Mario Mínguez: El cazador
Pre-Textos, Valencia, 2008
El cazador es el tercer libro de Mario Míguez (Madrid, 1962), y supone, en opinión de quien esto escribe, la maduración completa de esta voz, tan poco conocida como imprescindible. Se trata, digámoslo ya sin más preámbulos, de un libro excepcional, de los que sólo se ven muy de cuando en cuando. Un logro de madurez de un poeta plenamente dueño de sus recursos, capaz de alcanzar resultados de primerísimo orden tanto en el poema breve (léanse, a modo de ejemplo, los siete versos de «Sol constante») como en el desacostumbradamente largo. No es nada habitual que en un poema como «La casa», de cerca de doscientos versos, se encuentre uno con la intensidad, sostenida sin fallo, la precisión y la nitidez que comparecen aquí. Pero es, en realidad, todo el libro lo que habría que destacar; no hay un solo poema flojo, o que parezca incluido meramente para completar el número de páginas. Todos, del primero al último, podrían antologarse sin escrúpulo.
Mario Míguez demuestra aquí en efecto estar en posesión plena de los medios que precisa para decir exactamente lo que quiere en cada momento, sin oscuridades innecesarias y sin caídas. Cada poema, sin excluir los más largos, da la impresión de tener el contorno exacto que necesita, de haber crecido de modo orgánico a partir de la intuición inicial, desarrollándose con total fluidez hasta completar precisamente la extensión y el cuerpo que ella pide. Como Aristóteles reclamaba, cada uno de los poemas es «un animal»: un organismo vivo, acabado y flexible, en el que sus límites no son algo impuesto desde fuera por una imaginación tan controladora como arbitraria, sino la dimensión justa que en cada caso necesita lo que allí se expresa.
Como ocurre siempre cuando estamos en presencia de un logro mayor, esta poesía puede producirnos, en la primera lectura, una impresión de engañosa facilidad: nada aquí parece conseguido con un esfuerzo o un conocimiento que se salgan visiblemente de lo normal: todo es naturalidad y aparente sencillez. Ello se debe a que no hay nada en este libro que sea meramente ornamental, o muestra de la vanidad de un técnico que se complace en su maestría. Aquí no hay grasa; sólo médula, esencia, y precisión expresiva. Y, para seguir con la metáfora, la forma no resulta ni adorno más o menos llamativo, ni siquiera vestido de lo que en cada caso se está diciendo, sino piel: tiene la ceñida e impecable justeza, y al mismo tiempo la ilimitada libertad de movimientos, que una criatura viva alcanza dentro de la suya. De ahí también la impresión de musicalidad continua que esta poesía nos produce, y que es, en mi opinión, efecto de la armonía íntima con la que todo está concebido y realizado.
Soy consciente de que estoy diciendo generalidades, sin descender al análisis pormenorizado de los detalles. Pero es que resulta sumamente difícil practicar ese análisis sobre lo que son, en serena plenitud de logro, criaturas vivas: habría que diseccionarlas; habría, por tanto, que matarlas, para ofrecer de este modo una autopsia. Y eso no puede hacerse sin empobrecerlas radicalmente, sin hurtarles algo tan esencial como la vida misma que las anima. La imagen que de ellas pudiera obtenerse así sería rigurosamente falsa: los disjecta membra de que hablara el clásico. Y no se trata de eso. No me parece de recibo cometer, tratándose de una poesía de semejante talla, una injusticia así. Prefiero reproducir aquí el poema más breve del libro, que ya citaba antes: «Sol constante», y que había escogido, tanto entonces como ahora, simplemente en razón de esa brevedad. Dice así: «Ahora sé que tus llamas dan dulzura, / que la luz de tu fuego, Sol, es gracia. / Me quemaste en el día, y fue mi culpa: / menosprecié con qué fuerza me amabas. / Y vienes a curar mis quemaduras / con suavísima mano: la luz mansa, / la fresca luz que prestas a la Luna». Puede observarse con qué sabiduría se ha escogido la imagen del sol y de sus efectos como correlato objetivo (para emplear la vieja expresión de Eliot) del proceso que se nos quiere contar; cómo cada palabra está en su sitio justo y dice, rinde exactamente, lo que tiene que decir; la flexible naturalidad de la voz, nunca impostada, servida siempre por ese dominio que, de tan completo, parece confundirse con lo instintivo, con lo no aprendido. Ahora, trasládense imaginativamente estas cualidades a los poemas que tienen cincuenta, cien o doscientos versos, sin que ni una sola vez se produzca el efecto de la hinchazón retórica, sin que la naturalidad o el aliento precisos se pierdan o disminuyan nunca, y se tendrá una idea del contenido de este libro (no me importa repetirlo) excepcional.
He hablado antes de proceso. Una de las cualidades más visibles de estos poemas es justamente su condición dinámica; como nacidos de un impulso que no hace sino desarrollarse certeramente hasta su conclusión, no hay en ellos estatismo, tendencia a dar vueltas en torno a un hallazgo más o menos afortunado. Ello es particularmente destacable si se piensa que la naturaleza religiosa de esta poesía podría fácilmente haberla conducido a una actitud meramente contemplativa que hiciese que el poema se estancara. No es el caso. Me apresuro a aclarar que la religiosidad de la que hablo no es en ningún caso predicación, sino apertura hacia un misterio que, aunque el punto de partida sea claramente occidental, y más específicamente cristiano, no se afilia de modo explícito, limitativo, a dogma o confesión algunos; que, en cierto modo, parece desbordarlos todos. Hay, sin embargo, un talante sereno, meditativo, que aleja esta poesía de las concentradas intensidades de un San Juan de la Cruz (antecedente claro, por ejemplo, del poema que da título al libro), o un Hopkins. El poeta se siente en posesión de un secreto muy central —definido por él repetidamente con la palabra amor—, pero es al mismo tiempo muy consciente de su propia e inesquivable condición terrenal, del alejamiento y la nostalgia, por tanto, con que el centro y la razón última de ese amor han de ser vividos por él. Este es un tema —el de dicho secreto y su vivencia del mismo— que, de una u otra manera, recorre el libro entero, compareciendo visiblemente tanto en los poemas de tono más pesimista o desesperanzado (sentimientos estos siempre momentáneos, recortados como lo están sobre el fondo de aquella posesión, de aquella certeza), como en los de impulso más optimista o más celebratorio.
Y aquí, puesto que se trata ante todo, más que de experiencias inmediatas de intensidad (como en los casos que he citado de San Juan o de Hopkins), de evocaciones o consideraciones, generalmente de amplio desarrollo, puede estar uno de los límites o los riesgos del libro. Aunque conducido siempre de mano maestra, el discurso arriesga alguna vez el quedarse meramente en eso, en discurso, sin que la intensidad imaginativa sea suficiente para borrar, trascendiéndolo, ese posible punto de partida, y convertirlo en pura y decantada experiencia poética. Leemos, por ejemplo, en Los titanes: «… La falsa libertad que ellos imponen / y la falsa belleza que veneran / propagan sólo muerte. / Qué perversa es su alquimia: / todo el oro del alma lo transforman en hierro. / Pues sólo les importan / el tiempo y la materia. / Sin embargo el espíritu que niegan o combaten / nos ha venido siempre desde fuera del tiempo. / Nos queda solamente guardarlo y transmitirlo: / ser los fieles custodios de una luz / que cada día es más minoritaria». De nuevo, la comparación imaginativa con los versos de los dos nombres mayores que he citado puede ilustrarnos respecto a lo que esto tiene —en sentido estrictamente literario— de posible insuficiencia, de creencia personal acaso no lo bastante transmutada en intensidad lírica. Por otra parte, la convicción mencionada de poseer una certeza esencial, y la necesidad de exponerla en contraste con una situación (personal también en primer término, pero igualmente de todo lo demás) difícil, poco propicia, cuando no abiertamente hostil, puede conducir a afirmaciones de un absolutismo que eriza nuestras defensas. En «Probate spiritus», por ejemplo, encontramos un planteamiento según el cual todo el arte moderno, al parecer sin excepciones, sería producto de una equivocación o insuficiencia respecto a las verdades últimas (…«Todos erais sin duda verdaderos. / Mas hubo algo escindido en el origen, / algo parcial, porque resulta siempre / parcial la sola voluntad humana. / […] Faltaron la pasión y la paciencia / del amor, solo centro, único fin / de cuanto puede ser llamado humano. / No pudo objetivarse vuestro espíritu…)», de las que sólo la propia voz poética, que contempla ese estado de cosas desde fuera, parecería haberse percatado lo bastante para evitar sus riesgos. En todo caso, estas apreciaciones mías, naturalmente discutibles, señalarían simplemente máculas, imperfecciones menores en un trabajo, vuelvo a repetirlo, de primera clase. Y repárese, por otra parte, en que estoy comparando estos versos con los logros mayores de dos de los representantes más grandes de sus respectivas lenguas: tal como ya es, la obra de Mario Míguez le convierte —y no me tiembla la mano al escribirlo— en uno de nuestros más decisivos poetas vivos, en un nombre, como he dicho (y esto no es una hipérbole más o menos aceptable, sino una enunciación escueta de la verdad), claramente imprescindible.
¿Por qué entonces, siendo esto así, el de Mario Míguez es un nombre prácticamente desconocido, infaliblemente ausente cuando se hacen recuentos de la poesía de este tiempo? ¿Por qué, repito, cuando ya en su primer libro (Veintitrés poemas, publicado por Pre-Textos —como toda su obra— en 1999) comparecían visiblemente la mayor parte de las cualidades señaladas en este comentario? Es esta una pregunta para la que no me aventuraré a intentar una respuesta. No obstante, es difícil no sospechar que lo que fundamentalmente opera aquí es una razón de comodidad y de ausencia de riesgo: vale más contentarse con variaciones sobre lo que todo el mundo elogia que arriesgarse a la opinión realmente propia, no amparada por autoridades. Y, en consecuencia, vale más leer con gafas de cristales rosa todo lo que proceda de un nombre consagrado, y con otras negras (o sencillamente no leer) lo que no esté en ese caso. La falta de atención —más bien, el completo silencio— con que ha sido recibida hasta el presente la obra de Mario Míguez es una clamorosa injusticia. Es poco lo que este comentario puede hacer para remediarla, y en realidad no aspira a tanto. Se conforma, egoístamente, con dejar constancia de lo que cualquiera puede ver, sólo con no empeñarse en no verlo, de modo que cuando esta poesía (a lo mejor, ojalá no, dentro de muchos años) obtenga, y lo hará, la consideración que merece, pueda decirse que también hubo en su momento quien rompiera por su cuenta ese muro de silencio para decir, sin más, lo que pensaba.
En fin, acabo. Afortunadamente, el lector corriente no está obligado a pagar peaje a las distracciones o los equilibrios de la crítica. Compren este libro; pocas veces habrá dinero mejor gastado. Léanlo, y piensen y sientan con él: tiene de veras mucho que ofrecer, y no ignora cómo hacerlo con generosidad y sabiduría. Admite, y aun reclama, muchas relecturas. Disfrútenlo; no se gasta. Compensa de veras, como he dicho, su bien escaso precio, y va muchísimo más allá. Sabe, y enseña. ¿Qué más se puede pedir? Este libro, este poeta, son un auténtico descubrimiento. Léanlo, en serio. Es un consejo de amigo, pero debería valer casi por una orden.
José Cereijo