Luis García Jambrina
1. los escritores y la ciudad
Como es bien sabido, la ciudad —cualquier ciudad— no es tan sólo un lugar geográfico, un territorio urbano. Es también un espacio literario, un ámbito en el que se funden el mito, la invención y la realidad. No en vano las ciudades las construyen también los escritores, los novelistas, los dramaturgos y, desde luego, los poetas. Son ellos los que las crean, configuran y remodelan, libro tras libro y siglo tras siglo, en el imaginario colectivo de las gentes. Dice la filósofa española María Zambrano que “una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, trasmutarse o desaparecer sin que su vacío se note. Una ciudad sin escritor —añade— es un templo vacío, una plaza sin centro, o quizá con el centro desplazado y puesto al margen, esquinado, para dejar su lugar, todo el lugar, a algo cuyo nombre no está siquiera bien catalogado, algo para lo que, en realidad, no hay palabra”. De hecho, podemos pensar que si los hombres no escribieran no existirían las ciudades. El nacimiento de la ciudad está ligado, de alguna manera, a la invención de la escritura, y su posterior crecimiento y desarrollo es inseparable de la evolución de la épica, que es un género narrativo, y, posteriormente, de la novela. Y, a este respecto, no parece casual que el título del primer gran poema épico griego, la Ilíada de Homero, derive de Ilión, que es otro nombre de la ciudad de Troya, así llamada por Ilo, su fundador legendario.
La ciudad es, por otra parte, un texto que no se acaba nunca de escribir y no dejamos nunca de leer, un territorio en el que se entrecruzan la invención y la memoria. La ciudad es en sí un gran relato, una novela de novelas, una tupida red de narraciones que se entrecruzan y se bifurcan, un gran símbolo, una creación autónoma de la imaginación, un hipertexto al que se vinculan infinitos textos, como el famoso libro de arena de Borges, un palimpsesto sobre el que escribimos una y otra vez las mismas historias y metáforas, siempre renovadas y distintas. En el subsuelo de toda ciudad hay, además, una ciudad oculta y sumergida, una ciudad onírica y subconsciente, en espera de que un escritor la redescubra y la haga aflorar. Por eso, más que de materiales de construcción, la ciudad está hecha de la materia de los sueños, los delirios y las pesadillas. La ciudad es, de hecho, la representación del alma colectiva, la encarnación de nuestros miedos y deseos, y no tan sólo el marco o decorado en el que se desenvuelven nuestras vidas. Su compleja y variada topografía es, en realidad, un reflejo de nuestro agitado y confuso mundo interior, con todas sus grandezas, miserias y contradicciones. Para el filósofo de origen español George Santayana, “las ciudades son como un segundo cuerpo para la mente humana”. Un cuerpo colectivo y unificador, podríamos decir, para las numerosas almas que la pueblan y, eventualmente, la visitan.
La ciudad también como desierto o como jungla para el hombre moderno. Frente al mito de la ciudad como espacio de libertad y de la razón, está la concepción de la ciudad como laberinto, como red de lazos y de trampas, como lugar de explotación, de exilio y de fracaso, como cárcel, como cementerio, como gran manicomio o como inmenso campo de concentración. Pero, más que un tema o un motivo o un escenario, algunas ciudades son en sí mismas un género literario, un espacio simbólico sobre el que el autor proyecta su memoria y reescribe su propia vida, de tal manera que la topografía se hace autobiografía y se convierte en una especie de espejo virtual. De hecho, hay escritores que han logrado una simbiosis tan perfecta con su ciudad natal o de adopción que ya no es posible mencionar a uno sin evocar inmediatamente a la otra. Baudelaire y París, Kafka y Praga, Joyce y Dublín, Pessoa y Lisboa, Cavafis y Alejandría, Unamuno y Salamanca… forman, en efecto, una pareja indisoluble, unida para siempre por obra y gracia de la literatura.
Y es que, en cada ciudad, hay, amalgamadas, una ciudad exterior y una ciudad interior, una ciudad visible y una ciudad invisible, una ciudad histórica y una ciudad mítica, una ciudad real y burguesa y una ciudad imaginaria y utópica, una ciudad empírica y una ciudad virtual, una ciudad de piedra, hierro, cristal y hormigón y una ciudad de tinta.
2. La ciudad de Salamanca como género de ficción
Siempre me ha fascinado esa antigua afición de Salamanca por la duplicidad. Su voluntad de ser algo más: dos ciudades en una, por ejemplo, o una ciudad dúplice. De ahí la existencia de dos catedrales: la nueva y la vieja. Dos plazas principales y emblemáticas: una cuadrada, dedicada a la vida cotidiana, y otra redonda o circular, consagrada a la fiesta y a la muerte. Dos universidades: la pública o civil y la privada o eclesiástica. Dos bóvedas celestes: el cielo real y astronómico y el astrológico y mítico.
Y hasta dos tipos de ciencia o de saber: la tradición culta, académica y oficial, frente a la tradición oculta, nigromántica y popular. Ciudad abierta y, al mismo tiempo, hermética y secreta, incluso para aquellos que la recorremos y contemplamos cada día.Salamanca es, por lo demás, una ciudad especular, una ciudad espejo en la que parece que se miran y reflejan otras ciudades, reales o imaginarias. Una ciudad, pues, de ciudades. Roma la chica y Atenas castellana son, como es sabido, dos de los lugares comunes más utilizados para ensalzar la riqueza e importancia de su patrimonio arquitectónico y cultural. Pero también resulta fácil descubrir algún retazo de Venecia en el esplendor y perfección —la cuadratura del círculo— de su plaza Mayor, como me señaló una tarde el gran poeta “venecianista” Pere Gimferrer, o un jirón de Florencia en una torre que apenas despunta sobre los tejados, o de Lisboa en una ventana orientada hacia el Atlántico, o de Sevilla en un patio interior…No es extraño, pues, que junto a la topografía real de la ciudad, pronto empezara a surgir también una topografía imaginaria, superpuesta o incrustada en la anterior: la Peña Celestina, el Huerto de Calisto y Melibea, la Cueva de Salamanca… Algunos han sugerido, incluso, que, en el subsuelo de la ciudad, hay otra Salamanca sumergida, una especie de subconsciente urbano —podríamos decir— al que han ido a parar todos los sueños frustrados, deseos oscuros e instintos reprimidos de la ciudad: la Salamanca que se perdió y la que no pudo ser, pero que no ha dejado nunca de pugnar por salir a la superficie.
Y, en este sentido, es bien sintomático que el llamado Cielo de Salamanca estuviera cubierto durante mucho tiempo por una segunda bóveda, hasta que esta al fin se resquebrajó, y se hizo de nuevo la luz interior sobre la ciudad. Por otra parte, cabe decir que, vista desde lejos, bajo ese doble cielo inalterable que la ilumina por fuera y por dentro, Salamanca parece un holograma, una alucinación, un espejismo a punto de desvanecerse, algo así como un desierto de arena refulgente puesto en pie, o un gigantesco ejército de piedras incandescentes y llamas petrificadas, o un inmenso barco a la deriva sobre un mar que desapareció hace millones de años, según proclaman los restos fósiles encontrados en sus alrededores. Estamos, por lo demás, ante un reflejo sin objeto y sin espejo: la copia auténtica de un original falso, la exacta imitación de un modelo único, pero ignorado, la imagen invertida y exterior de esa ciudad que crece hacia el fondo y late por debajo, la punta de iceberg de una promesa que nunca acaba de cumplirse ni de romperse del todo…Se trata, en definitiva, de la añoranza de una ciudad que, en realidad, nunca existió, pero que se ha hecho perceptible de alguna manera, un no-lugar que sí ocupa lugar, un símbolo tangible y recurrente, una mentira verdadera, esa que ahora mismo habitamos y soñamos entre todos. No un mero resultado de la historia y la política o un producto de la especulación, sino una creación de la imaginación. Esta ciudad, en efecto, la han inventado y construido también los escritores y, en general, todos aquellos que la piensan y la sueñan y la interiorizan cada día hasta hacerla suya y, al mismo tiempo, nuestra, como proverbialmente hizo Miguel de Unamuno. Salamanca, de hecho, podría ser un género literario, un género único al que podríamos llamar —por qué no— “Salamanca-ficción”.