez con la que nos levantamos, nos miramos en los espejos y sabemos que, a partir de cierto punto (cada cual sabe el suyo), no hay retorno posible.
No se la pierdan.
Ovidio Parades