Autor: 19 enero 2006

Miguel d’Ors

(Posdata prologal: en el aeropuerto de Madrid subo al avión que va a conducirme a Nápoles. Mi asiento es el 2C, pasillo. Cuando doy con él, compruebo que en el 2D, ventanilla, hay un inconfundible italiano —un hombre maduro con una de esas caras cuatrocentistas, como de condottiero, que tanto abundan en aquel país— y que el sitio que me corresponde lo ha ocupado con su equipaje de mano. Tímida y cortésmente le insinúo al hombre que aquella es mi plaza, y que el equipaje la azafata le exigirá que lo coloque dentro del compartimento destinado a tal efecto. El tipo pone una cara muy expresiva que quiere decir “Bah, qué más da”, se levanta con su bolsa y uno y otra pasan con gran dignidad a los asientos 3C y 3D, detrás de mí. Al cabo de un momento vuelve a levantarse y se instala con su bolsa en los 1A y 1B, en la primera fila. Qué individuo más especial, digo para mis adentros.

Al cabo de varios minutos me percato de que en el avión sólo vamos unas ocho o diez personas; hay, por consiguiente, muchísimos asientos libres. La conducta de mi compañero de vuelo me resulta ahora perfectamente explicable: una combinación de agilidad intelectual e indisciplina. Al cabo de cuarenta y ocho horas habré de caer en la cuenta también de que en esa combinación se me estaba manifestando por primera vez la napoletanità).

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A través de las ventanillas del taxi que me lleva al hotel, mis primeras impresiones de Nápoles: urbanismo irracional, muchos edificios ajados —como en Lisboa—, tráfico delirante, ruido atronador, pintadas hirsutas por todas partes, pululación de gente, calles estrechas, tortuosas y antiguas, peatones cruzando por cualquier sitio calles y plazas, andamios y obras a cada paso, papeles y basuras de todas clases por el pavimento, aparcamiento caótico, todo el mundo riéndose.

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La hispanista Maria Rosaria Alfani, que es quien va a presentarme en el acto que motiva mi viaje, me cita para cenar juntos en un típico y famoso restaurante de Santa Lucia.

Pido un taxi y cuando digo al taxista que me lleve a La Bersagliera, el hombre me comenta: “Si tratta bene!”. Que me cuido bien, vaya.

Cuando llegamos, y aunque estoy viendo que el taxímetro marca 8,37 euros, le pregunto al taxista el importe de la carrera. “Nuove euro”, me dice con absoluta naturalidad. Él tampoco se descuida.

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Después de cenar, paseando por Via Partenope, a la orilla del Golfo, Maria Rosaria Alfani me da las primeras instrucciones para desenvolverse como peatón en Nápoles: “Puedes cruzar la calle por donde quieras; aunque coches y motos vengan como centellas contra ti, siempre que no los mires ni tengas la menor vacilación, no te pasará nada; pero si vuelves la vista hacia un vehí­culo amenazador o te paras una fracción de segundo, su conductor frenará y cuando tú, confiado, te animes a seguir tu camino será tarde: él habrá arrancado ya de nuevo, y es posible que te arrolle. Hay que arrojarse a cruzar con decisión y como con los ojos cerrados”.

Enseguida tengo ocasión de comprobar, al precio de unos heroicos esfuerzos, lo acertado de estas recomendaciones. Una y otra vez me echo a la calzada como un suicida y, en efecto, llego al otro lado sin novedad. En una ocasión, sin embargo, me pareció que una machina venía demasiado deprisa y me detuve. Ella también. Al verla parada intenté seguir y, en efecto, por poco me aplasta: ella también intentó seguir, pero más deprisa, al verme parado a mí.

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El hotel en que me han alojado es de cuatro estrellas, céntrico y bastante nuevo. Donde más se le nota el lujo es en el número desproporcionado de su personal: en la recepción hay permanentemente cuatro o cinco personas uniformadas —que, a falta de ocupación, charlan muy vivaces en un italiano dialectal para mí impenetrable—; en el salón donde se desayuna, media docena más, con que salimos a un empleado por cada dos huéspedes.

Mi habitación tiene un gran ventanal, con cortinas, visillos y una gran persiana. Al despertarme tras mi primera noche napolitana, me apetece subir la persiana para satisfacer la curiosidad que siento por el paisaje que habrá enfrente. Corro las cortinas en todas las direcciones posibles, pero no doy con ninguna correa. Indago en busca de alguna manivela o algún mando eléctrico, y tampoco. Recorro sistemáticamente todos los interruptores de la habitación, y nada. Al final no me queda más remedio que resignarme a la idea de que esa persiana sencillamente no se puede subir. No se sube ni se subirá jamás.

Esta anomalía queda enseguida compensada por otra de signo contrario: cuando, mientras empiezo a desayunar, un camarero me ofrece café o té, le pregunto si necesita saber el número de mi habitación. Me dice que no, poniendo una cara que inmediatamente reconozco como la de “Bah, qué más da”. Pienso que cualquier caradura suficientemente bien vestido podría subir de la calle y desayunar en este hotel sin el menor inconveniente.

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Todo el mundo está en la calle, como en Sevilla y Granada. Pero aquí son más. Los tropezones, los codazos, los roces y los scusi son constantes. Sin embargo, a nadie parece molestarle lo más mínimo nada de esto. Casi diría uno que todo lo contrario.

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Todo Nápoles es mercadillo: en tenderetes más o menos complejos, o directamente sobre el pavimento, discos compactos, corbatas, bolsos, cinturones, gafas de sol, labores hippies, ropa interior, con todos los senegaleses, chinos, amerindios y arrabaleros imaginables, algunos de los cuales pregonan sus mercancías en un dialecto endiablado. Los pies de los innumerables peatones sortean hábilmente los productos expuestos. Las ruedas de los coches pisan a menudo las esquinas de las mantas.

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En la Cappella di Sansevero se me revela en toda su esencialidad la complejidad del espíritu barroco, que es también el espíritu napolitano. Esta capilla, construida en el siglo xviii por el príncipe Raimondo di Sangro, es célebre sobre todo por tres estatuas marmóreas que alberga: una, el Cristo velado; las otras dos, las alegorías de La Pudicia y El Desengaño. Las tres son tres tours de force técnicos: tanto los velos que cubren el Cristo y La Pudicia como la red que envuelve al Desengaño han debido de ser muy difíciles de ejecutar: verdaderos desafíos para el artista. Yo diría que las tres esculturas pretenden ser, por encima de cualquier significado espiritual, tres alardes de oficio. Cualquiera que se las encontrase fuera de su entorno me parece que se quedaría sin saber qué representan; porque nadie podría adivinar que es Jesucristo muerto ese personaje yacente y cubierto por un delgado velo; el Desengaño parecería, antes que cualquier cosa, un personaje extrañamente atrapado dentro de una red; y en el caso de La Pudicia la cosa es más fuerte: esa mujer cuyas hermosas formas se muestran tan rotundamente bajo el sutilísimo velo correría el peligro de ser entendida, más que como una alegoría del Pudor, como lo contrario: una especie de “Miss camiseta mojada” setecentista.

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La visita a la capilla Sansevero me corrobora en mi ya vieja idea de que Italia es, ante todo, un pueblo de artistas. Por encima de la religión pone el arte sacro; por encima de la comodidad y la funcionalidad, el diseño; por encima del espíritu militar, los uniformes; por encima del espíritu de negocio, un buen escaparate o un buen pregón. En Italia el sentido estético hasta al crimen se le aplica: aquel Oliverotto da Fermo del que se acordaron Maquiavelo y Manuel Machado, los asesinatos conviviales renacentistas sobre cuya poética especuló Leonardo (ya antes que Thomas De Quincey), el arte contemporáneo de la mafia y la camorra… Un bel morir tutta una vita onora…

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(… Pero no hay regla sin excepción, y la de esta es clamorosa: el calcio. En asuntos futbolísticos no hay arte que valga: el ideal italiano es ganar como sea. O peor aún: impedir como sea que gane el rival.)

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En medio del alboroto de las aceras, hombres que llevan en la mano una especie de quesera con vasos de café. Entran en las tiendas para entregárselos a los vendedores, que se los toman allí mismo, a menudo invitando a algún cliente.

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En una acera de Via Toledo, una de las principales calles de la parte antigua de la ciudad, a la vera del tráfico más caótico y estrepitoso de Occidente, un corrillo de tres o cuatro carabinieri jóvenes, con los uniformes no muy cuidados, charlando amigablemente; cada uno con su vasito de café en la mano.

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Voy callejeando con José Vicente Quirante, director del Instituto Cervantes de Nápoles, y su mujer. Al acercarnos a una pastelería, él me dice que allí tienen las mejores sfogliatelle de toda Italia. Hemos terminado de comer hace menos de una hora, pero José Vicente insiste e insiste en que he de probar esa exquisitez inigualable, y entramos en el establecimiento para pedir sendas sfoglatelle riccie, con las que salimos a la calle, comiéndolas en marcha como van comiéndose un cuarto de pizza muchas otras personas de toda condición con las que nos cruzamos.

El sabor de la sfogliatella es, en efecto, delicioso. Pero las cosas van mucho más allá del mero sentido del gusto: el pastel tiene un relleno de crema y una cubierta exterior de “hojas” sólidas y finas. En la boca del degustador se produce un sorprendente contraste táctil. Contraste que se complica y enriquece aún más porque la crema es bastante espesa y las “hojas” más bien rígidas, de modo que la mezcla de una y otras no resulta instantánea ni mucho menos: da la sensación de que la crema se resiste a fundirse con las “hojas”. Y por si fuera poco, al irse estas rompiendo suena un crujido especial, así que el oído y el tacto participan en el placer tanto como el gusto y la vista.

Se me ocurre pensar que los napolitanos, a base de comer sfogliatelle desde la infancia, deben de ir formándose una sensualidad ultrarrefinada. Qué pecadores más redomados tiene que haber en esta ciudad.

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Interesantes los quioscos de prensa: revistas y calendarios con grandes mujeres desnudas a todo color —me parece percibir un especial protagonismo de sus pechos—, entre fotos del Padre Pío y —¡todavía!— de Maradona: tres devociones napolitanas. Las tres tienen en común lo milagroso.

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En cualquier plaza o cualquier calle un poco más ancha de lo habitual, un rebaño de coches aparcados en aparente desorden. Y entre ellos no suele faltar alguno de la policía municipal.

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Los llamados quartieri spagnoli —calles que suben perpendicularmente de Via Toledo— tienen una miseria y una cochambre tan extremadas que casi parecen falsos, como si fuesen los decorados de una comedia costumbrista de pescadoras, ventanas y galanes filarmónicos a la luz de la luna.

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Hay tanto ruido, tanto gentío y tanto alboroto general que las sirenas de ambulancias y coches policiales tienen que sonar a muchos más decibelios que las de cualquier otra ciudad occidental. Resultan terribles. Supongo que muchos de los enfermos graves transportados en esas ambulancias morirán por no haber podido llegar pronto al hospital, y que otros, durante el trayecto, serán rematados por el ruido.

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A las 8:25 de la mañana llego a la entrada de la Certosa di San Martino. Pregunto a una especie de portero, muy amable por cierto, dónde se compran los billetes para visitarla. Me dice: en la tercera de esas puertas, pero dentro de cinco minutos. Espero, pues, a que sean las 8:30.

A esa hora, en efecto, entra por ella una señorita y empieza a encender luces. Paso yo unos instantes después y le pregunto dónde venden las entradas. Me responde que allí, pero que abren alrededor de las 9. Alrededor… Salgo otra vez al exterior, dispuesto a seguir esperando.

A los pocos minutos entra otra muchacha, y vuelvo a asomarme. La ragazza inicial me dice que todavía no es la hora de apertura, pero cuando estoy a punto de volver a retirarme me invita a pasar, que su compañera me venderá el billete de todos modos.

Pago la entrada y empiezo mi recorrido. Al poco veo que los guardianes del monumento, con sus credenciales prendidas en la solapa, empiezan su jornada unos metros detrás de mí.

A lo largo de las salas, los pasillos y los jardines, todos los guardas que veo pertenecen a una de estas dos categorías: o están solos, sentados en una silla, en apariencia desentendidos de su función y como ausentes en sabe Dios qué ensueños elegiacos, o, si forman grupo, disfrutan de una animada tertulia dialectal.

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Desde los jardines de la Cartuja, un panorama apabullante: a la izquierda el Vesubio; a la derecha, Posillipo, Marechiaro, la isla de Capri; a mis pies, Santa Lucia y Mergellina. Y la presencia, no menos intensa por invisible, de la Historia: Leandro Fernández de Moratín, Goethe, Shelley, Lord Byron, Stendhal, el Duque de Rivas, Valera, Pedro Antonio de Alarcón y tantos otros estuvieron aquí, fijando en este paisaje unas miradas de admiración que han quedado secretamente impresas en él.

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Al salir de la Cartuja entro en una tienda de souvenirs. Después de comprar unas postales y algún otro recuerdo, pregunto a la dueña —una señora de edad— y a una chica joven que no sé si será hija o mera empleada suya si tienen cedés de música napolitana. “No —me contestan—, pero los encontrará fácilmente en los puestos de la calle”. “Sí, pero esos discos son ilegales —replico—; copias piratas”… “Ma ci sono tante cose illegali…”, me dice la señora con una sonrisa primaveral.

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Entro a comer en una trattoria-pizzeria. La chica que me atiende me enumera unos cuantos platos cuyos nombres no me dicen nada. Le ruego que me explique en qué consiste cada uno, y lo hace con la mejor disposición; pero, ay de mí, en un dialecto tan cerrado que no me entero de la misa la media. Como en uno de los platos he podido entender que entran huevos, patatas y prosciutto, ese pido.

A los dos minutos la ragazza me trae una perfecta tortilla de patatas con algunos “tropiezos” de jamón de York.

Y como cuando me ofreció los contorni me incliné por el único que logré identificar —patatas fritas—, los circunstantes ven a un chiflado extranjero comiendo tortilla de patatas con acompañamiento de patatas.

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De cuando en cuando, sobre la acera, en medio de la confusión —viandantes, coches, vendedores, voces, teléfonos móviles y tenderetes de todas clases—, algún mendigo como escapado del siglo xvii, que exhibe muñones o pústulas inverosímiles.

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En algunas paredes se indica que está prohido fijar carteles —Divieto d’affissione—. Sin embargo, en muchas los han pegado. ¿Qué medidas toma el Ayuntamiento contra los infractores? Esta: sobre cada uno de esos carteles ilegales pega otro, con el escudo municipal, que viene a decir: “El cartel pegado debajo de este es ilegal”. Original sistema para combatir las infracciones este de desactivarlas con una cometida por la propia autoridad.

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De cuando en cuando, sobre alguna pared, un cartel apaisado, como de medio metro de anchura, de papel blanco con una orla negra alrededor: es una esquela, en la que los familiares de un difunto participan a sus conciudadanos que Fulano de Tal ha perdido la cara mamma o se ha alejado del grande affetto dei suoi amici. Imagino que, como en los pueblos de Portugal hay profesionales que se encargan de redactar epitafios, aquí debe de haber especialistas en esquelas.

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¿Valencia? ¿Sevilla? ¿Murcia? Me voy de Nápoles sin haber sido capaz de decidir cuál es la ciudad española que, considerada en su conjunto —urbanismo, edificios, carácter de la gente, ambiente y gustos—, se le parece más.


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