Autor: 15 mayo 2007

Víctor Hugo: El promontorio del sueño
Siruela, Madrid, 2007

En 1834, un Víctor Hugo siempre atento a los avances técnicos, vivió la experiencia de mirar la luna por un telescopio en el observatorio del astrónomo François Arago. Muchos años después, escribiría esta extraña y fascinante obra, poema en prosa a veces, delirante evocación de muchas mitologías, orgía de sensaciones sobre lo que forma al ser humano, la capacidad de soñar.

Victoria Cirlot traduce y prologa el libro brillantemente, destacando la modernidad implícita de un texto que, según dice, se ha relacionado, por su tratamiento del sueño, con la Aurélie de Nerval, lo que, junto a la obra de Novalis, vendría a constituir algo así como un precedente del surrealismo: “Llena el folio de nombres elegidos por su sonoridad, salta de uno a otro, llevado por no se sabe qué lógica, y hasta tal punto conduce al lector a una carrera vertiginosa que este no oye un segundo de silencio, concentrando su atención al máximo como reclamaba Breton para la escritura automática”. No se trata, no obstante, aclara Cirlot, de este tipo de escritura, pero sí hay una intención por parte de Hugo de dejarse ir en lo sensitivo, en lo visionario, en consonancia con los pequeños cuadros que pintaba, llenos de figuras borrosas y abstractas, como manchas insinuantes, algunos de los cuales se reproducen en esta edición.

En pleno destierro “Hugo, diputado de la II República, se había exiliado en 1851 tras apoyar la candidatura del príncipe Luis Napoleón y condenar el golpe de Estado que había sucedido a finales de año” escribe Los miserables (1962) y viaja por Europa hasta que se instala en Jersey y luego en la isla anglonormanda de Guernesey. En la primera de estas localidades, su hijo Charles-Victor le hace una fotografía extraordinaria: el escritor aparece sentado encima de una gran roca, de espaldas al mar, es decir, al revés que el oteador solitario de Caspar David Friedrich. Hugo es un hombre libre en el cenit de su inspiración literaria y sensibilidad vital, tan arraigado al suelo que pisa como atrapado por la inmensidad del firmamento. El sueño del promontorio (Promontorium somnii), escrito en 1963, revela así el alma del poeta y su experiencia, su sabiduría y su aproximación a lo invisible e indescriptible, al genio creador, a la intuición artística.

La luna y su efecto en el ojo que la descubre desde la Tierra, de este modo, es un pretexto para reflexionar sobre lo que se ve y lo que se proyecta en la fantasía, sobre la imaginación. “Frente a lo que pudiera parecer, el instrumento técnico no es un medio para captar lo denominado real, sino justamente lo que permite dar rienda suelta a la imaginación”, dice Cirlot. Y en efecto, Hugo así lo expresa: “El efecto de profundidad y de pérdida de lo real era terrible. Y no obstante, lo real estaba allí. […] Aquel sueño era una tierra. […] Aquella visión era un lugar para el cual nosotros éramos el sueño. Estas hipótesis complicaban la sensación. Estos esbozos de pensamiento ensayado fuera de lo conocido generaban caos en mi cerebro”. Un caos que se materializa en una prosa compacta, desconcertante: de súbito, a colación de un pensamiento sobre la imposibilidad de ser pagano en un mundo repleto de dioses, el escritor enumera una hermosa serie interminable de criaturas divinas: “La materia la proporcionan los mitos, recogidos en diccionarios y enciclopedias del siglo xviii, que de un modo abigarrado van desfilando para construir un texto denso, de fulgurantes sonoridades, con un ritmo que no admite detenciones ni respiro”, explica la traductora.

Lo sepulcral, lo mortuorio, lo carnavalesco, también desfila entre las mil y una ideas que deja apuntadas Hugo: la luna también inspira muerte. Hasta que, entre cráteres y montes, cobra dimensión metafórica el Promontorium somnii, y cuando surge un resplandor proveniente del sol, Hugo, atento al telescopio, vive “la irrupción del alba en un universo cubierto de oscuridad”, un espectáculo que le impresiona sobremanera. Y es entonces cuando la visión de la luna se convierte en teoría estética: “Es la toma de posesión de la luz. Algo semejante sucede a veces a los genios”. De ahí que el autor relacione la celebridad tardía de una obra que el tiempo no valoró en su momento con la irrupción de ese rayo entre tinieblas, con el libro que por fin se abre al mundo. “Este promontorio del Sueño, del que acabamos de hablar, está en Shakespeare. Está en todos los grandes poetas. En el mundo misterioso del arte, como en esa luna a la que nuestra mirada abordaba ahora mismo, está la cima del sueño”.

El hombre es un animal que sueña, y en sus sueños está su parte más importante, cree Hugo. Por eso, sentencia: “Nada es comparable al aplomo de la ilusión”, estableciendo un modus vivendi, pues “tal y como uno hace su sueño, uno hace su vida. Nuestra conciencia es el arquitecto de nuestro sueño. El gran sueño se llama deber. Es también la gran verdad”. ¿Y quién tiene la verdad? O, mejor dicho, ¿quién puede verla? Tal vez solo el poeta, el que mira y a la vez imagina, el que conjuga “tres visiones: humanidad, naturaleza, sobrenaturalismo. Para la humanidad y la naturaleza, la visión es observación; para el sobrenaturalismo, la visión es intuición”. Excavando en el propio yo, sin miedo a caer, ni a elevarse, solamente el poeta verá más allá de la materia, será consciente de cómo el ser humano vive asido a su propio sueño, que a fin de cuentas, y sin contradicción posible, lo sujeta a la realidad cotidiana.

Toni Montesinos


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