Autor: 18 marzo 2007

Orhan Pamuk: Estambul. Ciudad y recuerdos
Mondadori, Barcelona, 2006

Ahora que Orhan Pamuk (Estambul, 1952), el último premio Nobel de literatura, se ha visto obligado a abandonar Turquía “por mucho tiempo”, después del asesinato del periodista armenio Hrant Dink y de la polémica suscitada por su novela Nieve, leemos Estambul. Ciudad y recuerdos con nuevos ojos. Ya en las primeras páginas, Pamuk reconoce que “hay autores, como Conrad, Nabokov y Naipaul, que han conseguido escribir con éxito cambiando de lengua, de nación, de cultura, de país, de continente e incluso de civilización. Y sé que, de la misma forma que su identidad creativa ha ganado fuerza con el destierro o la emigración, lo que a mí me ha determinado ha sido permanecer ligado a la misma casa, a la misma calle, al mismo paisaje, a la misma ciudad. Esa dependencia de Estambul significa que el destino de la ciudad era el mío, porque es ella quien ha formado mi carácter” (p. 16).

Tres ejes vertebran este retrato tan sentido. En el corazón del libro late un sentimiento, hüzun, que podríamos traducir por amargura, fruto de la añoranza de un pasado glorioso del que solo quedan pálidos reflejos, y que no será ajeno al lector español que haya visitado la poesía barroca. Estambul. Ciudad y recuerdos se abre con el epígrafe “La belleza del paisaje está en su amargura”, y el capítulo décimo explora a fondo el tema. Son páginas inolvidables, en las que Pamuk distingue dos ideas de la amargura y hace una inteligente lectura de los textos árabes, a la luz de la Anatomía de la melancolía de Burton y de los Tristes trópicos de Levi-Strauss. El primer punto de vista identifica la amargura con el resultado de una dependencia excesiva de los placeres del mundo, mientras el segundo, de origen místico, en la línea del Machado de “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”, considera que “el no poder amargarse es una razón para hacerlo” y le ha dado “un prestigio permanente en la cultura islámica”. Es en este último sentido en el que hüzun representaría “un estado espiritual que la ciudad ha hecho orgullosamente suyo” (p. 112).

En un segundo plano, entran en escena escritores turcos y occidentales que han descrito la ciudad. Pamuk reivindica las figuras de Yahya Kemal, Reşat Ekrem, Koçu, Tanpinar y Abdülhak Şinasi Hisar, “cuatro amargos escritores solitarios”; y sigue la pista de los viajes por Oriente de Nerval, Gautier, Melling o Flaubert, que estaba convencido de que Estambul sería la capital del mundo a mediados del siglo xx. Todos ellos se sorprenden del encierro de las mujeres, el harén del sultán y los cementerios, pero, mientras a Nerval le bastan las imágenes del palacio Topkapi, Gautier decide contar la vida “entre bastidores”. Son capítulos ágiles, contados con gracia, en los que descubrimos anécdotas poco conocidas, como el desenlace de las aventuras prostibularias de un Flaubert enfermo de sífilis. Además, estas otras voces narrativas sirven al escritor para compartir algunas de sus lecturas de cabecera y para contrastar la visión europea con la cara musulmana: Estambul frente a Constantinopla, Atatürk en vez de Solimán el Magnífico. Pero, lejos de obligarnos a elegir entre las dos, Pamuk nos deja deambular por las dos orillas del Bósforo.

Porque en el fondo, cuando habla de Estambul, o de cómo han sentido otros artistas la ciudad, Pamuk está hablando de sí mismo, y sería artificial asumir contradicciones que no ha tenido nunca: “Cualquier cosa que digamos sobre las características generales de una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose de forma indirecta en una confesión sobre nuestra vida. La ciudad no tiene otro centro que nosotros mismos” (p. 401). A medida que avanza el libro, el retrato se hace más autorretrato, y Estambul. Ciudad y recuerdos termina convirtiéndose en unas memorias de su infancia y primera juventud, hasta una charla con su madre, cumplidos ya los veintiún años, en la que decide que será escritor. Presenciamos de este modo las peleas con su hermano, el esfuerzo por ser siempre el primero de la clase, o el descubrimiento de la pintura y de la buena fama de los arquitectos frente a los pintores, “bohemios y muertos de hambre”. Y sonreímos al imaginar al pequeño Orhan que se asoma al Cuerno de Oro para ver los barcos mientras todos duermen, o decide probar el Ramadán en una familia en la que nadie “sabía muy bien para qué servía occidentalizarse, salvo para librarnos de las exigencias de la religión” (p. 21).

El libro lo completan más de doscientas fotografías y grabados, muchas de ellas obra de Ara Güller. A la traducción, firmada por Rafael Carpintero, uno de los mejores conocedores de la obra de Pamuk, cabría solo reprocharle la mala puntuación, que a veces entorpece la lectura, y algunas elecciones desafortunadas, como “bachillera” (p. 389). Pero ninguna logra disminuir el disfrute de este libro, que permanecerá ya para siempre ligado a Estambul, aunque la ciudad siga dándole la espalda a su mejor escritor, a su mejor amante.

Javier Fresán


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