Autor: 7 julio 2008

Primera hora: de la muerte y otros aspavientos

Construida con sillares gordos de arenisca y siglos, la sacristía de la colegiata de Toro ofrece pacientemente un cuadro que los visitantes suelen premiar, cuando lo ven —y dicho sea esto sin animus jodiendi—, ajustando una mirada de indiferencia o disgusto entre los párpados. En efecto, obedientes a los catecismos turísticos que les ordenan detenerse frente al prestigio de una mosca que descansa desde el siglo xv entre los pliegues nervudos del manto de la Virgen y que da nombre a la tabla pintada, o tal se cree, por Gerard David, los turistas agolpan sus mejores onomatopeyas delante del dichoso díptero. Luego, cuando han visto y examinado a la mosquita inmortal, se marchan en paz y en gracia de Dios. Poco les interesan los cantorales, la orfebrería y demás objetos que custodia la sacristía, ni tampoco el cuadro al que hacíamos mención en el introito. ¿Qué tiene? Bueno, dentro de los colores prietos y foscos, tiene un san Jerónimo —copia de una obra de José de Ribera—, sobresaltado por el jipío supitaño de la chiflata de un ángel y rodeado de los atributos que lo distinguen: el león, la calavera y el recado de escribir.

Si el espectador anda con suerte y logra aislarse de los comentarios de los turistas, se plantará con una carrera de la imaginación en el momento representado por Ribera y una vez allí, recobrado ya el huelgo y sereno el pulso, poco le costará suponer que el santo nudista —¡lo que hace el voto de pobreza!— estaba laborando como cada amanecer en la traducción al latín de la Biblia, la célebre Vulgata, cuando aquel angelote de lorzas miríficas y alígeras le estropeó para siempre la paz de anacoreta con un trompetazo que anunciaba las muy metafísicas fiestas patronales de San Juicio Final. O tal vez le afeaba de ese modo bullanguero un error sintáctico. Quién sabe. El ángel como reencarnación del Appendix probi. Buen tema de estudio para los adictos a la deconstrucción más jevi.

Pero no perdamos el oremus. Decíamos que mientras el turista no oye el zurrido celestial que sobrecoge los fundamentos de la sacristía y se aplica a contarle los pelines de las patas al bicho detrás del reflejo de su propia nariz en el cristal que protege la Virgen de la mosca, que tal es nombre del cuadro, el espectador empieza a perderse ya, blanda la voluntad y soñarrero el mirar, por aquellas soledades y galerías del Barroco. Que la memoria —dicen— tiene algo de saltamontes hiperactivo y enigmático.

Así es. Sin saber por qué, uno en aquella sacristía siempre termina haciéndose el encontradizo con Calderón de la Barca, quien dispuso que, al morir, pasearan sus restos en un féretro descubierto para que todo Madrid advirtiera en qué terminaban los halagos de la gloria. En realidad, a tal punto picaba en el siglo xvii esta intimidad con la muerte, que algunos nobles adquirieron la costumbre de hacerse retratar amortajados y exigían al pintor que les otorgara una ambiciosa palidez de covachuelistas, les insolentase los pómulos y les dibujase una expresión a juego con la severidad de sus vestimentas de murciélago. Luego examinaban el cuadro al trasluz de sus pretensiones, y si todo había ido bien, lo aseguraban sobre la cabecera de la cama. No lo hacían por afición a un sentimiento morboso o macabro, sino porque estaban convencidos de que solo la muerte daba sentido y plenitud a la vida. Y para eso había que tenerla siempre presente. Memento mori.

Como hizo también san Jerónimo, que aprendió a fortalecerse con la esperanza de poder mantener alejados tanto a la vanagloria como al terrible daemon meridianus del desierto eremítico donde moraba si reconocía su rostro en la calavera que tutelaba sus soledades, y que Ribera incorporó en su cuadro junto con el ángel trompetero. Por su parte, los padres del desierto —Antonio, Evagrio, Pacomio, Atanasio y demás, jipis de lo sagrado, outsiders del siglo iv que renegaron de la ostentación y la creciente avidez de poder del cristianismo— decidieron morir voluntariamente a su yo y a sus recuerdos del mundo adiestrándose en el ejercicio de la mortificación, de la plegaria, de la soledad y de la más desnuda introspección psicológica. Y las arenas del desierto, sarpullidas aquí y allá de esqueletos de animales, representaban un vértigo y una ayuda para su propósito: escapar en vida del vientre de la ballena, alcanzar la beatitudo, la liberación de sí mismos, y la calavera allí, repitámoslo, se convertía en un poderoso koan que había que resolver antes de disolverse en el gran silencio de Dios.

Varios siglos después (la memoria, ya se dijo, tiene algo de saltamontes tarambana), Kierkegaard, algunas de cuyas lucidísimas ideas sobre la condición humana sólo pueden entenderse bien si las teorías de Freud lo hubiesen precedido, arguyó que la infelicidad del hombre provenía de los engaños en que se obligaba a creer para eludir la angustia de la muerte. Heidegger insiste con su rugosa prosa de teutón en el mismo tema. Habla el filósofo de la vida inauténtica, cuyos atributos no son para sacarlos en un cuadro, ni siquiera en los de Warhol: la frivolidad, la charlatanería, la banalidad, el confundirse con la muchedumbre y el precaverse con aturdidas y turbias diversiones de la muerte y los grandes problemas de la existencia. Frente a esto, sostiene Heidegger, se alza aquel que acepta su destino —lo incontestable de la muerte— y vive conforme a ello, es decir, libre. Otro ejemplo. Don Juan Mathus, el brujo indio yaqui inventado por Castaneda, le recomendaba a este que llevase su propia muerte por compañera y sólo le pidiera consejo a ella cuando no supiera qué hacer, qué decisión tomar. Rilke ansiaba una muerte personal, propia, «una muerte consumada, feliz y entusiasta, como solo los santos supieron concebirla», y no una muerte trivial, anodina o intercambiable.

Y, en fin, dentro del corral ibérico encontramos la voz de Ortega y Gasset con el mismo contenido, aunque con mejor estilo que el de Heidegger: «Observad a los que os rodean y veréis cómo avanzan perdidos por su vida; van como sonámbulos dentro de su buena o mala suerte, sin tener la más ligera sospecha de lo que les pasa. Los oiréis hablar en fórmulas taxativas sobre sí mismos y sobre su entorno, lo cual indicaría que poseen ideas sobre todo ello. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan mucho ni poco la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis, hallaréis que ni siquiera pretenden ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario: el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de lo real, de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus «ideas» no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad». Y ¿cuál es esa realidad? Su finitud, su propia muerte, pero entendida no como verdad última que debe presidir, como la calavera, nuestros afanes, lo que le conduciría a una vida «auténtica», sino como ejercicio neurótico mediante el cual defenderse de sí mismo.

Parece que uno estuviera oyendo en Ortega el eco de Juan de Yepes cuando habla del vaciamiento y la pérdida de sí mismo en la nada que, paradójicamente, es de donde puede venir la salvación. «Para venir a gustarlo todo / no quieras tener gusto en nada. / Para venir a poseerlo todo / no quieras poseer algo en nada. / Para venir a serlo todo / no quieras ser algo en nada». Palabras que coinciden con aquellas de Jesús de Galilea: «Todo el que quiera salvar su vida, la perderá». Palabras que apuntan a la necesidad de aniquilar el yo, esa mera construcción cultural que creemos personal, para lograr la verdadera identidad. Y para ello es necesaria la muerte, la muerte simbólica, el desasimiento de Eckhart: «¡Oh alma mía, / sal fuera, Dios entra! / Hunde todo mi ser / en la nada de Dios / ¡Húndete en el caudal sin fondo! / Si salgo de ti, / tú vienes a mí, / si yo me pierdo, / a ti te encuentro. / ¡Oh Bien más allá del ser!»

La muerte nunca ha estado tan presente en nuestras vidas como hoy, ni siquiera en el Barroco o en las grandes tradiciones ascéticas y místicas por las que tan deprisa y a la ligera hemos tenido que pasar. Hoy, en efecto, asistimos a la beatificación perpetua de la muerte. Y, sin embargo, se la trata con la misma inconsciencia del turista que entra en la colegiata de Toro y solo ve allí la Virgen de la mosca. La muerte es algo de lo que nadie habla ni en público ni en privado, como si no existiera, y hasta se escarnecen a los muertos maquillándolos en los tanatorios, lo mismo que si fueran a retransmitir el velorio por un canal televisivo de pago y hubieran de estar presentables. (Ya no educa a la sociedad el hierofante, el maestro, el filósofo, el poeta o el sabio, sino la televisión.) Hemos privado a la muerte de su auténtico significado. Y ahí están, para impedirme mentir, las noticias de muertos a granel y esas tanatófilas películas que nos han averiado la conciencia, empedernido el sentir y convertido algo muy serio en un juego irresponsable, igual que esas grabaciones de peleas, metonimias de la muerte en definitiva, que hacen ciertos adolescentes con los móviles. Si no podemos crear como los dioses, al menos vamos a destruir como ellos, lo que en el fondo no es más que una manifestación del desgarrador miedo del hombre a la muerte, del «heroísmo fracasado» (Ernest Becker), tan presente hoy. Ya no son ni los de Escila ni los de Caribdis quienes ejecutan gratuitamente, sino un mozalbete que se aburre y le propina una paliza a otro sin más porqué que el de matar (nunca mejor dicho) el tedio, la pura náusea de estar obligado a vivir dentro del mysterium tremendum (Rudolf Otto) de la Existencia incomprensible. Como incomprensible es, hoy que tanto se habla del nuevo paradigma gnoseológico, que la literatura no recupere el papel de guía que tuvo antaño y se limite a repetir hasta el hartazgo historietas para que los adultos-niños concilien el sueño y no tengan pesadillas, historietas en las que todo está controlado e higienizado por las editoriales y los premios de mucho postín.

Decido marcharme de la sacristía. Acaba de entrar otro grupo de turistas y no tengo ánimos para quedarme a comprobar, una vez más, cómo se abalanza frente a la Virgen de la mosca e inicia allí el rito de la exclamación. Mientras me alejo, sonrío al acordarme de una de las frases de Cioran, esos fuegos de ingenio que no bastan, pese a los muchos que contiene su obra, para juntarlos y hacer con ellos una llamita que a uno le caliente siquiera las manos: «En un mundo sin melancolía los ruiseñores se pondrían a escupir y los lirios abrirían un burdel».

Y eso es lo último que escribo en la libreta, sentado en un banco de la colegiata —hago una llamada en el margen para buscar después la cita de Ortega—. Luego salgo al sol espacioso de finales de junio en Castilla. Por delante tengo dos horas y pico de viaje a Madrid. Que la calavera de san Jerónimo y el desasimiento de Eckhart me guíen. Amén.

Segunda hora: las nieves de antaño no se marchitan

Decía Luis Rosales que «la muerte no interrumpe nada». Francesco Petrarca también lo sabía y por eso en muchas de sus Familiares se dirige a personajes célebres de la Antigüedad, sabedor de que el tiempo nada puede contra la vida de la palabra. Podía así dialogar con ellos, a diferencia de lo que le sucedía con sus contemporáneos, barbari moderni, que no entendían su amor por los libros, maestros en la construcción de la personalidad y no meros objetos. De este modo comienza su carta a Homero: «Mucho antes de que llegara tu carta había yo tenido intención de escribirte…» Pues bien, hoy, mientras viajaba en el autobús, tanto el gesto que un anciano trazó con la mano al declinar el asiento que le ofrecía una joven como el tono de su voz, en que se demoraba la última palabra de cada frase, me hicieron recordar a Alonso Zamora Vicente, quien el día en que lo conocí en persona se pasó un buen rato hablando por lo menudo de Petrarca. A don Alonso, como pronto aprendería a llamarlo, fui a verlo yo una tarde en la que el calor bronco del verano sobrevivía aún, inmóvil y empeñoso, en los últimos días de septiembre de 1996. Después de tomar varios autobuses que atravesaron complejos industriales, una plaza de toros, un estudio de televisión y un campo escarmentado por el sol donde prosperaban menos las vides que las malas hierbas, llegué a su domicilio de San Sebastián de los Reyes (afueras de Madrid) a eso de las cinco y pico, sofocado y nervioso, lo primero por el calor y lo segundo porque me retrasaba. La urbanización era un laberinto de calles idénticas en las que únicamente se veían chalés de mucho rumbo y se oían los ladridos indómitos de perros imponentes, que asomaban a mi paso el hocico babeante de ira por entre las verjas y los arbustos que crecían detrás. No había un alma en aquellas soledades a quien preguntar y la aguja del reloj merodeaba inquietantemente las cinco y media. Varias vueltas después, y casi disciplinada la chaqueta, medio sereno el ánimo y recompuesto el ademán, me aseguré de que el número de la cancela frente al que me había detenido coincidía con que el que llevaba anotado en un papel y, antes de que al perrazo psicópata que ladraba al otro lado de la acera se le ocurriera saltar y hacer una carnicería, pulsé el timbre. El hombre que se acercó a abrirme era el mismo que yo había visto en la fotografía que resguardaban las solapas de Primeras hojas —un excelente libro de relatos—, solo que un poco más mayor y sin corbata. Zamora Vicente aparentaba unos ochenta años, tenía los hombros caedizos y los andares despaciosos, aunque no tan torpes como para reclamar la ayuda de un bastón. Cruzado el jardín, me invitó a entrar en una especie de comedor donde nos vigilaban libros, innumerables figuras de porcelana y un piano. Las ventanas abiertas removían un olor a tierra húmeda y a café. En los instantes que consumimos en presentaciones (se supone que yo debía ayudarle en la edición que él iba a preparar del teatro de Camoens), intuí lo que habría de comprobar a continuación: que la fama de individuo amigable, irónico, algo distante y nada vanidoso estaba tan difundida como justificada entre los que le conocían. Más tarde, mientras tomábamos café en tazas de Fajalauza —de la procedencia me informó él, porque para mí no diferían de las que se compran en las tiendas de los chinos—, se extravió en un monólogo cada vez más solipsista, valga el pleonasmo, de cuyas honduras iba sacando recuerdos de Menéndez Pidal, de Pedro Salinas o de Cortázar, a todos los cuales conoció y trató y de los que, sorprendentemente en el mundo de los filólogos y literatos, hablaba casi bien. Poco a poco la voz se le fue espesando de tristuras. Por debajo de sus palabras pasaba, como el viejo y artesano río de Heráclito pasa por debajo de cualquier río, una nostalgia que a medida que crecía menos se preocupaba él de disimular o corregir. Y así estuvimos un rato, café va y escritor viene, hasta que se detuvo en Petrarca y me ofreció la mejor lección que yo haya oído jamás sobre el poeta aretino. Hoy, doce años después de mi encuentro con el ya difunto don Alonso, si bien una superstición me impide borrar su número de teléfono de la agenda, un anciano desconocido me ha hecho revivir en el autobús aquel día y una carta de Petrarca en el buzón de mi casa me lo ha recordado. Non omnis moriar multaque pars mei vitabit Libitinam, etcétera.

Tercera hora: «Entiéndame quien pueda, que yo me entiendo»

¡Salud! Hoy 30 de junio ha terminado el curso en la enseñanza media y no creo que el menudear papeles y burocracias, que tal se le exige al profesor hoy, aunque te extrañe y repugne, contribuya a mejorar nuestra maltrecha educación. Todo lo contrario, amigo Francesco, pero pintan bastos. Y como además vivimos en un mundo que parece obstinado en enloquecer del todo cuanto antes, el deseo de conseguir no sé qué certificado de calidad, como el de la leche Pascual, ha terminado por llegar a los colegios; y ahí nos tienes que ver componiendo estúpidos y muy aplicados inventarios de aula, trazando crucecitas en cuestionarios como si fuéramos abueletes que aguardan en la consulta del médico, rellenando informes moñas, asistiendo a reuniones en las que se multiplican las normas de conducta y se discuten temas tan empingorotados como si hay que castigar o no a un alumno porque le suene el móvil en el aula y asuntos similares de muy cumplida enjundia. ¿Me podrás creer, micer Petrarca, que desde que me gano el pan en la enseñanza secundaria no he conseguido hablar con mis colegas de literatura y casi de ningún otro asunto que exceda las bardas de lo colegial o administrativo?

Pienso que la fama de zote y badulaque que persigue al profesor en este país es merecidísima, y eso por no hablar de los bajos niveles morales que nos aquejan: insidias, celos, chismes y macutazos en una profesión en la que, según algunos, debería prestigiarse el altruismo y alentar la generosidad del chaval. Se conoce que lilailas y boberas crecen en todos los suelos. Las cosas andan revueltas, ya te digo. Por ejemplo, y a propósito de lo anterior, si uno concibe el disparate de participar con sus alumnos en algún certamen nacional de periodismo y tiene la mala suerte no ya de ganar, sino de figurar entre los finalistas, muchos de sus colegas —zurrapas y galloferos ellos— no tardarán en regatearle valor o en premiarlo menos con la indiferencia que con la más dura y ruin ley del silencio. Así es. Aunque menos mal que en tierra de abrojos asoma de cuando en cuando una rosa y no todos cojean del mismo juanete. O sea, que mientras muchos callarán como putas, algunas almas ecuánimes valorarán el esfuerzo y la entrega de los muchachos y el profesor. Son los menos, lamentablemente.

Pero lo peor de todo, micer Francesco, no es esto. No, lo peor es que a estas alturas del partido uno empieza a rendirse ya a la certidumbre de que no tiene enmienda ni esto ni la sequedad intelectual del profesor medio, el que más abunda para desgracia de alumnos y escarnio de nuestra cofradía. ¿Qué piensas de este panorama, qué de las humanidades? Por cierto, ¿acabará el Estado por suprimirlas como hizo Justiniano con las escuelas neoplatónicas de Atenas en nombre del cristianismo? ¿Serán hoy el equivalente de este la tecnología, la ignorancia y el culto al Número? Visto lo visto, cualquiera diría que sí y que el profesor, además, se atarea en precipitar el desenlace, porque eso de investigar, de leer, de forjarse ideas propias e inducir al alumno a que haga lo mismo cueste lo que cueste y caiga quien caiga no va con la mayoría de nosotros, y ahí tienes el manotazo de las consecuencias: un ciego adulto conduciendo a un tuerto adolescente, como cuando aquel consume horas y horas adoctrinando al chico para que no repare en las ropas de marca ni en la apariencia de los condiscípulos, porque eso no es lo importante, y en cambio él está histéricamente atento a no repetir vestimenta en la semana y a acechar qué llevan puesto los demás compañeros de trabajo, hasta el punto de que si algún desventurado se descarría y se le ocurre presentarse en clase con zapatillas de deporte y camiseta suben su nombre en la peana y lo pasean en el recreo por entre las muy inteligentes locucioncillas de los manolos y marujas de guardia, para que escarmiente. ¡Qué se habrá creído! Y eso por no hablar de las vacaciones. En efecto, si les confiesas que no vas a visitar ningún país extranjero, ni siquiera los que no están en guerra, y arguyes que prefieres quedarte en tu pueblo cuidando de tu huertecillo —como hiciste tú, micer Francesco, en Vaucluse—, leyendo y escribiendo allí lo que se tercie, oyendo el ronroneo de las aguas del arroyo al caer la tarde, paseando con tu mujer por las trochas que separan el amarillo jubiloso de los trigales y conversando con los lugareños frente a un alegre vaso de vino, si les dices todo esto, incluso si les dices sólo la mitad, te castigan con una mirada de conmiseración en el mejor de los casos y con una sonrisita de conejo en el peor; en ambos, con ese desdén fiero que sube a borbotones y sin cordura desde el fondo de los calcañares. ¡Qué raro es el tío este! ¡Qué pena!

«Con cierta frecuencia», escribe Ken Wilber, «se dice que, en los mundos moderno y posmoderno, las fuerzas de la oscuridad se ciernen sobre nosotros, pero yo creo que eso no es cierto y que tanto lo oscuro como lo profundo encierran verdades curativas. Las fuerzas que amenazan la Verdad, la Bondad y la Belleza no son, en mi opinión, las de la oscuridad, sino las de la superficialidad».

Pues bien, altanero y sabihondo, el profesor lleva mucho tiempo viviendo allí, perfeccionando el orgullo de su inanidad, que para eso se sacó una licenciatura, y por eso se ufana en instruir al alumno, que no en educarlo, y se obliga a transmitirle unos conocimientos sin vida que hasta él le aburren para que el día de mañana el chico sea un hombre de provecho, esto es, para que se acomode sin retortijones de inteligencia al paraíso de lo superficial y moribundo y anime después a sus hijos a conformarse sin hacer demasiadas preguntas. De este modo incurrimos en el mismo vicio que pretendemos erradicar en el alumno: el no estudiar, el no interesarse por el mundo. Porque vamos a ver, ¿cómo va a respetar este la lengua si las mazmorras de la Inquisición son hoteles de cinco estrellas en comparación con lo que tú haces con el idioma? ¿Cómo quieres que el alumno escriba decentemente si tú eres el primero al que le cuesta una apoplejía el componer una oración sin anacolutos? ¿Cómo pretendes que disfrute del Quijote si tú eres el primero que, confiésalo, no lo ha leído entero o lo leíste a la zacapella en la universidad, si es que allí tuviste un buen profesor y no, como se estila, un mediocre?

¡Qué diferencia entre lo de hogaño y lo que tú recomendabas, amigo Petrarca, en una célebre carta, al que deseaba enseñar! Primero, aconsejabas, hay que guardar silencio durante años, pero hoy parece que todo se alía entre sí para dificultarnos esa necesaria paz interior, y en el gremio de los profesores, por si fuera poco, abundan los hablistanes, florecen los gárrulos, prosperan las cotorras, hormiguean los parleros y medran los que más cascan y murmuran. Segundo, conocerse bien antes de transmitir un saber, pues sólo el que se conquista a sí mismo es capaz de estar libre tanto del apego y el rechazo como de ver al alumno sin miedo ni ansiedades; por último, dominar la materia que se enseña y no únicamente las cuatro o cinco insignificancias que incluyen los temarios y que, a fuerza de repetición curso tras curso, hasta el profesor acaba memorizando.

¡Qué tiempos estos, coño! O por decirlo con las palabras de tu admirado Cicerón, que no es una marca de relojes: O tempus, o mores! Sí, qué tiempos estos en que tantos y tantos dómines no se sonrojan al admitir a calzón bajado que no leen un libro, que jamás han escrito un artículo de investigación sobre su disciplina, que pretextan que el par de hijos que tienen le roba el poco tiempo del que disponen, cuando veinte tuvo Bach y eso no le estorbó componer los Conciertos de Brandeburgo o la Pasión según San Mateo; profesores, en fin, cuyas inquietudes se reducen a asegurarse la jornada completa, a finalizar el libro de texto para no dejar un hueco en la memoria del curso y esquivar el réspice del sanedrín pedagógico, a acobardarse o a preparar quejas y lastimanzas frente a la nueva ley de educación, a mantener la disciplina en el aula no ayudándose de su personalidad o ethos que decían los viejos retóricos y Aristóteles, ni procurando hacer atractiva la asignatura, por supuesto, sino esgrimiendo la santa cruz del reglamento de régimen interior. Nada importa que los alumnos sepan o no, que sean críticos y juiciosos, sino que suspendan pocos, como por otra parte les ocurre a los ministros de Educación, si es que no son una entelequia y existen. Los padres, en general, no caminan con mejores abarcas. Pero ese es otro tema.

En el fondo, muy en el fondo, es verdad, todo este asunto me hace gracia —a la fuerza ahorcan—, porque no tiene solución, y pie tras pie voy aprendiendo a esconder el disgusto bajo una sonrisa amarga de dientes adentro, pero no siempre lo logro, lo admito. Hay días, cuando me toca asistir a las reuniones, en las que casi nunca intervengo menos por carácter que por prudencia, que salgo de allí apretando la boina, entro en el coche y huyo a las encinas y al silencio escondido de El Pardo. Allí tomo un libro de la guantera y trato de remediar el disgusto con unas buenas páginas de Eliade, de Montaigne, de Huxley, de Pla o de Rafael Guillén. Mano de santo. Al cabo de media hora uno ha logrado ver de nuevo al ser humano con cierta cínica dulzura.

Pero no es eso, no es eso. Se supone que en los colegios e institutos se protege y transmite el saber y que para ello debería haber un constante intercambio de ideas entre los profesores. Ahora bien, esas ideas se adquieren con el estudio, y allí no estudia nadie. Tampoco son precisamente dañinas las pretensiones formuladas hace casi quinientos años por Erasmo sobre la educación, y que Michel Onfray resume así: «Estimular la inteligencia y no la memoria, tender a una cabeza bien formada y no a una cabeza llena, otorgar un papel fundamental a los textos antiguos, respetar la libertad e individualidad de los alumnos y practicar cotidianamente la conversación». Bueno, a lo mejor porque estas ideas sobre la educación no son, en efecto, dañinas, no se llevan a cabo, a ver si nos van a salir individuos libres de verdad y luego ya me dirás tú quién los domina.

Estoy cansado. Paro, me detengo, no sigo, tasco el freno aquí. Y no entiendas, amigo Franceso, esta carta como un desahogo atrabiliario, sino como una descripción lo más objetiva y desapasionada posible de una profesión cada vez, y por desgracia, más degradada, más hundida en su propio narcisismo autocomplaciente, en su conservadurismo trasnochado, en su idiocia —en el sentido etimológico— intelectual. Y no sirve argüir que en todos los oficios cuecen habas y que los tirios andan tan confundidos como los troyanos, porque eso equivaldría a agigantar y a multiplicar los problemas y a sentenciar que las cosas, definitivamente, están peor de lo que parecen. No. Creo que se impone un examen urgente de cada uno de nosotros mismos si queremos que la escuela sea algo más que un gueto, que una cárcel, que una fábrica de futuros locos adaptados a una sociedad cada vez más enferma, y enferma sobre todo porque ni siquiera reconoce o quiere admitir su propia dolencia, su miedo a ser, y por eso se ocupa de determinar cuál es el sexo de los ángeles y qué sanción le corresponde a un alumno cuyo móvil suena extemporáneamente. No sé, micer Francesco, cómo terminarán estas misas, aunque presiento que sin ángeles, ni trompetas, ni san Jerónimos; sólo azufre, chirriar de dientes y moscas sin vírgenes. ¿Quién escribirá entonces a los clásicos, si ya nadie los conocerá? ¿Quién se acordará de Homero? ¿Quién se atreverá a vivir de su propia muerte? Pero hasta que lleguen esos amenes, paciencia y barajar, que decía mi señor don Quijote. Durante cuánto tiempo, no lo sé. Sólo nos quedan ya las horas desnudas.

Vale et vive feliciter. ■ ■


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