Autor: 6 mayo 2007

José Luis Atienza

lo largo de dos años, se conmemora en Francia —y en el mundo— el 150 aniversario de Madame Bovary. Dos años, con la buena excusa de que si la célebre novela de Gustave Flaubert vio primero la luz, en seis entregas, en la Revue de Paris, entre octubre y diciembre de 1856, en una versión expurgada gracias a los inútilmente calculadores oficios de Maxime du Camp, la edición definitiva, no censurada y en volumen, no llegaría al público hasta abril de 1857, después de que el autor hubiese sido absuelto, el 7 de febrero, de la acusación, a pesar de la preventiva tijera de Du Camp, de ofensas a la moral. El ruido causado por el juicio constituyó una impagable publicidad para la ópera prima de Flaubert, que obtuvo así su único auténtico éxito de ventas: el editor Michel Lévy vio, con gozoso asombro, cómo la generosísima primera tirada de 15 000 ejemplares se agotaba en menos de dos meses.

Para unirme a esta celebración decidí releer la obra en su lengua original, lo que me ha hecho recobrar la fe en la literatura de ficción. Abrí las páginas del libro con mucha desconfianza —tan vencido estoy por el reiterado fracaso de mis esfuerzos en superar mi creciente apatía con la lectura de obras actuales—, pero desde la primera línea, desde ese íncipit enigmático que ha hecho correr tanta tinta —¿quién habla?, ¿quién es ese yo que dice nosotros (en francés la primera palabra del texto es nous) y que desparecerá enseguida con un sigilo que llama tanto la atención como la violencia de su irrupción en la escena?—, me sentí literalmente arrebatado: “Estábamos en la hora de estudio cuando el director entró, seguido de uno nuevo vestido de burgués y de un celador que cargaba con un gran pupitre. Los que dormían se despertaron y todos se levantaron como sorprendidos en su trabajo”. No es aparentemente nada, pero una energía profunda ha de recorrer estas líneas para que el lector —al menos el que esto escribe— se sienta impelido a continuar, movido sin duda por la promesa de los raros placeres que esa primera gavilla de palabras anuncia. Invitado así a revivir deleites para mí cada vez más escasos, busqué en mi sillón la posición que me permitiría hacer confortablemente la larga travesía que iniciaba, me ofrecí sin resistencias a la seducción, me relamí de gusto ante la posibilidad de que, como con frecuencia en el pasado, la pulsión lectora ningunease las molestas exigencias vitales de la comida y del sueño. Y la escritura de Flaubert mantuvo su promesa: doce horas después, con esa relajante fatiga que procede del ejercicio del placer, releía con una sonrisa la última frase de la novela, tan célebre como la primera: “Acaban de concederle [al farmacéutico Homais] la cruz de honor”.

“La escritura de Flaubert”, digo, no la trágica, e irrisoria a la vez, historia de Emma Bovary. Porque lo que nos propone el visionario normando —que acaba de cumplir los treinta años cuando comienza, en 1851, lo que él llama su “tercera tentativa” literaria (las dos anteriores habrían sido las primeras versiones de La educación sentimental y de La tentación de San Antonio), su intento definitivo: “Ya es hora de tener éxito o de tirarse por la ventana”— es una nueva modalidad de escritura, no una historia de “costumbres de provincia”, a pesar del subtítulo que campeará en la cubierta del libro y de que, de hecho, todos los tópicos de esa vida estén presentes y magistralmente resueltos en la novela. Una escritura que aún no existe pero cuyo proyecto expresa el autor con eficacia en este célebre extracto de una de las largas cartas que escribe a su amante de aquellos años, Louise Colet:

Lo que me parece hermoso, lo que yo quisiera hacer, es un libro sobre nada, un libro sin anclaje externo, que se sostuviese por su cuenta mediante la forma interna de su estilo, igual que la tierra sin ser sostenida se mantiene en el aire, un libro que casi no tuviese tema o al menos en el que el tema fuese casi invisible, si eso es posible. Las obras más hermosas son aquellas en las que hay menos materia; cuanto más cerca está la expresión del pensamiento, cuanto más se pega a él la palabra y desaparece, más bello es. Creo que el futuro del Arte está en estos caminos. Lo veo a medida que crece, eterizándose todo lo que puede, desde los pilones egipcios hasta las agujas góticas, y desde los poemas de veinte mil versos de los indios hasta los relámpagos de Byron. La forma, al hacerse hábil, se atenúa; abandona toda liturgia, toda regla, toda medida; abandona la épica por la novela, el verso por la prosa; ya no conoce ortodoxia alguna y es libre, como cada voluntad que la produce.

(16 de enero de 1852; Correspondance II, 
Bibliothèque de la Pléiade, París, 1980, p. 31)

Escribir “un libro sobre nada” será el continuo objetivo de Flaubert a través de toda su obra, algo que llevará al extremo del arte como desaparición del arte en su póstumo e inacabado Bouvard et Pécuchet, pero que brilla con todos sus elaborados engaños ya en Madame Bovary. Sobre la novedosa escritura que el eremita de Croisset forja en esta obra, sobre si es romántica, realista, anuncia ya el naturalismo o inicia la recurrente y nunca cumplida muerte del arte, sobre si el autor se ausenta, como él afirma pretender, o, subre­pticiamente, está más presente que en los escritores que le preceden y le suceden, sobre el uso, plural, del famoso “estilo indirecto libre” que él habría inventado hasta hacer su seña de identidad, sobre si exalta o critica a su heroína y si enjuicia o no, y cómo, a los otros protagonistas de la novela, etcétera, se han escrito millones de páginas en todas las lenguas del mundo. La aventura humana y artística de Flaubert ha interesado a escritores (recordemos aquí únicamente la deliciosa La orgía perpetua de Vargas Llosa) y a críticos literarios, naturalmente, pero también a psicólogos, sociólogos, filósofos. Cuando estos últimos reflexionan sobre el arte de la escritura parecen sentirse inevitablemente obligados a transitar por él: desde Jean Paul Sartre (en su monumental —¡cerca de tres mil páginas!— y poco y mal leída El idiota de la familia, de los primeros años setenta del siglo pasado) a Jacques Rancière (en Politique de la littérature, de comienzos de este 2007), pasando por Marthe Robert (¡qué injustamente olvidado está su En haine du roman: étude sur Flaubert, de 1982!), Derrida, Bourdieu (en el, a mi parecer, grandilocuente y precipitado Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, de 1992), Barthes, Balibar y tantos otros. Es que el escritor normando es un auténtico pensador, un libérrimo, indomable e inclasificable pensador: hay en Madame Bovary y en el resto de su escueta producción (solo seis libros, uno de ellos, ya está dicho, inconcluso) una elaborada y personal concepción del psiquismo humano, de la sociedad, del arte, de la religión, de la política… No aparece ello de manera explícita, claro, sino insinuado, oblicuo, apuntado en el recodo de un párrafo, de una frase, en una única palabra a veces, colocada en el lugar pertinente para multiplicar su efecto interrogador. Pero el lector no se engaña: algo de lo esencial de la condición humana le interpela constantemente en los turbadores pliegues de esa singular escritura.

Intentando evitar la tentación erudita, mi celebración de la conmemoración del relato de la historia de Emma Bovary quiere centrarse en dar cuenta y tratar de explicar las emociones confusas pero muy vivas que su relectura me ha producido. Emociones que están hechas de una sensación de connivencia con el autor, de conciencia compartida de convicciones indecibles que se dirían fundarse en ancestrales experiencias que conciernen a la condición humana, de vertiginosos y súbitos descubrimientos también, de ideas brumosas que exaltan por la promesa que contienen de futuras y reveladoras transparencias, de dudas lacerantes ofrecidas como único alimento al hambre de certezas, de visiones cegadoras, pero sobre todo de la vibración ambigua y decapante de la gran carcajada de vital nihilismo que, con la insistencia obtusa de un taladro, se escucha en cada párrafo de la novela, sin dejar en ningún momento de agujerear las supuestas verdades sobre las que el lector —tanto como el propio escritor— tendría la tentación de reposar. Solo otra escritura, muy distinta sin embargo, pero anunciada ya en la última época de la producción flaubertiana, me ha producido a lo largo de mi vida el mismo tipo de emoción: la de Samuel Beckett. Los efectos en mí de ambas experiencias lectoras podría resumirlos acudiendo a las palabras con que Charles Juliet, en Rencontres avec Bram Van Velde, expresa los sentimientos que le provoca la contemplación de los guaches del secreto pintor cuyo nombre ondea en el título de la obra (por cierto, tan admirado por Beckett que no solo una de sus telas colgaba de una de las paredes de su despacho, sino que lo tomó bajo su protección los larguísimos años que aquel necesitó para imponerse en el mundo de la pintura):

¡Qué aspecto trágico! Pero también ¡qué vitalidad, qué riqueza! Una suerte de magma en el que se deja discernir una estructura […] en la que la vida podría ser captada en su esencia. Tengo la sensación de que están ahí figurados todos esos estados en los que el ser se estanca, o que atraviesa en su búsqueda de la unidad, todo lo que le ocurre, todo lo que tiene que afrontar, y esos extremos entre los que está tensada la trama de nuestra condición: la fragilidad y la fuerza, la pregunta infatigable y la quietud, lo efímero y lo permanente, una calma tensión y el ejercicio de una muy ágil libertad, la fragmentación y la inminencia de la unidad, un equilibrio amenazado y una especie de soberana holgura. Una ruina. Una exultación. Y semejante estado no deja de mudarse en su contrario. O más exactamente, la lectura va oscilando de un estado a otro, hasta que el ser es convulsivamente invadido por todo lo que desborda de esos colores ásperos y tiernos. […] Uno siente que sus guaches ocultan un no sé qué de ine­vitable. De ahí su intensidad. Y aunque estén manifiestamente acabados, hayan sido conducidos a su grado máximo de plenitud, continúan en movimiento. La vida que el pintor se ha empeñado en amasar, en comprimir en esas superficies, no ha sido mutilada, ni reducida a un esquema rígido que no sería más que su cadáver. Está ahí, en su totalidad. Y circula, ágil, libre, salvaje, inasible e inabordable, acarreando consigo dudas, abandonos, vértigos, furores, cansancio y deslumbramiento. Y cada guache es un nuevo combate, nuevos peligros, una nueva invención, nuevos colores, un nuevo, peligroso y tambaleante equilibrio. Y cada vez es la misma decepción, la misma sensación de haber fracasado, de estar consagrado a una tarea enteramente vana, agotadora, imposible. Y de cada fracaso renace la misma necesidad de volver a comenzar, la misma ilusoria certeza de que la próxima tentativa permitirá acercarse un poco más a lo inalcanzable.

(París, Pol, 1998, pp. 45 y 52)

Nadie debería sorprenderse por la libertad que me tomo de comparar los efectos emotivos de una obra pictórica abstracta, como es el caso de la de Bram Van Velde, con los de una producción literaria: Flaubert busca, como el pintor, crear una realidad a través de la sola forma que es, en arte, lo esencial. Así lo repite con constancia casi impertinente y uno de los más expertos conocedores de su obra, Pierre-Marc de Biasi, lo resume con eficaz economía: “Al realismo que busca en el referente una verdad externa capaz de otorgar credibilidad a la narración, Flaubert opone la veracidad interna de un estilo capaz de reconstituir por sus propios medios una imagen exacta de lo real” (“Un roman réaliste?”, en Le magazine littéraire, n.º 458, noviembre de 2006, p. 45). Ello exige un trabajo fuera de toda proporción: “¡Qué cosa más perra es la prosa! Nunca se acaba; siempre hay que volver a empezar. Creo sin embargo que es posible darle la consistencia del verso. Una buena frase de prosa debe ser como un buen verso, inmutable, tan ritmado y sonoro. Esa es al menos mi ambición (de una cosa estoy seguro, es que nadie ha tenido nunca en la cabeza un tipo de prosa más perfecto que yo […])” (A Louise Colet, 22 de julio de 1852, o. cit., p. 135). Y el colmo de esa perfección consiste, paradójicamente, en que lo inventado desde la forma coincida exactamente con la realidad, como con exhibido orgullo constata el autor en una ocasión en que encuentra una de sus frases laboriosamente construidas para la alocución oficial del representante del prefecto en la famosa escena de los comicios, en la reseña que un periódico hace del discurso de un alcalde: “No solo era la misma idea, las mismas palabras, sino también las mismas asonancias de estilo. No oculto que este es el tipo de cosas que me causan placer. Cuando la literatura llega a la precisión del resultado de una ciencia exacta, es fuerte”.

Pero me alejo de mi propósito. De lo que quería hablar, decía, era de esa sensación trágica y vital a la vez, de fría distancia y al mismo tiempo de cálida cercanía, que me produce la prosa de Flaubert ya desde esta su primera obra. Quería hablar de esa impresión de fraternidad profunda con el autor que se funda quizás en un cierto pathos compartido, en un común “mal de vivre”, en una melancolía original que permite leer entre líneas, en la serena seriedad aparente del texto, una profunda y devastadora ironía, no exenta, sin embargo, de ternura compasiva, una incredulidad radical en la posibilidad de escapar al aburrimiento, una renuncia decidida a toda búsqueda de sentido. Tengo para mí que es de aplicación para el conjunto de la novela —y para toda su obra— lo que el autor afirma de una de sus secuencias, la de la primera charla en la fonda de la señora Lefrançois, entre Emma y Léon: “Me encuentro haciendo una conversación de un hombre joven y de una joven dama sobre la literatura, el mar, las montañas, la música, en fin todos los temas poéticos. Podría tomársela en serio, pero es de una gran intención grotesca. Será, creo, la primera vez en que se vea un libro que se burla de sus primeras figuras. La ironía no resta nada al patetismo. Lo aumenta, al contrario. En mi tercera parte, que estará llena de cosas cómicas, quiero que se llore” (a Louise Colet, 9 de octubre de 1852, o. cit., p. 172). Flaubert traslada estéticamente a su novela la ética nihilista que profesa en su correspondencia: “Nunca he visto a un niño sin pensar que llegaría a ser viejo, ni cuna sin pensar en una tumba. La contemplación de una mujer desnuda me hace pensar en su esqueleto”, espeta a Louise Colet en una carta en medio de una fogosa declaración de amor (7 de agosto de 1846, Correspondance I, Bibliothèque de la Pléiade, París, 1973, p. 283). En 1972, los hermanos Goncourt, que le conocen bien, porque le frecuentan desde hace años, hablan de “su profundo aburrimiento, su total desánimo, su aspiración a estar muerto —y muerto sin metempsicosis, sin una vida más allá, sin resurrección, a estar para siempre despojado de su yo”. ¿Es este tipo de cosas en las que piensa el gran Sastre cuando dice que para Flaubert “la literatura es el punto de vista de la muerte sobre la vida”, y el menos conocido Alain Buisine al afirmar que “la neurosis de Flaubert es una necrosis”? No puede nuestro autor tomarse nada en serio, pues, sin duda, como Jacques Brel cantaría cien años después, sabe ya “al comienzo de la fiesta / la hoja muerta que será el nuevo día”. Eso es lo que ignoran la mayoría de los personajes de su novela. Por supuesto Emma, que desconociendo que los deseos no pueden nunca actualizarse porque sus objetos siempre se escabullen pierde energías, dinero y vida en el gesto repetitivo de alcanzar lo inalcanzable, la fugitiva felicidad que coloca cada vez en un objeto distinto que no puede más que decepcionar porque por definición no hay objeto adecuado al deseo humano; pero también el impertérrito Homais, que parece estar en las antípodas, pero que todo lo fía a la ciencia y al progreso que sin embargo nada pueden en los dos hechos que los ponen a prueba, la operación del pie zopo de Hipólito y la muerte de Emma, a pesar de que son convocados a la cabecera de los afectados las eminencias médicas de la época. Y otro tanto cabe decir de los Rodolphe, Léon, Binet, Lheureux y el despistado cura Bournisien. Madame Bovary es una gran y delicada bufonada al servicio del desmedido pero exitoso proyecto de invención de una nueva forma de escritura. Una escritura que despreciando el efecto de realismo alcanza de lleno la realidad profunda de las cosas y de los seres.

Una de las escenas de la obra —el encuentro de Charles (luego volveré sobre este enigmático y minusvalorado personaje) y de Emma, en el capítulo segundo— me servirá aquí para ilustrar uno de los modos de proceder del autor:

Cuando Charles, después de haber subido a decir adiós al señor Rouault, volvió a entrar en la sala antes de marcharse, la encontró de pie, con la frente apoyada en la ventana, mirando al jardín, donde el viento había tirado los rodrigones de las judías. Ella se volvió.

—¿Busca usted algo? —preguntó.

—Mi fusta, por favor —respondió.

Y se puso a buscar sobre la cama, tras las puertas, bajo las sillas; se había caído al suelo, entre los sacos y la pared. La señorita Emma lo vio y se inclinó sobre los sacos de trigo. Carlos, por galantería, se precipitó hacia ella y al alargar en el mismo movimiento su brazo sintió cómo su pecho rozaba la espalda de la joven, inclinada debajo de él. Ella se incorporó ruborizada y le miró por encima del hombro mientras le tendía el látigo.

En lugar de volver a la granja tres días después como había prometido, volvió al día siguiente, luego dos veces a la semana regularmente, sin contar las visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como por inadvertencia.

[…]

Ella le acompañaba siempre hasta el primer peldaño de la escalinata. Si no habían traído aún el caballo, permanecía allí. Como ya se habían dicho adiós, no se hablaban más; el aire libre la envolvía arremolinando los finos cabellos locuelos de su nuca o agitando sobre su cadera las cintas del delantal que se enroscaban como gallardetes. Una vez, en época de deshielo, la corteza de los árboles chorreaba en el patio, la nieve se derretía sobre los tejados de los edificios. Emma estaba en el umbral de la puerta; fue a buscar su sombrilla y la abrió. La sombrilla, de seda de cuello de paloma, atravesada por el sol, iluminaba con reflejos móviles la piel blanca de su rostro. Así protegida, ella sonreía en el calor tibio; y las gotas de agua se oían caer, una a una, sobre el tenso muaré.

Tenemos aquí el relato de un proceso de enamoramiento, sin que la palabra amor o sentimiento alguno próximo sean nombrados. Pero de eso se trata con toda evidencia, estando presentes todos los matices de la experiencia. Hay, en la primera parte de la cita, el encuentro, carnal, casi brutal, “a tergo”, de los cuerpos mientras la pareja busca la fusta. ¿O más bien deberíamos decir se la disputan y, simbólicamente en ella, el falo? Porque el astuto Flaubert, en esta aparentemente anodina escena, deja oír ya su risotada, anunciando de entrada lo que será el futuro de la relación de la pareja. En presencia de Emma, desde el primer momento, Charles pierde su virilidad y solo la recupera, provisionalmente, como un don de ella. Un don que le atrapa: “En lugar de volver a la granja tres días después como había prometido, volvió al día siguiente”. En la segunda parte del texto el proceso amoroso sigue su trabajo, con la naturalidad y suavidad con la que el sol funde la nieve y la insistencia tozuda con la que las gotas de agua golpean la tela tensa de la sombrilla. La escena está cargada de una mezcla de fuerte erotismo y de extrema pureza. Y la maestría de Flaubert es tal que el párrafo se vale por sí mismo. El lector no necesita ir más lejos, se quedaría ahí, atrapado en ese momento mágico hecho de medidas palabras, viviéndolo más que contemplándolo, gozando de la leve brisa, oyendo casi el roce del juego de los cabellos locos en una nuca que tiene deseos de besar y de los lazos del delantal en unas caderas que tiene que reprimirse para no intentar apresar.

Todo el misterioso hechizo, el raro embrujo de la escritura de Flaubert, están aquí: la pura objetividad, la descripción neutra, la ausencia de omnisciencia del autor, la ignorancia de lo que sucede en el fuero interno de las personas se convierten en la vía más directa para la expresión de la más radical subjetividad, de la manipulación artera, del conocimiento y por lo tanto el control de los más recónditos entresijos de los protagonistas. Como el deus absconditus de los jansenistas, Flaubert domina su mundo desde un fingido silencio y una aparentada ausencia.

El párrafo que tan brevemente acabo de comentar merecería un más amplio desarrollo. Pero no hay aquí espacio para ello y además no deseo concluir sin referirme, para reivindicarla, a la figura del bueno de Charles.

He de empezar confesando que quizás no osaría hacer este ejercicio en público —en mi fuero interno siempre he sentido una gran ternura y una contenida admiración por el “torpe” antihéroe— sin los avales de Sartre y de Améry. El primero corrige en 1976 la posición sobre el personaje mantenida en El idiota de la familia en estos términos: “Emma es estúpida y malvada y los otros personajes no valen más, si exceptuamos a Charles, quien, como solo he descubierto más tarde, representa finalmente uno de los ideales del autor” (“Entretiens sur moi même. Sur L’idiot de la familla”, en Situations X, Gallimard, París, 1976, p. 99). El segundo (atormentado y brillante pensador austriaco, su verdadero nombre era Han Mayer, contra toda justicia muy poco conocido entre nosotros, a pesar de los elogiables esfuerzos de Pre Textos —que ha editado la traducción de todas sus obras significativas, excepto, curiosamente, esta a la que ahora nos vamos a referir— por difundir su obra) firma en 1978, pocos meses antes de suicidarse, Charles Bovary. Médecin de campagne (Actes Sud, 1991 para la traducción al francés que es la que yo sigo), novela-ensayo significativamente (guiño que establece un puente entre la Félicité de Un coeur simple y Charles) subtitulada Portrait d’un homme simple, donde quiere otorgar al “oficial de sanidad” una justicia que ni Flaubert ni Sartre (desconoce Améry la evolución última de este al respecto) le habrían hecho.

En efecto, frente a la huida en la esterilizante estetización de la vida cotidiana y el deseo de hacer coincidir la literatura y la realidad que representan figuras como la de Emma o Léon, Charles viene a figurar al honnête homme, al hombre bueno y discreto cuyos valores han sido barridos de la escena por una sociedad que, como señalaba Stendhal, solo mueve el dinero y la vanidad, una sociedad que Rancière (o. cit., p. 62) describe con términos que muy bien valdrían para caracterizar también, al menos en parte, aquella en la que actualmente vivimos (y de ahí, quizás, la sensación de actualidad profunda de la novela de Flaubert): “Una mezcolanza de individuos libres e iguales arrastrados todos juntos, por un torbellino sin descanso, a la búsqueda de una excitación que no era más que la interiorización en cada uno de la agitación sin objeto ni tregua que atormentaba el cuerpo social entero”. Se comprende que Emma sea enviada a la muerte por Flaubert: tanto la sociedad dominante de la época como el propio autor lo necesitan. La sociedad porque no puede soportar que una hija del pueblo quiera escapar a su condición, inspirada por la vanidad literaria que bebe en las veleidades igualitarias de una revolución ya muerta; Flaubert porque Emma comete el pecado supremo para él de indiferenciar el arte de la vida. ¿Pero por qué condenar a una doble muerte, la física desde luego, pero sobre todo mucho más dura aún, la simbólica —la del desprecio, la indiferencia y la mediocridad— a Charles, cuyo único pecado fue haber amado sin condiciones a su esposa y haber dedicado su vida entera a —así al menos lo creía él— hacerla feliz? Eso es lo que Jean Améry no puede tolerar, porque le parece inverosímil, no corresponder a lo que le era debido precisamente por su condición social y por la época en que vive el pequeño burgués que es Charles. Por eso, en su libro, reescribe la historia del médico devolviéndole, entre otras cosas, su dignidad al otorgarle como a Emma el derecho de volver la mano contra sí mismo, escapando así a la pasividad de una muerte natural y repentina, no sin antes hacerle protagonista de una implacable requisitoria contra Flaubert que citaré aquí para cerrar estas páginas:

Yo le acuso, señor Flaubert.

Le acuso porque usted ha hecho de mí un tonto incapaz de unir la pasión y la virtud.

Le acuso porque me ha hecho culpable de mi estupidez, o de lo que usted tomaba por estupidez, falta que usted me ha imputado con tanta dureza como a Lheureux, el usurero.

Le acuso porque usted me ha rehusado los Derechos del hombre y del ciudadano, y ha hecho de mí un esclavo desprovisto de voluntad, como si aún viviésemos en los malditos días en que el amo era el amo y el servidor el servidor, y que este no se atreviese todavía a levantar la mano contra aquel.

Le acuso de haber violado el pacto que usted había establecido con la realidad, antes incluso de haber comenzado a escribir mi historia: porque yo era más de lo que era, como todo ser humano que, día tras día, hora tras hora, sale de sí mismo y se opone a los otros y al mundo para negar lo que era y llegar a ser lo que será.

Le llevo a juicio porque en su estúpido encierro no tenía usted más oídos que para sus propias palabras y su armoniosa sonoridad, y nunca me miró con ojos de hombre compasivo.

La libertad: usted me la rehusó.

La igualdad: no toleró usted que yo, pequeño burgués, sea el igual del gran burgués, Gustave Flaubert.

La fraternidad: usted no ha querido ser mi hermano en la desgracia y ha preferido otorgarse el papel de juez tolerante. Vengo a plantear mi queja ante el tribunal del mundo contra la abominable indiferencia con la cual usted me ha rechazado al final, de modo semejante a como Emma se quitaba sus ropas con un gesto rápido e impaciente cuando a ella no le parecían buenas más que para ser tiradas sobre el montón de estiércol o regaladas a Felicidad, su cómplice sirvienta.

Yo le acuso, y el tribunal solo tiene que pronunciar su dictamen:

—Gustave Flaubert es reconocido culpable de ultraje a la moral pública: se entregó a la sodomía intelectual haciendo de Charles Bovary, oficial de sanidad en Yonville, una criatura tan estúpida como para ser capaz de alimentarse de paja.


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