Autor: 4 julio 2006

Eugenio Fuentes

I

En el capítulo 116 del Libro primero de El hombre sin atributos, el protagonista, Ulrich, critica el frecuente uso que Arnheim —el hombre con atributos— hace de la palabra alma. Su reproche, impensable en el mundo romántico de un siglo atrás, dice así: “El que personas como Arnheim hablen tanto sobre el alma es una simple frivolidad; no tienen por qué, para eso está la religión”.

Con su magna y ambiciosa novela, Robert Musil pretendía mostrar el final del mundo racionalista, ordenado, jerárquico y fiado en unos valores universales de la Euro­pa anterior a la I Guerra Mundial: la transcripción de cómo las certidumbres europeas se derrumban a partir del derrumbamiento del imperio austrohúngaro. Junto a la muerte de muchos otros conceptos que a partir de aquel momento quedaban confusos, también se incluía la inconveniencia de utilizar esa difusa palabra. La palabra alma —âme, Seele, soul, ànima…— se vacía de contenido porque el discurso ideológico, moral y cósmico que la incluía, como un fragmento más, también se ha vaciado.

Con la cita de arriba, Musil estaba testimoniando un hecho lingüístico: el paulatino desuso y desaparición de esa importante voz, en un proceso que abarca los cincuenta primeros años del siglo xx. Por ponerle fechas, podríamos encuadrarlo entre 1902 y 1950. Pocos de los escritores que vivieron entre esos años lograron eludir la participación o, al menos, la angustia provocada por uno de los dos terribles episodios bélicos mundiales. Se diría que la propia palabra alma también hubiera saltado por los aires, hecha añicos por tantas bombas arrojadas por y sobre la misma civilización que la creó. En 1902, Hugo von Hofmannsthal había escrito la carta que Lord Chandos “envía” a Francis Bacon para comunicarle su renuncia para siempre a escribir “porque las palabras abstractas… se me desintegraban en la boca como setas mohosas”, y porque “sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras espíritu, alma o cuerpo”. Cinco décadas más tarde, el día 10 de diciembre de 1950, en el discurso que pronunció al recoger el Premio Nobel de Literatura, William Faulkner —un escritor nacido en las postrimerías del siglo xix— la utiliza aún al hablar del hombre: “Es inmortal, no porque él de entre todas las criaturas tenga una voz inextinguible, sino porque tiene un alma…” Será una de las últimas veces. Creo que no es arriesgado afirmar que, a partir de esas fechas, una de las palabras más usadas en poesía —con amor, belleza, tiempo, muerte…— va desapareciendo de los versos. René Char parece confirmarlo cuando, casi al mismo tiempo, escribe: “Tu feras de l’âme, qui n’existe pas, un homme meilleur qu’elle” (Les Matinaux, 1949).

En este medio siglo el hombre deja de ser considerado la unión de cuerpo y espíritu, según la dualidad cartesiana, bien para fragmentarse en mil pedazos y complicar su identidad, bien para dignificar su “materia” con los atributos que antes eran exclusivos del alma. Pero, en uno u otro caso, es como si todos los escritores nacidos a partir de 1900 la hubieran desterrado de su vocabulario o, al menos, la utilizaran con desconfianza. George Bernard Shaw hacía replicar con ironía a uno de sus personajes, Boanerges: “Un alma, ¿eh? Supongo que ustedes los reyes aún creen en esto” (El carro de las manzanas, acto I). Shaw parece estar replicándole al mismo Víctor Hugo su repetida y decidida defensa romántica de la existencia del concepto que residía en esa palabra (Los miserables) y su ironía hacia quienes negaban el alma femenina. Como si se hubiera producido un fenómeno de vasos comunicantes literarios, por esos mismos años también su compatriota Wittgenstein afirmaba que es mejor callar de aquello de lo que no se puede hablar­. Aunque en la anacrónica España, que no salía de su retraso filosófico a pesar de los esfuerzos de Ortega, todavía Unamuno recorría los ateneos nacionales dando su repetida conferencia sobre el alma, según afirma Josep Pla (El cuaderno gris).

Juan Benet, que siempre tuvo un oído finísimo y una extrema inteligencia para concretar en palabras las sensaciones más vagas, concluye: “Al parecer, el hombre empieza a extinguirse; ya no queda rastro de su alma y ahora le toca el turno a la persona” (La otra casa de Mazón).

Desde entonces, aparecen de cuando en cuando opiniones divergentes sobre el uso de tan complejo vocablo y sobre la conveniencia de recuperarlo, de sacarlo de la necrosis en que se halla sumida una parte del idioma. Pero hoy por hoy, parece una batalla perdida, aunque no falten escritores que reivindican su necesidad. Julián Marías alertó sobre la enorme pérdida que supondría su desaparición (La educación sentimental). Muñoz Molina escribe “deliberadamente alma, porque me suena mejor que subconsciente y porque ya va uno cansándose de psicoanalismos” (Ardor guerrero). Manuel Rivas se empeña en la necesidad de dotarla de nuevos contenidos y matices (Ella, maldita alma), o, casi ahora mismo, Carlos Marzal muestra cierta querencia por su uso, en sus versos y en su prosa: “En aquel instante trágico no consideró un disparate la doctrina de la inmortalidad del alma” (Los reinos de la casualidad).

ii

Mueren las palabras de mil formas diferentes. Unas lo hacen­ de un modo heroico —paladín, caballería—, otras mueren solas y olvidadas por el desuso —mechinal, rueca, amollecer— y otras, en fin, como la palabra alma, sufren una lenta, digna y dolorosa agonía.

Hay vocablos que se nos aparecen tan maltratados por el uso, tan manidos por rodar por las aguas turbulentas de mediocre escritura, tan cansados de chocar contra las esquinas de la torpeza, que parece que un escritor ya no puede usarlos sin que se les descompongan entre las manos. Como si se hubieran concentrado sobre ellos los pecados de la mala prosa, de los ripios, agonizan bajo tan pesa­da carga. El concepto se ha separado de la palabra que lo nombra, de modo que su, hasta entonces, íntima unión se ha roto de modo doloroso, como un cuerpo que se desprendiera de su gastada piel y la dejara atrás para vagar desollado y sufriente en espera de encontrar una nueva epidermis que vuelva a cubrir su desnudez.

Así, están muriendo las palabras traidor (por no hablar de felón) y su femenino, a las que resulta difícil encajar en una frase sin sentir sonrojo. Sin embargo, es prodigioso que la palabra originaria de ambos adjetivos, traición, aún conserve su valor, su dignidad y su entereza, por decirlo de algún modo, y resulte aceptable e intensa en estos tiempos en que apenas se sabe a qué guardamos lealtad cuando decimos patria, ideología o religión. Todavía pueden imaginarse situaciones narrativas donde no es obsoleta, donde no agacha la cabeza avergonzada por el uso que se ha hecho­ de ella.

Muere la palabra nácar, asociada hace un siglo a las uñas o al cutis, pero tan desprestigiada hoy que todas las perlas son artificiales.

Muere el término secadales, a pesar de que suaviza la dureza de su palabra hermana secarrales, como si al cambiar la r le diera a beber un poco de agua.

Muere la palabra mercaderes, sustituida por comerciales, en un intento de ocultar el hecho incomprensible de que los intermediarios —de frutas, de vestidos, de libros…— ganen diez veces más dinero que los sufridos productores.

Se resiste a morir la palabra naturaleza, que Rousseau hizo nacer de nuevo, aunque viva aplastada por tanta basura como generamos.

Y peligran vocablos a los que el mal uso va desvirtuando, como si diera igual decir alargar que demorar, o bifurcación que desvío; o como si fuera lo mismo desierto, que apela a la esencia misma del vacío, que deshabitado, que define una mera contingencia; como si fuera lo mismo decir de alguien que es poeta que decir que es alguien que hace versos. Como si no fuera posible ser un solitario y sin embargo no sentirse nunca solo.

iii

Ahora bien, ante esta situación de confusión y deterioro semántico, ¿cuál es la labor del escritor? ¿Resignarse ante la inutilidad y muerte en que van cayendo y ver cómo se desintegran entre sus manos herramientas lingüísticas que necesitará para construir su casa?

El buen escritor no es un prestidigitador que ante nuestros ojos atónitos nos muestra un conejo donde antes había­ un naipe mediante una batería de figuras estilísticas; ni un tramposo que sierra en pedazos un sustantivo para recomponerlo unos minutos después en su forma original sin haber dicho nada nuevo; ni tampoco un chamán con el zurrón lleno de amuletos sintácticos, empeñado en seguir utilizando palabras cenicientas que ya nadie de la tribu entiende ni maneja.

El buen escritor tiene algo de forense, de su capacidad para analizar el rigor mortis de términos que no debe utilizar, que debe respetar en su reposo de silencio y de sombras y de hielos mientras cauterizan sus heridas semánticas y se repara un daño que de momento resulta irreparable. El buen escritor sabe que aunque fuera arbitraria la elección del primer hombre que reunió unos cuantos sonidos y formó una palabra para designar un objeto o una idea, una vez asumida por esa comunidad sagrada que forman los siglos y los muertos, ya no es arbitrario ni caprichoso su uso. Toda palabra lleva sobre sí la esperanza con que otros hombres la pronunciaron y con su desaparición desa­parecerá una parte de la memoria y del conocimiento. No encontrar la palabra precisa que necesitamos modifica el itinerario que seguía nuestro discurso, nos resta clarividencia, nos obliga a dar un rodeo fatigoso y a buscar otras vías menos limpias.

Pero, sobre todo, el buen escritor es un resucitador convencido de que, cuando desaparece una palabra, no desaparece únicamente un conjunto articulado de sonidos y letras, del mismo modo que cuando se destroza un ánfora griega no solamente se destroza un puñado de barro cocido. Es aquel que se dirige hacia las palabras cadáveres en la mortaja blanca del papel, sopla sobre ellas para desprender el polvo añejo de la tinta seca y les ordena: “Levántate y anda”, en el momento preciso, en el lugar exacto y con el sentido necesario, de tal modo que logra insuflar aliento a lo que estaba inerte. Es entonces cuando la garganta se llena de luz y bajo la cúpula del paladar la palabra adquiere vida, coge impulso en la lengua y abre la prisión de los dientes y los labios para salir de nuevo al mundo resucitada.


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