Vicente Duque
A la memoria de Hans Mayer y Jean Améry
Cuando el viajero arriba a Breendonk, tras atravesar el plat pays bajo las brumas de un verano bochornoso y húmedo, apenas advierte que ha llegado a su destino. La fortaleza es una extraña excrecencia, un hongo de hormigón que ni siquiera destaca a la vista en el relieve de la llanura. Se diría el derrelicto de un antiguo naufragio abandonado en la landa, erosionado en los periodos de mayor inclemencia por el viento del norte, un sedimento de otra era varado en un campo domesticado y apacible que ha sido labrado por generaciones de hombres industriosos. Extendido, casi semihundido en la planicie, Breendonk es la carcasa de un monstruoso crustáceo de brazos amputados que el mar abandonó tras su incompleto repliegue de las tierras en edades pretéritas; en la larga playa que quedó tras la conmoción geológica y el retiro de las aguas, y que ahora es una dilatada extensión primero colonizada, y después roturada y cultivada, el inofensivo fósil gris de un animal otrora terrible y pavoroso. Solo el foso, parcialmente inundado, guarda, como un oscuro espejo de fondo de arena que refleja la imagen invertida de los cielos, el recuerdo de un piélago que todavía bulle con inquietud en la costa a escasa distancia y que parece infiltrarse en la tierra arcillosa en forma de numerosos veneros, como si reclamara insidiosamente su herencia.
El ancho dorso del monstruo que, «como una ballena de las olas», se alza del suelo de Flandes, ofrece al viajero una irregular y discontinua fachada plagada de desconchones y grietas, de lenguas de óxido y líquenes que carcomen el muro leprosado. No existen, o no se advierten a primera vista, los glacis y contraescarpas que el viajero esperaría encontrar en un fuerte construido para la defensa, en una estrella armada y vigilante al estilo de los bastiones construidos por Vauban, sino insólitas concavidades y rugosidades que al narrador del Austerlitz de Sebald, se le antojan también curvas en la morfología de algún ser semejante a un cangrejo. En la isla rectangular de Breendonk un conglomerado de torres de vigilancia, alambres de púas, casamatas, fortines y muros ideados con algún desconocido designio ofrecen a la contemplación del curioso una confusa perspectiva; solo los negros y alquitranados postes de fusilamiento, exentos y verticales, como centinelas erguidos contra el viento, operan como puntos de referencia para los ojos cansados de la gris indeterminación, acentuada por las numerosas estrías calcáreas y lenguas de grava que parecen surgir, aquí y allá, de los muros cuarteados: metástasis de un mal que carcome el fuerte desde su interior.
Nada en este melancólico lugar, que semeja un viejo grabado de cobre de la guerra franco-prusiana de 1870, nos permite relacionarlo con la arquitectura de los presidios literarios. No podríamos encontrar ningún isomorfismo entre la arquitectura del Lager y otras arquitecturas de la literatura de la crueldad. Breendonk no es una fortaleza inaccesible apartada del mundo, un castillo lejano al que se llega por caminos tortuosos y que, como el Silling de Sade, se ha construido en una cumbre rodeada de simas y precipicios como sacrílego altar de ofrendas y ritos de sevicia. A lo sumo comparte con la colonia penitenciaria del relato de Kafka —situada en un paradójico trópico del que podríamos encontrar alguna reminiscencia en este calor del verano belga, bien que aquella «en un valle profundo y arenoso rodeado de yermas colinas»— el carácter casi trivial, casi insignificante. Breendonk es un viejo yelmo oxidado que surte de los légamos, una pieza más en la armadura de un anciano guerrero dispersa como un inmenso yacimiento arqueológico en torno a Amberes. El viajero sabe que Breendonk es uno de los últimos jalones —una de las últimas etapas, entre los fuertes de Liezele y Walem— de la poderosa enceinte de fortificaciones que tenían como misión la defensa del más importante de los puertos de Bélgica; el historial bélico de este eslabón de la cadena, sin embargo, es más bien escaso: rendido a los alemanes tras un breve asedio con ocasión de la Gran Guerra, fue en un periodo posterior escogido como sede del Gran Cuartel General para caso de invasión; desde este recinto el 10 de mayo de 1940, el Comandante en Jefe de las fuerzas de los belgas, Leopoldo III, lanzó su proclama a un país atemorizado por el presentimiento de la devastación y la ruina. En muy poco tiempo, tras dieciocho breves días de resistencia, la Wehrmacht tomaba posesión de un lugar que se convertiría en campo SS-Auffanglager hasta 1944. Los SS alemanes serían sustituidos en septiembre de 1941 por la Wachtgruppe, compuesta por suboficiales y soldados flamencos. Al mando del SS Sturmbannführer Philipp Schmitt y de su lugarteniente Praust —los hombres infames, como los justos, también tienen nombres ordinarios—, y a lo largo de este periodo de casi cuatro años, Breendonk fue una más de entre las oficinas del horror, una más de las estrellas que brillaron con una suerte de luz generada por su propio excedente de crueldad —a pesar de que esta era ya una estrella sucia, atrofiada y opacada por el tiempo en el paisaje de Flandes— en la gran constelación concentracionaria de Europa.
Tras atravesar el puente levadizo y el arco de entrada, el umbral sombrío que se abre como un orificio en la osamenta del fantástico esqueleto, el viajero puede conocer las diversas dependencias del complejo: la sala de registro, donde, bajo una fotografía de Heinrich Himmler y ante un mesa basta y alargada, el prisionero abandona para siempre su nombre y su condición de ciudadano y recibe el número que, en adelante, le servirá como identificación de untermenschen —recuérdese que, según Primo Levi, tanto a ojos de los verdugos como de las víctimas «sólo un hombre es digno de poseer un nombre»—; la cantina de los SS, el lugar destinado al esparcimiento de los guardianes, ornado con máximas marciales escritas en caracteres góticos; las salas de los prisioneros, donde duermen, hacinados, los presos por motivos políticos, resistentes y comunistas; las celdas de aislamiento, dos antiguas salas reconvertidas en asfixiantes cubículos diseñados para el quebranto y el dolor de los espíritus; las barracas de los judíos…
A medida que el viajero va recorriendo las diversas dependencias del complejo se acentúa la sensación de angustia y opresión. Cortos pasillos abovedados, al tiempo casernas para la protección ante un ataque con bombas, sirven como nexo entre los órganos internos de una estructura que se hunde en el subsuelo y que, frente a la impresión inicial, se revela más compleja. Comienza a oler a humedad, a estancamiento, al aire pesado y enrarecido de los lugares sin ventilación. La luz exterior ha desaparecido, y ahora sirven como guías unas pequeñas lámparas, bombillas cuyos filamentos incandescentes y rojizos apenas proyectan pequeños conos de claridad sobre un suelo rugoso. A los lados de los corredores cada vez más húmedos, calabozos cerrados, nuevas cámaras abovedadas y herméticas. De súbito, en una de las sombrías intersecciones de dos corredores, el viajero encuentra la sala de tortura, situada a un nivel inferior, un peldaño más abajo que el pasillo desde el cual se accede. Todo es anodino en un espacio reducido —con razón a algunos supervivientes les mortificaba particularmente el recuerdo de esa horrible intimidad con los verdugos—, una pequeña habitación o mazmorra cuyo único rasgo peculiar frente a los demás espacios del fuerte semihundido es una pared redondeada. Sólo es levemente turbadora la presencia de dos extraños objetos: sobre el suelo un artefacto de madera de forma rectangular compuesto de crestas puntiagudas, ensambladas en forma de sierras; en el punto cenital del techo, una argolla de hierro que se adivina capaz de soportar grandes pesos.
Colgado de ese gancho, izado con las manos atadas a la espalda hasta que las cabezas de los huesos saltaron de sus hombros, pendido en el aire con los brazos dislocados y retorcidos sobre su cuerpo, Jean Améry, de antiguo nombre Hans Mayer —entre estos dos nombres, diría Primo Levi, se desarrollará «su vida sin paz y sin búsqueda de paz»—, recibió su más práctica e inolvidable lección de etimología: «Tortura», del latín torquere, luxar, contorcer, dislocar.
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La colonia penitenciaria de Kafka, metáfora perfecta de la genealogía y la configuración de los campos, prefiguraba al menos dos de los elementos constitutivos de la crueldad de Breendonk: el despojamiento de la palabra —también de aquella que pudiera suscitar una reflexión sobre la muerte o el propio acabamiento— y la reducción del prisionero a la materialidad de la carne. Si la matanza, el genocidio, el Holocausto, la Shoá, es un acontecimiento inverosímil, un fracaso de cualquier intento de ensayo filosófico de la historia en términos de teodicea, como sostiene Levinas, no es solo porque su mera existencia en nuestro tiempo ha quebrado para siempre la confianza en ese principio de causalidad que pudiera hacer pensar en un progreso o avance en sentido teleológico, sino también porque ni los propios supervivientes pudieron hallar palabras —¿acaso para conjurar el miedo?, ¿acaso como inútil exorcismo? — para describir el horror padecido. La inverosimilitud del horror viene marcada por la incapacidad de comunicarlo —algo con lo que contaban los mismos verdugos: «Nadie os va a creer…»—; no en vano, según Freud, la inefabilidad es una de las condiciones para que exista Unheimlich, lo siniestro, aquello que, aun siendo real, se torna inverosímil por su propia improbabilidad. Redundando en esta reflexión, Maurice Blanchot ha calificado al Holocausto como acontecimiento absoluto de la Historia que ha abismado cualquier veleidad de sentido. ¿Cómo guardar tal horrible acontecimiento en nuestro pensamiento, se pregunta Blanchot, cuando el mismo pensamiento que debería guardarlo ha desaparecido por obra de ese acontecimiento absoluto? Ningún pensamiento puede articular las palabras del horror porque las mismas palabras se han anegado en una suerte de catatonia, de intensidad mortal e innombrable. Las muertes voluntarias de Primo Levi o de Jean Améry —«levantar la mano contra uno mismo»— podrían así ser interpretadas como rendición aceptada ante el cansancio de no poder decir la experiencia terrible; la escritura de los supervivientes, un efímero intento de restitución guiado por un resentimiento convertido en actitud moral —al menos esto será particularmente evidente en el caso de Améry— y que, como tal escritura, acaba claudicando en el silencio porque contiene en los signos mismos de los que se sirve el germen de su fracaso. La palabra no es sino pavesa de un incendio que ha consumido los tiempos, apenas nada que permita construir, según ese erróneo principio de causalidad del que había hablado Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos, la fábula ridícula de un mundo ordenado hacia un final justificativo.
Observando los útiles de tortura, el viajero recuerda la ya clásica sentencia de Adorno a propósito de la poesía después de Auschwitz, pero incluso esa interrogación desesperada del filósofo se le antoja manida y, por tanto, devaluada por la repetición. Es preferible acudir a las palabras de Améry que fijan el inicio del despojamiento: «Toda reminiscencia poética se tornó insufrible, ya fuera la «Querida hermana Muerte» de Hesse o la cantada por Rilke: «Señor, da a cada uno su muerte propia, / el morir que de aquella vida brota, / en donde él tuvo amor, sentido y pena»». Cualquier verso se torna «elegante futilidad» ante la omnipresencia de un morir que en el momento de toma de consciencia de la propia vulnerabilidad, de la propia finitud, sustituyó para siempre a la abstracción. Ningún puente para salvar el abismo entre el morir en el Lager y la muerte en Venecia. Yendo más atrás en la afectada tradición del spleen o la cosmética de la angustia y el tedio, el viajero piensa que cualquier lamento por el mal de vivir, propio de la muchas veces simulada angustia existencial de los románticos, enmudece en este moridero; en este lugar de ejecución de las almas y los cuerpos con cuyos caracteres siniestros Breendonk aparece súbitamente revestido. Los fragmentos de un poema de Hölderlin recordados por el superviviente —«Están los muros en pie / fríos y mudos, en el viento / rechinan las veletas»— no son sino palabras hueras, inanes, que han cobrado una dimensión transparente e infranqueable respecto a su propio pasado semántico, signos que con el olvido que pronto los devora solo sirven para dar cuenta de la vacuidad del esteticismo. Ante la palabra agresiva y en alta voz de los verdugos, con su gusto fatal por la apelación, la arenga o el insulto, el prisionero Hans Mayer recuerda al visitante la figura del condenado de Kafka que, a pesar de no entender el francés, el idioma en el que hablan el oficial y el viajero, se esfuerza en seguir las explicaciones «con una especie de soñolienta perseverancia»; sin embargo, Hans Mayer sí entiende ese idioma que, al menos hasta el momento de la tortura, seguirá siendo el suyo, el vínculo o la raíz que lo unen a la patria austriaca, y más concretamente, al Vorarlberg, el lugar donde la familia Mayer ha vivido durante generaciones, y al Salzkammergut, donde Hans Mayer se crió: el preciso lugar del mundo al que se siente unido y considera suyo, donde pudo haber conocido el amor, el sentido, la pena. La sustitución del nombre por las cifras en la sala de registro de Breendonk, su negación como ciudadano y hombre libre, no será sino el primer estadio de un trayecto de aniquilación que alcanza su clímax —la conmoción en la que desembocan todos los ritos de preparación del sacrificio— en el dolor infligido. Como el condenado de Kafka, Hans Mayer conocerá la sentencia en su propio cuerpo. En su hasta entonces casi desconocida condición de judío, en virtud de la cual, como en el caso del condenado sumiso y complaciente de la colonia, la culpa siempre está fuera de duda, recibirá la escritura atroz en su anatomía a una profundidad cada vez mayor, pero esa misma escritura se irá viendo, a medida que supera la barrera epidérmica y profundiza en la carne y los miembros contorsionados, progresivamente difuminada, borradas sus grafías incisivas y mordientes, desleída en la sangre que mana de la víctima. La palabra, como la sangre, como la carne abierta sobre la que se escribe, se abate en el dolor.
Junto con la palabra y la sonoridad poética de los fonemas acordados, junto con la idea abstracta y consoladora de una muerte estetizada, desaparece también el concepto —el pensamiento, el sentido abismado, en términos de Blanchot—, y con él el sistema de referencias que liga al hombre a la vida, al tiempo que le ha tocado vivir. No se alude aquí ni siquiera al mito indecente que ha hecho creer al condenado que unos hechos se suceden a consecuencia de otros —probablemente en el momento de su ingreso en Breendonk el condenado es ya un escéptico en fuga que arrastra consigo sólo restos de las antiguas certidumbres—, sino al propio sistema de referencias y significados que la convención de los hombres ha otorgado a las palabras. La malla conceptual de la filosofía, acaso la misma que en su delirio casi teológico habría auspiciado, por más que en una mínima medida, el propio acto de la vesania y la crueldad, se deshilacha, y en los intersticios de su raída urdimbre se abre paso el vacío: Hans Mayer, versado en el estudio de los filósofos neopositivistas empeñados en el proyecto de reconstrucción lógica del mundo, tendrá tiempo para recordar críticamente al «desagradable mago del país de los alemanes» que había dicho que el ente sólo se aparecía a los humanos bajo la luz del un Ser olvidado y reemplazado por la manifestación fenoménica; «Cómo no. El Ser. Pero en el campo era más convincente que en el exterior el hecho de que la jerga del ente y la luz del Ser no servía para nada». Empero, el dolor no arrastrará consigo sólo la cháchara y los seductores sortilegios metafísicos, con él se quebrará definitivamente el fundamento hegemónico de todo conocimiento riguroso: la fe en el poder ilustrador de la ciencia y la tecnología y en la lengua misma que sirve de soporte a tal poder. Las palabras dejarán de estar vinculadas a un sentido, abandonarán en su dimensión material toda relación de pertenencia a un sistema, devendrán jeroglíficos bajo el signo del morir. Los pronombres personales perderán sus significados unívocos, y su aplicación indistinta y aparentemente no discriminatoria en diferentes contextos —Améry usa el «tú» en alternancia con el «él», en menos ocasiones, solo cuando refiere precarias certidumbres sobre lo que le ha sucedido, el «yo», muy rara vez el «nosotros»— intentará vanamente expresar una identidad destrozada, fragmentada en jirones lingüísticos. «Hans Mayer» dejará de ser Hans Mayer, el hombre perderá para siempre el nombre, su sombra dolorida será de entonces en adelante también esa suerte de sombra nominativa, el anagrama, el acrónimo Jean Améry —del adjetivo amer, amargo, del participio amerri, amarrado—, siempre en la estela de la ausencia. La desaparición del nombre propio no hará sino señalar el final de un proceso de acabamiento y extenuación de lo que nos dice. Con «Hans Mayer» desaparecerá la misma red tupida del lenguaje en cualquiera de sus múltiples formas: la palabra pensada, la palabra poética, la palabra significativa, la palabra bella. La belleza es ilusión; el conocimiento, juego banal de conceptos sin alma; la lógica, una fábula precaria de líneas y relaciones que se disuelve en el absurdo; el tiempo, una sucesión de aconteceres que se tornan irrelevantes en el estremecimiento del dolor; la patria, un fantasma simbólico para siempre inhabitable; la muerte, una palabra extraña y disociada de la ininteligibilidad del morir.
La reducción a la materialidad de la carne es también proceso; doble proceso invertido, porque el cuerpo se va haciendo más presente a medida que se experimenta la ausencia de la palabra y, con ella, la pérdida del mundo. La palabra ausente, cesada por una realidad que se impone de forma totalitaria, deja un hueco salvajemente ocupado por la carne sufriente, por el chillido de espanto. La misma cabeza que atesoraba los versos más hermosos enloquece y se transforma en boca quejumbrosa de un fardo bamboleante: «Una ligera presión con la mano provista de un instrumento de suplicio basta para transformar al otro, incluida su cabeza, donde tal vez se conservan las filosofías de Kant, Hegel y las nueve sinfonías completas y El mundo como voluntad y representación en un puerco que grita estridentemente de terror cuando lo degüellan en el matadero». En la cámara abovedada y hermética, en el órgano interior del monstruoso búnker de Breendonk, el ángel degenera en carne, en haz de nervios hurgados con vesania y estimulados por un dolor del que no podrían dar cuenta ninguna alegoría o juego de metáforas, un dolor que, por inimaginable, no podría ser alojado en ninguno de los círculos del infierno dantesco —y qué frivolidad, se dice el viajero, recordar aquí a Dante; con razón el mismo Sebald duda y se pregunta, curiosamente también a propósito del lugar común, del muy elocuente lugar común del infierno dantesco, en qué medida es admisible la metáfora cuando hablamos del genocidio.
El viajero lee que Hans Mayer refiere que es difícil saber en qué momento comienza la tortura. Los umbrales del dolor son diferentes, varían entre especies, culturas, naciones e individuos. Lo intolerable para algunos es tolerable para otros. La bofetada imprevista del primer interrogatorio en Bruselas podía haber representado la máxima humillación o el primer estadio en la pérdida de la condición y la dignidad humanas. Según las observaciones de la víctima, los rusos y eslavos soportan con más estoicismo la ofensa que los europeos occidentales o los escandinavos. Para aquellos que no conocen cuáles son los límites de su dignidad, o nunca se han planteado cuál es la esencia de esa dignidad aunque sean conscientes de la misma, resulta confuso el umbral de la humillación; este umbral es, probablemente más un pasaje hacia un emplazamiento indeterminado y de atmósfera caliginosa y confusa, al modo de los pasillos húmedos y oscuros de Breendonk, que un dintel bajo el cual se transita a otro lugar ubicado en un espacio dotado de claras, por más que dolorosas, referencias. Sea cual sea el trayecto, el final es el dolor y la transformación del hombre en cuerpo, en carne y sangre. Arrojado de los cielos del consuelo y la palabra, el ángel Hans Mayer se convierte en bestia aherrojada a su mera identidad corporal. El cuerpo se abate sobre sí mismo y se hunde en el solipsismo. Cada fibra biológica se ahonda en el dolor y en el momento en que reacciona a la acción del torturador es una única totalidad sufriente —una suerte de paroxística mise en abîme del espanto y la sensación—. Cada dolor responde a cada nuevo estímulo y suscita dolores reflejos; de la epidermis hasta la última de las prolongaciones filiformes de las células nerviosas la anatomía responde al unísono y emite el aullido del condenado y el puerco.
La degradación a la materialidad de la carne —y qué lejos quedan aquí conceptos como los de «la banalidad del mal», acuñados por alguien que, como Hannah Arendt, solo conoció el mal, simbolizado por el rostro anodino de Adolf Heichmann, a través del cristal blindado de una cabina; o conceptos como el de «Holocausto», que no deja de connotar una muerte por expiación, una matanza que contribuiría a acendrar una fe en el Señor inscrita en ese falso recorrido salvífico y teleológico que Nietzsche había denunciado— puede ser inducida por diversas técnicas que nunca llegaron a ponerse en práctica en toda su variedad en los calabozos de Breendonk. Los procedimientos de individuos como el señor teniente Praust —como gusta de repetir su víctima, deletreando a modo de justiciera letanía todas y cada una de las letras de su nombre, P / R / A / U / S / T, ya que «no hay ninguna razón para silenciarlo»— eran toscos y rutinarios. Los golpes dados con un vergajo atado a la muñeca del verdugo con una cinta de cuero eran, a menudo, el segundo rito tras las bofetadas iniciales y casi protocolarias de los miembros de la Gestapo —y cuánta humillación, cuánto respeto ignominioso ante un torturador que con su capacidad de reducir a un hombre a la materialidad del cuerpo se erige en demiurgo, en semidiós, al igual que los abyectos libertinos de Sade—. A la primera paliza dada por el personal del campo sucedía el rito del gancho y la cadena, y, con él, la pérdida definitiva, irreversible, del pacto del yo con los hombres que aquella primera bofetada de Bruselas ya había presagiado. Nunca más la víctima se cruzará con alguien de quien se pueda presumir la inocencia. Nunca más se podrá asegurar de cualquier peatón o viandante que no haya podido ser, o sea o pueda ser, en un mañana más o menos próximo, un torturador.
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Como ocurre en la colonia de Kafka, sería inútil comunicar al condenado una sentencia que, de todas maneras, conocerá en su propio cuerpo. Seguramente Hans Mayer también observaba con ojos inseguros las cadenas que pendían de la polea y la argolla situada en el centro del techo. Lejos de la tortura prefigurada en Sade o en Kafka —en la que son variados los aditamentos de la crueldad: en el caso del primero, nada menos que todos los instrumentos imaginables destinados a infligir dolor, con lo cual cualquier enumeración resulta ociosa; en el caso del segundo, la máquina que inscribe la sentencia en la piel del detenido y ahonda en la carne hasta matarlo; el tapón de fieltro que tapa su boca y se retira a las dos horas de tortura porque probablemente cumplido ese plazo no le queden fuerzas para gritar; la escudilla de arroz calentada eléctricamente que sirve para reponer fuerzas, al menos hasta la sexta hora, cuando se considera que el condenado no tiene ya ganas ni posibilidades de comer—, la tortura de Breendonk es austera, sigue un rito desnudo y carente de accesorios, cuenta con pocos elementos escenográficos. Toda la representación se reduce al cuerpo. Sin embargo, sí hay un estremecedor paralelismo entre el rito de la tortura en la exótica colonia penitenciaria que visita el viajero de Kafka y el que siguen los esbirros de la Wachtgruppe: en ambos casos, el necio torturado acaba comprendiendo una escritura enigmática que ya no se descifra con los ojos, sino con la carne desgarrada, con las propias heridas.
Y qué lección tan atroz. El mismo Améry se disculpa ante el lector por verse obligado a presentar una descripción cruda de la tortura. Intentará hacer la exposición de una forma concisa —y reaparece el «yo» en uno de esos momentos de aciaga certidumbre, cuando el «yo» es el cuerpo y el cuerpo todo nuestro destino— y el viajero leerá de nuevo sus palabras con una actitud híbrida entre la extrañeza, el pudor y el respeto; la actitud propia de quien se esfuerza inútilmente en descifrar la diagnosis de un mal devastador escrito en los agrietados muros de Breendonk con caracteres para siempre indescifrables: «Se me condujo hasta el aparato. El gancho estaba sujeto a la cadena, que esposaba mis manos tras mis espaldas. Entonces se elevó la cadena junto con mi cuerpo hasta quedar suspendido aproximadamente a un metro de altura sobre el suelo. En semejante posición, o más bien suspensión, con las manos esposadas tras las espaldas y con la única ayuda de la fuerza muscular, sólo es posible mantenerse durante un periodo muy breve en posición semi-inclinada […] La vida recogida en un único, limitado sector del cuerpo, es decir, en las articulaciones del húmero, no reacciona, pues se encuentra agotada completamente por el esfuerzo físico. Un esfuerzo que ni siquiera en personas de constitución robusta puede prolongarse mucho. En cuanto a mí respecta, tuve que rendirme pronto. Oí entonces un crujido y una fractura en mis espaldas que mi cuerpo no ha olvidado hasta hoy. Las cabezas de las articulaciones saltaron de sus cavidades. El mismo peso corporal provocó una luxación, caí al vacío y me encontré colgado de los brazos dislocados, levantados bruscamente por detrás y desde ese momento cerrados sobre la cabeza en posición torcida. Tortura, del latín torquere, luxar, contorcer, dislocar: ¡Toda una lección práctica de etimología!». ■ ■
Referencias bibliográficas
Albahari, David: Goetz y Meyer, Madrid: Editorial Funambulista, 2008.
Améry, Jean: Años de andanzas nada magistrales, Valencia: Pre-textos, 2006.
— Más allá de la culpa y la expiación, Valencia: Pre-textos, 2004.
Blanchot, Maurice: L´Écriture du désastre: Paris: Gallimard, 1980.
Cohen, Esther: Los narradores de Auschwitz, México: Fineo, 2006.
Freud, Sigmund: Lo siniestro, incluido como prólogo a la edición de El hombre de la arena, de E.T.A. Hoffmann, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, Editor, 2008.
Kafka, Franz: En la colonia penitenciaria, incluido en Obras completas III. Narraciones y otros escritos,Barcelona: Galaxia Gutemberg/Círculo de lectores, 2003.
Levi, Primo: Los hundidos y los salvados, Barcelona: Muchnick Editores, 2000.
Nietzsche, Friedrich: Crepúsculo de los ídolos, Madrid: Alianza Editorial, 1994.
Sade, Donatien Alphonse François de: Las 120 jornadas de Sodoma, Barcelona: Tusquets, 1991.
Sebald, Winfried Georg: Austerlitz, Barcelona: Anagrama, 2002.
– Campo Santo, Barcelona: Anagrama, 2007.
–Pútrida patria, Barcelona: Anagrama, 2005.