Autor: 5 noviembre 2008

Isaías Lerner

Después de la revolución militar que sacó del poder al presidente Perón en 1955, las universidades argentinas, y en particular la de Buenos Aires, comenzaron un periodo de recuperación y renovación que, por lo menos en la de Buenos Aires, supuso la reincorporación de muchos docentes que el régimen peronista había excluido ya sea por razones políticas o por mero favoritismo; la confirmación de otros, y el nombramiento de nuevos catedráticos que, por complejos motivos, habían permanecido hasta entonces al margen de la docencia universitaria.

La Facultad de Filosofía y Letras, que había sido particularmente castigada durante los años del primer peronismo, recibió como interventor a un destacado historiador, Alberto M. Salas, que inició una tarea de reordenamiento, ahora tal vez algo olvidada, pero que hoy algunos consideramos de extraordinarias y valiosas consecuencias académicas.

Entre sus nombramientos más prestigiosos, y al mismo tiempo más innovadores, estuvo el de Jorge Luis Borges. Si no me equivoco, se le ofreció entonces la cátedra de literatura alemana, ya que había publicado su Antiguas literaturas germánicas «con la colaboración de Delia Ingenieros», porque, creo, era la materia que le hubiera gustado enseñar. Lo cierto es que por esos años (1956‑1957) su vista había desmejorado mucho y no podía leer más solo. Dependía entonces de su madre para la lectura y Leonor de Acevedo no sabía alemán. Podía sí leer inglés y Borges propuso al decano dictar esa materia. Todo esto transgredía muchas banales ordenanzas administrativas, pero para entonces Borges comenzaba a ser una figura internacional de prestigio indiscutido, aunque nada comparable a lo que sería en los años posteriores a la década de los sesenta, y fue aceptada su propuesta.

En esos años estaba al final de mis estudios y me faltaban muy pocos cursos para completar la carrera de letras. Decidí postergar la graduación para poder inscribirme en el curso de Borges. Nunca me he arrepentido de esta, entre las muchas demoras que caracterizan mi conducta. Yo ya era fervoroso lector de su obra y oyente infaltable de sus conferencias y cursillos. Especialmente los del Colegio Libre de Estudios Superiores, institución privada de corte liberal que se había convertido, en los años del gobierno de Perón, en foro para intelectuales desplazados de la universidad y de otras instituciones, por la política cultural y científica del régimen.

La idea de seguir todo un curso sobre literatura inglesa y norteamericana con Borges en la facultad se convirtió en una prioridad sobre cualquier otro proyecto profesional, o así creo que lo veo ahora.

Las expectativas eran grandes, menos por lo que iba a aprender de literatura inglesa que por lo que iba a entender sobre literatura desde la perspectiva personal y antiacadémica de Borges. Pensar un Borges profesor contestatario y rebelde suena disparatado. Particularmente ahora, cuando la opinión que prevalece es la del Borges que han inventado las entrevistas y las banalidades del periodismo que pretende ser cultural. Tampoco creo que lo veían así los jóvenes escritores que se rebelaban contra lo que entonces consideraban el orden establecido por las instituciones culturales consagradas. Pero frente a cierta chatura académica que caracterizaba la universidad de los años en que cursaba mis estudios, y salvo muy raras y honrosas excepciones, las clases de Borges representaron un auténtico aire renovador y un verdadero privilegio. Por lo demás, Borges sospechaba bastante de la metodología académica y así lo declara, con su particular forma irónica, en versos de «Invocación a Joyce»: «Fuimos el imagismo, el cubismo, / los conventículos y sectas / que las crédulas universidades veneran».

En el viejo edificio lindero con el Rectorado de la Universidad, en la calle Viamonte, en donde se había arrinconado la Facultad de Filosofía y Letras, por entonces la más pequeña de todas las facultades, porque todavía no se habían incorporado las ciencias sociales, que la transformaron en una institución multitudinaria y altamente sospechosa para los militares sospechosos de todo pensamiento crítico que volvieron al poder en 1966. En ese edificio, pues, a Borges le asignaron un aula de la planta baja en el pasillo central seguramente para hacerle menos azaroso el acceso. Para entonces, había adquirido Borges una perfecta noción del tiempo de una conferencia. Es decir, cincuenta minutos exactos para desarrollar el tema que se proponía examinar. Borges llegaba minutos antes, siempre rodeado de amigas, colaboradoras y lectoras fieles, fácilmente reconocibles en el mar de rostros jóvenes de los estudiantes que poblaban las aulas y los corredores. De ellas recuerdo que lo acompañaban y asistían a las clases Delia Ingenieros, Rosita Genijovich y Alicia Jurado; no era yo entonces capaz de reconocer a las otras amistades, seguramente del ambiente de la revista Sur, que, por lo demás, tenía su redacción a escasa distancia del edificio de la facultad.

Los alumnos ya estábamos reunidos junto a la puerta del aula a la espera de que terminara la clase inmediatamente anterior, cuando Borges llegaba. En ella, ese año, dictaba clase de literatura española del xvi y del xvii el catedrático Ángel Batistessa, que se demoraba casi siempre más allá del tiempo reglamentario, por pura distracción o por perversa manía. Esto ponía muy nervioso a Borges, que veía la estructura de su clase a punto de ser alterada.

En efecto, la larga experiencia que había adquirido como conferencista le había dado una infrecuente capacidad para dotar a sus clases de un orden riguroso y de una simetría ejemplar basada no solo en el orden de ideas sino también en el tiempo asignado. El placer de reconocer esas virtudes que hicieron de su prosa de creación (en la que naturalmente hay que incluir sus ensayos) el modelo que habría de cambiar la manera de escribir en castellano (o así lo veíamos nosotros) es hasta hoy el mejor recuerdo docente que conservo de sus clases y que traté de aplicar, con resultados no siempre satisfactorios, a mi propio modo de enseñar. Pero no solamente esta deslumbrante arquitectura de la clase casi geométricamente diseñada y con clara conciencia de los elementos que de cada autor quería destacar Borges. La más atractiva enseñanza que se desprendía de sus clases estaba relacionada con lo que me gusta considerar como sus conceptos fundamentales de una teoría general de la escritura; una especie de estética que cada una de sus clases ejemplificaba con otros textos. Por cierto, algo de esto está expuesto de modo fragmentario en sus escritos. Pero la transposición a las clases le otorgaba a sus ideas un dinamismo particular y también un poder mayor de convicción que la inmediatez de los gestos, las curiosas inflexiones de voz, en su particular monotonía y cadencia marcadas por su peculiar stacatto, hacían más convincentes y más retadoras.

Así pues, comenzar el curso con una larga introducción sobre poesía gauchesca para autorizar su lectura de Chaucer; o al revés, utilizar a Virgilio con el propósito de aclarar un texto en apariencia alejado de la imitación de los clásicos, representaba no solamente una nueva manera de leer las literaturas del mundo desde la lejana Buenos Aires, para alumnos muy ignorantes y agobiados por la enseñanza de una historia literaria que solo parecía interesarse por la biografía de los autores tratados, también significaba poner en práctica la idea tan borgiana de la universalidad del acto literario, la posesión universal y despersonalizada de la palabra y de la expresión artística. Es decir, el descubrimiento del universo de la creación. Por ello, en «Otro poema de los dones» mezcla en su agradecimiento al «… divino / laberinto de los efectos y las causas» a Homero y Schopenauer con Sócrates y Swedenborg, a Verlaine con «… aquel sevillano que redactó la Epístola Moral / y cuyo nombre, como él hubiera preferido, / ignoramos» a «… Séneca y Lucano, de Córdoba, / que antes del español escribieron / toda la literatura española» con Walt Withman y Francisco de Asís…

Por ello la elección de autores olvidados o no siempre presentes en el canon tradicional (¿qué hacían Gibbon y su favorito Sir Thomas Browne cuando detenía su repaso de las letras inglesas en el xix?) era un modo de transgresión que no podía confundirse con la arbitrariedad. Era más bien la literatura inglesa de Borges y en esto residía su enseñanza especial.

He hablado de su voz y de sus gestos. De estos últimos es imposible olvidar, porque tenía algo de conmovedor y de idiosincrático al mismo tiempo, el movimiento, al principio de la clase, de sacar su gran reloj de bolsillo y acercarlo peligrosamente al rostro para poder ver las agujas; el acto de acomodar sus manos sobre el pupitre, una cubriendo la otra, como siempre, y que daba a su postura una curiosa dignidad; la mirada de sus ojos claros y casi inmóviles fija en un vacío terriblemente literal, y para nuestro pánico, el movimiento expresivo de los brazos, que marcaban siempre un énfasis didáctico, y que acercaba peligrosamente (y para desesperación de todos) una de sus manos, al perenne vaso de agua que a veces solía tomar. Nunca volví a sentir la inexorabilidad de la próxima ceguera con tanta ansiedad y con mayor sentido de perversa ironía: quien iluminaba los textos elegidos con tan deslumbrante claridad, estaba entrando, literalmente, en la oscuridad.

Por cierto, preparar los exámenes orales era otro de los desafíos. No sabíamos bien lo que Borges quería de nosotros o lo que iba a pedir que supiéramos. Ni siquiera sabíamos cómo poder prepararnos para sus preguntas, pues los apuntes tomados a velocidad de vértigo eran de poca ayuda, porque sonaban tan a Borges. Ahora me parece que tampoco él lo sabía muy bien. La mayoría se decidió por una forma austera de la paráfrasis de sus clases y era esto, en verdad, lo que más habría de apreciar a la hora de contestar sus preguntas definidas por una completa falta de especificidad. Lo sé por experiencia propia, imposible de olvidar.

No sé si llegamos a transmitirle, los que admiramos sus clases, nuestro agradecimiento por lo recibido y tampoco sé si esperaba algo especial a cambio. Sin embargo, la suerte y un misterioso y muy borgeano tejido de casualidades, hizo posible que pudiera expresarle, casi treinta años después y un poco atolondradamente, mi gratitud. Borges había sido invitado a Nueva York para la convención multitudinaria de profesores de lenguas y literaturas de las universidades de Estados Unidos para dar una conferencia magistral. Estaba también en Nueva York Enrique Pezzoni, su amigo y uno de sus mejores críticos, y viejo compañero de avatares docentes en Buenos Aires. En un tranquilo restaurante japonés donde cenamos con María Kodama y Lía Schwartz le dije finalmente a Borges todo lo que había significado su curso y se mostró honestamente sorprendido y particularmente agradecido. Este rasgo de genuina modestia de parte de quien había sido ovacionado horas antes por un vasto auditorio de especialistas y escritores volvió a dar intensa y melancólica actualidad a sus clases en la ruinosa aula de la calle Viamonte, que tal vez ya ni exista.

Lo que hoy recuerdo, alejado de toda comprobación que no esté basada en una vaga y traicionera memoria de la experiencia vivida, es la conciencia clara y firme de una deuda intelectual y estética extraordinaria y de importancia fundamental para mi formación. Finalmente, y como sucede muchas veces en el azaroso mundo de la enseñanza de las humanidades, la literatura inglesa tuve que estudiarla por mi cuenta, cuando fue necesario. ■ ■


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