Autor: 22 mayo 2007

Al Berto: El miedo
Pre-Textos, Valencia, 2007

De Al Berto (Coimbra, 1948-Sines, 1997) se habían publicado ya en España, además de poemas sueltos en revistas como Clarín y Turia, dos libros de poemas: Una existencia de papel y La secreta vida de las imágenes. La antología de la que ahora me ocupo, El miedo, toma este título general de la tercera edición de la poesía completa del autor, publicada en 2005 por una editorial de Lisboa. Teniendo en cuenta el sentido de unidad con el que puede leerse toda la obra del poeta, no voy a hacer referencia aquí a los distintos libros representados sino a los núcleos temáticos más recurrentes y al procedimiento estilístico más común.

El mar, en esta poesía, libera desde un principio extrañas pulsiones asociadas tanto a la vida como a la muerte. Fascinación y terror. Conexión asimismo con uno de los emblemas del imaginario colectivo portugués. La erotización igual que la rapiña: “cuando excavaron tu vientre encontraron vestigios dormidos de otros pueblos / enigmáticos collares, perlas corroídas, aceros inmutables, / escritos de otra época, restos de insomnes navegaciones”. Pasolini, Genet, Willam Burroughs e incluso el Fassbinder de Querelle son algunos de los referentes que, aunque no sean nombrados explícitamente, se identifican en los poemas de más marcado signo erótico, porque desde la cosmovisión de Al Berto la sensualidad erotizante, de una u otra forma, contamina, enriquece, todos los aspectos de la realidad.

Pero quizá, más que de heterodoxia cultural, habría que hablar, simplemente, de afinidades de vida. El amor asociado a los ritos de paso, a lo callejero, a lo marginal, al lumpen. Un mundo que, bien mirado, tampoco es tan distinto al de ese gran icono del malditismo, Baudelaire. “Por casualidad te encontré apoyado en una esquina”. ¡Qué diferencia de tono, recuerdo, con algunos poetas españoles, cernudianos o no, que para decir el nombre de aquello que aman recurren a evanescentes alegorías de arcángeles, a complejos neoplatonismos, a una cursilería llena de lentejuelas y plumas! La delicadeza ahora (“y en el silencio de la habitación fulgían aves que solo yo veía”) no excluye el anticlímax de un realismo crudo, escatológico incluso: deportivas agujereadas, cazadora llena de parches, “los calzoncillos rotos, sucios de mierda”. Quienes crean en un amor inamovible de ascendencia petrarquista (aquí tiene, por costumbre, el signo de la errancia; como si en la duración se viese siempre el principio de la corrupción de los sueños) no deberían cruzar el umbral de algunos poemas de Al Berto. O quizá sí; tal vez estos no estén tan lejos de unos códigos idealizadores: esa insatisfacción, esa búsqueda de la idea del Amor, del arquetipo, a través de distintos cuerpos, de distintos accidentes.

El movimiento, decía, vinculado a diferentes modos de desasosiego, al ideal de vida nómada, al miedo que le transmite el sedentarismo (la muerte) de los seres o de las cosas, es una de las constantes semánticas de Al Berto. Y ello le lleva a una escritura que parece automática muchas veces, no muy lejana del surrealismo; a una alternancia de ritmos, en la que predomina el versículo, y a una renovación, perturbadora, rápida, de imágenes. La pulsión del viaje, vuelvo a recordar, estaba también en la raíz romántica de Baudelaire. No algo distinto del viaje es la escritura, que tiene, además, la capacidad demiúrgica de crear el mundo, de inventarlo, de transformarlo al menos.

La metapoesía (hay todo un libro dedicado al tema, Una existencia de papel) es, en el sentido ambivalente de aceptación y rechazo, otra de las claves del autor: “yo ya solo emborracho los labios viciados por las palabras / poco tengo que decirte”. Rimbaud, en esa estela aludida del nomadismo (“la nómada alegría de vivir”) y en la pasión por un sur cada vez más lejano, más al sur, es otra de las referencias inevitables. Ha de sumarse, por supuesto, una radical conciencia antiburguesa, y esa lucidez visionaria que irrumpe en borbotones de imágenes que parecen, o lo son realmente, fruto de estímulos externos: “prolongar / la vida de este verano hasta el verano más próximo / para que los cuerpos tengan tiempo de madurar”, “le transmitiré el opiáceo amor de las estaciones calientes”.

El verano era uno de los grandes símbolos de otro poeta portugués, Eugénio de Andrade. Significaba también tiempo de erotismo, estación de la plenitud de los sentidos. Había, no obstante, en el poeta citado, una suerte de contención formal que si no daba en el frío clasicismo tampoco caía, como aquí, en una especie de embriaguez dionisiaca, de orgía solar correlativa a la liberación verbal. La enumeración de vasto aliento, de sentido cósmico abarcador, de connotaciones exóticas muchas veces, épica, recuerda asimismo a Saint-John Perse: “los tiernos labios de las grandes bocas fluviales / el rigor de las plantas erectas las voces esparcidas / los cuerpos de oro enlazados en la violencia de las marejadas”. Más carnal y audaz que el “Antinoo” de Pessoa, como es lógico por razones de época, pero participando de igual clima sibarita y decadente es “Cinco fotografías para Alejandro de Macedonia”. Sucumbe aquí Al Berto al esteticismo un tanto lánguido y preciosista del modernismo tardío, a la seducción que pudieran haber ejercido obras como Salomé de Oscar Wilde o las escenografías, tan actuales, de Lindsay Kemp. El tono en cualquier caso (“y por la mañana / cuando los dioses cansados se reclinan / en sus lechos vegetales y sobre los océanos / surgen constelaciones de repente palpables / se torna dulce amar a los adolescentes de Beocia”) carece de esa energía, atormentada, que caracteriza a sus composiciones más representativas.

En consonancia con la temprana vocación pictórica del poeta (estudió, a tales fines, primero en Lisboa y luego en Bruselas) está el libro La secreta vida de las imágenes. Pero más novedosa, posiblemente, es su relación poética con la fotografía. “Retrato de fugitivo” viene, en efecto, de uno de los varios que le hizo Paulo Nozolino. En él aparecen muchos de los rasgos de Al Berto: el desarraigo (“camino por la soledad nocturna de los cuartos de hotel”), el vitalismo exasperado, la pulsión del viaje (“y bebe / y ama / y huye de sí mismo”), la desposesión como clave de libertad, la elección de espacios desnudos o ascéticos (“una arquitectura de luz y sombra o un desierto”), la sedimentación o la costumbre como principio de corrosión de la belleza (“Cuerpos poco a poco enturbiados / por el tiempo por el sueño o por la melancolía”), el ideal de movimiento perpetuo, de esa metamorfosis incansable cuya metáfora es el mar, la ciudad como espacio vital de la aventura, de la moral antiburguesa (“pero regresa siempre a la trashumancia de las ciudades”), el miedo, en fin, a la muerte, la inmovilidad absoluta, como germen de ese desasosiego: “después / viene el miedo / que se desprende de la mirada paralizada y del rostro / nace una vida de infinito caos”. Miedo, pues, a la imagen congelada de Narciso. Placer y terror a un mismo tiempo. Como en el caso de Rimbaud otra vez (“un hombre en cuyo corazón se haya concentrado toda / la furia de vivir ¿será un hombre feliz?”) debe existir un momento en el que la pasión por la vida esté más allá de las palabras. Y ese momento, el del silencio (“lo que veo ya no se puede cantar”), es también el instante más alto, inefable y desesperado, de la poesía. “Cuerpo / que te sea leve el peso de las estrellas / y desde tu boca irrumpa la desnuda inocencia / de un lirio cuyo tallo se extiende y / se ramifica más allá de los cimientos de la casa”. Errancia no solo en vida, también en la premonición o el sueño de la muerte. Lejos de la casa, del estatismo que envenena el alma de melancolía; libertad para unirse, como un átomo más, a la vastedad del cosmos. Y también el trasiego por los cuerpos, la transacción de los mismos, se resuelve al fin en la inocencia de un lirio que absuelve la condena de los otros, o la del propio poeta tal vez.

Parece inevitable, sí, leer muchos versos de Al Berto como un epitafio súbito o largamente acariciado. El miedo, bien traducido y prologado por Cidália Alves Dos Santos y Javier García Rodríguez, es, para quienes gusten de los licores fuertes u odien los placeres rutinarios a los que aludía Kavafis, una lectura llena de estímulos en la que van a reconocerse. Y para los demás, seguramente, una lectura necesaria.

Eugenio García Fernández


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