Eugenio Fuentes
Imaginen por un momento que existiera un único hombre sobre la Tierra y que tuviera a su alcance todos los inventos y adelantos mecánicos, pero que no dispusiera ni de un solo libro para conocer a qué ciudad o a qué nación pertenecía, quiénes fueron sus antepasados, qué historias les sucedieron, qué les hizo llorar o reír, qué sueños persiguieron o qué pesadillas los aterrorizaron. ¿Cuánto tiempo soportaría sin morirse de tristeza?
Por el contrario, imaginen que ese único hombre es un Robinson que para sobrevivir sólo dispone de sus manos y de un puñado de herramientas básicas, pero que, en cambio, tiene a su disposición la Biblioteca de Babel de Borges.
¿Quién de los dos sería menos desdichado? ¿Quién estaría menos solo?
No lo sé. Personalmente, soy incapaz de imaginar cómo sería un niño que nunca escuchara cuentos, cómo sería un adolescente o un joven sin poesía y sin música, cómo sería un adulto sin relatos y sin historia.
Lleguemos, pues, a un acuerdo:
A lo largo de los siglos, el hombre ha ido ordenando su saber, sus descubrimientos, sus inventos técnicos en forma de Ciencias, es decir, en un corpus de leyes físicas y matemáticas, explicado con fórmulas, principios y teoremas que nos hacen bajar de los ensueños estériles, de la magia y la superstición, y nos ponen los pies en suelo firme.
Al mismo tiempo, ha sentido también la necesidad de fijar por escrito sus sentimientos, sus emociones, sus fábulas, sus miedos, sus momentos de felicidad. Cuando lo ha hecho con hermosas y sabias palabras, ha surgido la Literatura. De modo que nosotros, ahora, cada vez que leemos uno de los grandes libros, estamos reviviendo un episodio de la Historia emocional de la humanidad y, al hacerlo, algo cambia en nuestro interior, nos hacemos más sabios y estamos menos solos.
Ambos conocimientos, estas dos magníficas herencias, las ciencias y las letras, nos resultan indispensables para vivir. Dudo que sea cierto lo que afirmaba Oswald Spengler, esto es, que en las grandes crisis colectivas de la humanidad, en los momentos de peligro, siempre es un puñado de soldados quienes salvan la civilización. En cambio, tengo la certeza de que en las épocas de crisis individuales, la ciencia y la tecnología por sí solas no pueden darnos todo lo que el hombre necesita. La mejor caja de herramientas nunca será suficiente para hacer totalmente confortable la casa que habitamos. En los momentos de decepción o de fracaso son las obras del inmenso bagaje cultural que nos ha sido legado las que nos aportan iluminación, consuelo y amparo. En esos momentos siempre hay un puñado de libros que pueden salvarnos.
Del mismo modo que el hombre primitivo, tras pintar un búfalo en la pared de su cueva, salía empuñando el hacha de sílex con más fuerza, convencido de que ese día la caza de bisontes le iba a ser favorable, así, a nosotros todavía nos sigue ocurriendo algo similar al leer los mejores libros: la representación de la literatura salta por encima de la barrera de la realidad, se introduce como inquilina en nuestra habitación y comienza a modificarnos la vida.
George Steiner recuerda que Shelley «declaraba que los que amaron a la Antígona de Sófocles no podrían amar ya del mismo modo a ninguna mujer viva». Pero no es necesario apelar a la autoridad del sabio para comprender que si lees Veinte poemas de amor y una canción desesperada aprenderás cuánto enriquecen al amor los versos de su poeta. Lees Hamlet y dejarás de sentir remordimientos cuando tu debilidad te impida ejecutar acciones demasiado grandes para tus fuerzas. Lees La metamorfosis aprendes que incluso en esos días en que te sientes como un escarabajo puedes encontrar motivos para la esperanza. Lees las mejores tragedias griegas y el sufrimiento de sus héroes neutraliza tu propio sufrimiento. Lees Poemas humanos y la sangre que mana de sus versos te alimentará de dignidad por una temporada. Lees El mundo como voluntad y representación y aspirarás a expresar con palabras claras lo que antes solo sentías como confusión. Lees El lector y descubres la enorme diferencia que hay entre la culpa y la responsabilidad. Lees À la recherche du temps perdu y tu memoria comenzará a funcionar ampliada con conexiones que antes habías despreciado porque te parecían estrafalarias. Lees La ciudad y los perros y nunca llevarás interno a tu hijo adolescente a una academia militar. Lees Masa y poder y aprendes que, cuanto mayor sea el poder que tengas, más grande será la amenaza que pesa sobre tu cabeza. Lees Sartoris y al mirar alrededor verás que el lugar en el que vives no es tan oscuro, pequeño y miserable que no merezca ser contado. Lees Esperando a Godot y comprenderás que no eres tú el único hombre desnudo que ignora el sentido de la vida, pero que incluso en tu desnudez e ignorancia no eres menos digno que el poderoso vestido con ropajes de oro. Lees El Quijote, en fin, y comenzarás a no esperar de la realidad aquello que nos parece más lógico que nos entregue.
Vargas Llosa comienza La orgía perpetua, su magnífico ensayo sobre Flaubert, con una declaración contundente: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido». Como dice el escritor peruano, con nuestras lecturas nos rodeamos para toda la vida de una fiel compañía de amigos, héroes, aventureros, locos entrañables, mujeres y amantes hermosas que nos acompañan sin protestar nunca, sin cansarse, sin aburrirse de nosotros. Nos dan lecciones sin presumir de listos y nos imbuyen vida sin pedir ninguna recompensa. No conozco ninguna otra obra humana que pueda enriquecer la existencia de un modo tan completo, que nos dote de un arsenal de razones tan poderoso para enfrentar las embestidas de la desgracia, de una proveeduría tan inagotable de analgésicos, terapias y consuelo para cuando vienen mal dadas, y, al mismo tiempo, nos proporcione tantas emociones, estímulos y diversión para rellenar los huecos entre uno y otro momento de felicidad.