Ted Kooser
Delicias y sombras
Traducción de Hilario Barrero. Editorial Pre-Textos, Col. La Cruz del Sur, Valencia, 2009
El 21 de noviembre del 2004 el suplemento literario dominical del New York Times preguntó a un grupo de prestigiosos poetas y críticos qué poeta de los últimos veinticinco años, cuya obra leían y releían, significaba mucho para ellos. John Ashbery dio el nombre de Ted Kooser. Para cualquier conocedor del panorama de la poesía estadounidense actual esta respuesta resultaba inesperada. ¡El principal representante nacional de la poesía hermética, culturalista y extranjerizante destacando el nombre del poeta local, por excelencia, del Midwest profundo! (Algo así como si, ante una pregunta análoga en España, Andrés Sánchez Robayna o José Miguel Ullán hubieran mencionado a Andrés Trapiello o a Eloy Sánchez Rosillo.) Pero la elección de Ashbery, además de generosa, es significativa, ya que hace justicia a la alta calidad de una poesía situada en sus antípodas estéticos, teniendo en cuenta que Kooser ha declarado: «ntento en mis poemas tomar las cosas sencillas y mirarlas con una nueva luz… escribir con claridad y alejarme de lo difícil».A pesar de su aparente anacronismo y provincianismo, y de su alejamiento (en Nebraska) de los grandes centros de la vida literaria y editorial, Ted Kooser ha sido recientemente nombrado (por dos términos sucesivos y a continuación de Louise Glück) el decimotercer poeta laureado de los Estados Unidos, y el libro que nos ocupa, sin duda el mejor de los suyos, reconocido con el prestigioso premio Pulitzer en 2005, un año después de su aparición. Al traducirlo, el poeta Hilario Barrero ha complementado su previa antología y versión de Jane Kenyon para la misma colección y editorial, formando una especie de díptico, pues tanto Kenyon como Kooser plantean el problema, y la aparente paradoja, de la difícil sencillez de la poesía. Si Kooser intenta mirar las cosas sencillas a una nueva luz, ¿cómo consigue este extrañamiento, esta mirada diferente, sin renunciar a la claridad?En la poesía de Kooser la realidad aparece transfigurada en imágenes, pero estas imágenes no llaman la atención, son casi imperceptibles. En Kooser la imagen no es metafórica, no brota de una confusión atrevida de cosas heterogéneas, sino de un acercamiento discreto entre ellas. Por ejemplo, en el poema «En enero» los olores que flotan en el interior aceitoso de un café vietnamita no son flores, no se convierten en flores, tienen simplemente «forma de flor».
Al igual que en Kenyon (y esto explica la afinidad de ambos con la poesía china y japonesa) en Kooser la imagen surge a menudo, no del choque de aspectos o cualidades, sino de su conjunción momentánea, como la ventana iluminada, el silbido de la tetera, la llamita azulada del fogón y el frío estrellado de «Una mañana de invierno». El poema así registra, a la manera de una anotación de diario, la singularidad de un momento. (Ted Kooser es un autor de un bellísimo diario, inspirado en la vida una zona de Nebraska poblada por inmigrantes checos: Local Wonders: Seasons in the Bohemian Alps.) La imagen en Kooser, por tanto, más que complicar la realidad, la delinea: destaca constelaciones de aspectos, se fija en detalles (un tatuaje), capta la movilidad de gestos (el esfuerzo de un ciclista o de un estudiante con mochila, un lavado de manos, el arco de un agua sucia al ser arrojada).Pero, a diferencia de Kenyon, la mayoría de los detalles o de los objetos insignificantes de los poemas de Kooser son restos anacrónicos en el ámbito doméstico del país pionero en los electrodomésticos: están «picados», marcados por el tiempo. Son índices de un tiempo en parte anterior a su infancia (Kooser nació en 1939): una vieja radio, un tarro de botones para la costura, una receta para la compota de manzanas, una cueva para guardar el hielo para la casa en verano, en sus recuerdos remiten al mundo material de una de esas zonas rurales de los Estados Unidos tan bien documentadas por los fotógrafos de la Depresión. En este sentido Kooser es una especie de poeta-antropólogo que da testimonio de un modo de vida desaparecido.Los detalles, los objetos anacrónicos de Kooser invitan a desarrollar la pequeña historia implícita en su profundidad temporal. El poeta presta su voz a los habitantes casi anónimos de las poblaciones pequeñas y las granjas del Midwest, un poco a la manera de E. Lee Masters en su Spoon River Anthology. Como en Chéjov (y más aún en el Sherwood Anderson de Winesburg, Ohio) se trata de narraciones mínimas donde aparentemente no sucede nada porque la revelación conmovedora la desencadenan un incidente mínimo o un objeto insignificante: la llegada de un ataúd a una estación polvorienta («El bolso de cuentas») o la visita a una tía anciana («Pearl», un poema-relato que, por cierto, recuerda la película Una historia sencilla de David Lynch).
Este fondo elegiaco de la poesía de Kooser hace que, en el que quizá sea el mejor poema del libro («Madre»), se llegue a prescindir del todo de las imágenes. Como en «A José María Palacio» de Antonio Machado, aquí basta con enumerar morosamente toda la belleza del mundo: esa «nueva luz» con que el poeta quiere mirar las cosas más sencillas es el dolor de no poder compartirlas ya con la persona amada muerta.
Además del acierto de haber elegido poner al alcance de los lectores de lengua española un libro de tanta calidad, hay que subrayar los méritos de la traducción realizada por el poeta Hilario Barrero, ya que se trata de poemas muy variados métricamente y con distintos registros de lengua, donde además se emplea un vocabulario a menudo endiablado, problemas que han sido resueltos con la mayor solvencia.
José Muñoz Millanes