Autor: 25 marzo 2007

Lawrence Grobel: Conversaciones con Al Pacino
Belacqva, Barcelona, 2007

De su primer encuentro con Al Pacino, toda una estrella ya en 1979 cuando el polémico rodaje de A la caza (William Friedkin, 1980), Lawrence Grobel, el conocido entrevistador de Marlon Brando y Truman Capote, recuerda que el piso del actor en Manhattan tenía una pequeña cocina con aparatos desgastados, un retrete cuyo váter no dejaba de soltar agua, una habitación dominada por una cama deshecha, y un salón amueblado como el escenario de una producción de 3.ª categoría sobre un vagabundo urbano. Eso sí, por todo ese salón había obras de William Shakespeare en ediciones baratas de esquinas dobladas. Y es que Shakespeare y el teatro son aspectos fundamentales en la vida del actor neoyorkino, quien nunca ha dejado de sentir que sus raíces están en el teatro, adonde regresa siempre que la presión de ser una estrella de cine se le hace demasiado grande.

El mundo de las palabras y la belleza del lenguaje siempre han atraído poderosísimamente a Pacino. Hasta el punto de confesar que, si pudiera escribir, no practicaría ninguna de las otras artes. Después de muy diversos trabajos, desde conserje hasta acomodador, pasando por el de abrillantador de fruta fresca, Alfredo James Pacino, alias Sonny, también apodado de niño El Actor, empezó a estudiar interpretación en serio a los 18 años, en el Herbert Berghof Studio de Nueva York. Allí conoció a Charlie Laughton, su mentor y amigo. Este le enseñó ciertos aspectos de la vida con los que no hubiera podido entrar en contacto. Le hizo conocer escritores y le mostró el mundo que rodea a la interpretación. En cierto sentido, Charlie fue responsable de su educación. Aunque Pacino debe realmente su lanzamiento como actor al Actors Studio de Lee Strasberg, por mucho que no lo admitiesen a la primera. Pero también tuvo mucho que ver en su educación la literatura. Él mismo afirma que escritores como Chéjov, Balzac, Dostoievski, Henry Miller o su amado Shakespeare, le dieron una razón para vivir. Creció alimentándose de modo autodidacta con muchos escritores distintos, consciente de que venía de la calle y carecía de educación formal. De hecho, una de las cosas que le hizo querer ser actor fue La gaviota de Chéjov, cuando la vio a los 14 años en el Bronx. Allí había ido una compañía ambulante que montó la obra en una gigantesca sala de cine. Tan solo había quince espectadores, pero para él fue una experiencia extraordinaria.

Aparte de ser todo un icono y una auténtica leyenda para sus compañeros de profesión, Al Pacino demuestra ser un lúcido interlocutor cuando deja a un lado sus proverbiales reservas hacia las entrevistas. Por eso da gusto encontrarse con la publicación de Conversaciones con Al Pacino, libro donde Lawrence Grobel recoge las charlas mantenidas con el actor neoyorquino entre 1979, en medio de la controvertida filmación de A la caza, y 2005, tras haber filmado Apostando al límite (D. J. Caruso). Que la relación profesional entre el periodista y el intérprete acabase en una estrecha amistad, lejos de perjudicar el calado de las conversaciones, ayuda a que Grobel converse en ajustado equilibrio con el actor y el personaje, con la estrella y la persona. El resultado es un apasionante volumen dialogado a través del cual podemos seguir por la línea del tiempo tanto la trayectoria humana como profesional del entrevistado.

Dice Pacino que actuar, interpretar, es para él una necesidad, una forma de expresarse por medio de la cual penetrar en las cosas. Como muy bien afirma Grobel, Al Pacino es un artista. Siente una necesidad y un deseo muy fuertes de hacer lo que hace. Ha rechazado inmensas ofertas para hacer películas comerciales cuyos guiones no le seducían y, a veces, ha preferido regresar al teatro para hacer una obra pequeña. Al “siempre escogerá El mercader de Venecia en lugar de El mercader de la muerte”.

El actor asegura que los grandes personajes son personajes profundamente humanos. Por eso, siempre persigue aportar humanidad y complejidad a sus papeles. Apunta que “si haces de tu personaje un ser humano, la gente puede identificarse con él. La gente se identifica si sus fragilidades y cualidades son visibles”. Por algo Harold Becker, que lo dirigió en Melodía de seducción (1989), dijo: “Al es algo más que un gran actor: es la condición humana encarnada. No representa a un personaje, se transforma en ese personaje”. Tal es así que cuando trabaja en la construcción de alguno de sus personajes, se mete en el papel trasladándolo a cierta dimensión de la vida real. Una vez, cuando trabajaba en una caracterización de abogado, un amigo le comentó que tenía un problema con cierto contrato. Instintivamente, Pacino le contestó que le dejase echarle un vistazo. En otra ocasión, estaba en un taxi y había un camión delante que le echaba humo sobre su cara. Pacino increpó al camionero, y cuando este le preguntó que quién era, el actor le gritó: “Soy policía, y quedas arrestado. Hazte a un lado”. Por entonces rodaba Serpico, y de ahí que pudiera mostrar una placa de agente.

En estas conversaciones —cuyas primeras versiones fueron viendo la luz en publicaciones como Playboy, Rolling Stone, Movieline o Premiere— pocos rincones quedan por explorar. Al Pacino habla de todos y de todo lo habido y por haber. Pero, claro está, se explaya sobre todo acerca de los recovecos de su profesión, sobre sus filmes y sus personajes, algunos tan importantes como para haberle permitido dejar su huella en la historia del cine norteamericano: la trilogía de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972, 1974 y 1990), Serpico (Sidney Lumet, 1973), Tarde de perros (Sydney Lumet, 1975)… Si bien tampoco muestra empacho en reconocer que, aun a estas alturas, la interpretación sigue siendo un misterio para él. Pero, por encima de todo, Pacino expresa un apasionado amor hacia la poderosa plasticidad del lenguaje, el teatro (en realidad es un actor teatral que, por azar, se transformó en estrella cinematográfica), y Shakespeare, a quien homenajeó dirigiendo Looking for Richard (1996) y cuyos versos cita a menudo de memoria para, con toda naturalidad, ilustrar mejor el tema de conversación sin afectación alguna.

José Havel


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