Autor: 23 enero 2007

Eugenio Montejo: Fábula del escriba
Pre-Textos, Valencia, 2006

Fábula del escriba de Eugenio Montejo es un libro de poemas dividido en cuatro partes: “Fábula del escriba”, “Diez pavanas”, “Tiempo y trastiempo” y “Apuntes de Jorge Silvestre” (esta última notoriamente más breve que las anteriores). Por otra parte, si el título general alude a ese misterio, o esa magia, que es la escritura, yo diría que el tiempo, la conciencia de la temporalidad, es el tema dominante del conjunto.

Tiene este, por tanto, un inevitable tono melancólico, elegiaco, que convierte al poeta, al sujeto poético que habla en la mayoría de los textos, en un espectador póstumo de sí mismo, en alguien que se ubica, para decirlo con sus propias palabras, en un trastiempo. Debo añadir también que conceptos como melancolía, elegía, etcétera no excluyen otros como intensidad, celebración, hedonismo… Es más: los segundos vienen a ser como una consecuencia lógica de los primeros. La realidad, vivida con un sentimiento de precariedad, potencia su belleza, urge al canto, trata de robarle a la muerte algunos instantes de felicidad, unas pocas monedas verbales que solo cotizan en ese mercado abstracto de la literatura. Y entrando ya en materia, “El duende” al que se refiere el primer poema del libro no es la inspiración, ni un profano ángel de la guarda, ni un espectro hamletiano.

Ocurre que el poeta maduro vigilaba al poeta adolescente que escribía “con tabaco y lámpara” en un juego donde se altera ¿mágicamente? el orden de la secuencia temporal: “este / que cifra ya sesenta, / este era el duende”. Todo para resaltar, al final, que solo el viento infatigable de la noche, el hondo silencio, “la naufragante nada en torno a todo” acompañan en la actualidad al escriba. Desolación, pues, de una carencia: la tutela del duende husmeando entre las letras del poema. Los pájaros, en el animalario poético de Montejo, son quizá la presencia más recurrente. Existe alguna otra (el sapo) sorprendente porque introduce un feísmo a contracorriente de la convención literaria; o a favor, sin más, de un naturalismo, del paisaje visto en sus totalidad. El paisaje, claro, también proporciona símbolos.

Como “Pájaros sin pájaros” se define aquí la música de Schubert. Ya la vez, de forma simultánea, se nos está hablando de retórica, del rechazo que su escritura muestra a la hinchazón verbal: “No, por supuesto, pájaros tenores, / gordos, falsarios, de pesadas plumas”. Estamos de nuevo, casi después de un siglo, en la partitura de Antonio Machado: “Desdeño las romanzas de tenores huecos…” La nostalgia de lo contemplado pero no vivido (es decir, lo imaginario, lo visto solo a través de una imagen) se expresa en “Algo más sobre la nieve”: “amontonándose en el fondo / de los viejos retratos”. Lo que sí es real, como contrapunto del silencio metafísico del poema anterior, es el calor asfixiante del Trópico: “Y tanto sol en todo, hasta de noche, / y el rencor de los malos matrimonios”. Lo disonante del último verso, una ruptura más semántica que tonal, se suma expresivamente, sin embargo, a la rabia ubicua del ese sol opresivo. En “Fábula del escriba” hay una curiosa metáfora: la mano que escribe en analogía con la araña (mito de Aracne) que teje una urdimbre, un laberinto, una trampa; que añade un misterio más, seguramente inútil, a los misterios del mundo. “Hay sirenas que cantan por el tacto”: todo apunta hacia la ironía sobre la escritura como un dejarse ir, embaucar, seducir, y no solo por el oído, también por el vicio solipsista del tacto. El poeta, pues, como un Ulises desprevenido e ingenuo que cae en las redes de un encantamiento de pacotilla, muy parecido en el fondo al fraude o la tela de los mágicos prodigiosos. Pero no todo es desmitificación en torno a la escritura. Está ese homenaje entrañable al solitario de Kampa visto como un héroe en la noche. En la noche de su tiempo histórico y en la íntima de su espacio privado. Frente a todo, contra todo (la hostilidad externa, el silencio oficial) una voz insomne, emergente, perseverante. La voz de Vladimir Holan o la de Hamlet: la escritura como foco de resistencia, como isla en medio de la oscuridad. “El mirlo” me recuerda inicialmente a Juan Ramón Jiménez (la evocación, curiosamente, se localiza en los jardines de la Residencia de Estudiantes) por un juego, muy bello, de sinestesias: “Verde es el canto del mirlo, / que mana arriba, en la copa del árbol”, “y en ondas se prodiga, en saltos, chispas / y tenues gotas de su luz sonora”. Luego será Keats con su “Oda al ruiseñor” quien preste un eco a esa idea de la perennidad del canto, de la belleza, frente al accidente individual, no tan dramático en realidad, de la muerte: “El canto sigue intacto y más inmóvil / a través de los años y las horas”. Este sentimiento, esta afinidad, tiene un cierto calado en la poesía de Montejo porque se vuelve a lo mismo en otro texto introducido por un cita (incompleta) de Juan Ramón: “… Y yo me iré”. Los pájaros, sí, siguen cantando, y la muerte parece ilusoria. No más misteriosa, en cualquier caso, que la vida, que su continuidad. El gusto por la metáfora sorprendente, ingeniosa, me recuerda, sin ser lo más acertado poéticamente, el chispazo de la greguería: “La alfabética lluvia que siempre escribe a máquina”, “un barco ya sin mar, anclado en seco, /cuyo horizonte fue doblado en pliegues / con las manchas del último ocaso” (un bar destartalado, se supone que portuario). Los ejemplos se podrían multiplicar, y revelan, como digo, una cierta ingenuidad estilística parecida a la del volatinero, a la del ilusionista que juega con colores y trucos fáciles. En línea similar estarían algunos prosaísmos anticlimáticos que, sin llegar a alcanzar esa brusca ruptura, tanto en el plano de la sintaxis como en el de la semántica, de César Vallejo, sí quiebran lo que podríamos llamar línea melódica dominante del poema. Las afirmaciones paradójicas a las que sucede una inmediata negación (y a la inversa) son también muy frecuentes. No es de extrañar, cambiando de tercio, que en la portada del libro haya una viñeta, muy graciosa, de un pájaro. Todo él está cruzado por aves de paso, por pájaros que vuelven. Y aunque la metáfora que se les destina sea, en alguna ocasión, de dudosa eficacia (“leñador sin bosque”, “guarda el hacha errante de sus plumas”) siempre es certera la imagen que proporciona, por ejemplo, un simple adjetivo: “su ávido milagro” cuando, desde “la negra tinta solitaria” de la noche, regresa el día. “Los mirlos de Berlín”, en un poema donde se mezclan naturaleza y arte, recuerdan de nuevo el canto juanrramoniano de la Residencia (“un mirlo en gloria de sí mismo, arrebatado”) y son, a su vez, amigos “de los ibis del Nilo en Alemania…” El entusiasmo que a alguien que provine del Trópico le suscita la cultura europea, o la que se resguarda en museos europeos, no repara en tópicos, como la alusión aquí al celebérrimo perfil de Nefertiti. De esas historias (¿de amor?) perfectas porque están hechas solo de intuición, porque no las alcanza la corrupción del tiempo, porque se cifran nada más que en el don de la mirada, porque sólo cristalizan en la eternidad del tránsito, nos habla un bello poema titulado “En el metro”. Erótico asimismo es “En el paraíso”. Oímos en él la voz de una serpiente cuyo relato se detiene en el placer, en lo paradisíaco propiamente dicho. La voz defrauda, por lo tanto, la expectativa moralista, eclesial, de la expulsión y de la culpa. Con un sentido piadoso muy particular deja que permanezcan los cuerpos en el estadio de la inocencia, que ignoren a su vez la admonición de aquel poeta ilustre, cura a fin de cuentas: “y solo del amor queda el veneno”. ¿Es realmente venenosa esta serpiente…? “Dibujo del deseo”, el poema inmediato, tampoco completa el mito con su colofón de castigo. Insiste en la confusión gozosa del amor. Es preciso adentrarse en un tercer poema para vislumbrar que el tiempo es la verdadera espada que nos expulsa de la felicidad. Nadie, en fin, puede bañarse dos veces en el agua de un mismo espejo, esa es la razón por la cual este objeto perverso se suma a las metáforas de un concepto abstracto. En consonancia con los grandes poetas barrocos de la tradición hispana, Eugenio Montejo expresará en “Pavana para el viento” un nihilismo purificador, liberador de la memoria, del apego a la vida, a la belleza, al dolor: “Siempre supe que al fondo de mis días / el instante del viento estaba escrito. Somos palabras, es decir, viento, nada. Esa es la esencia de nuestra vida, el nombre de nuestro destino. El viento, el tiempo, avaro y vertiginoso, viene a ser la última palabra, la última música. Todo “en tropel huye y se va con la hojarasca”.

Eugenio García Fernández


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