Autor: 1 mayo 2007

Luis Landero: Hoy, Júpiter
Tusquets, Barcelona, 2007

Lo primero que debe hacer el buen lector de las novelas de Landero es quitarle el sostén al libro. Porque conociendo al autor hay que reprochar a su editorial el intento —legítimo por otra parte— de convertirlo en “escritor-estrella” muy a pesar del desinteresado, o sea, el propio Landero. Lee uno así en el sostén o en la faja promocional del libro, según prefieran ustedes, lo siguiente: “Después de cinco años Hoy, Júpiter de Luis Landero: la novela que todos estábamos esperando”. Primero: a las cosas importantes, como ya dijo el maestro Unamuno, no se las espera, se las aguarda, y las novelas de Landero son importantes y suelen tener carácter de acontecimiento literario. Segundo: desde luego que todos estábamos esperando su nueva novela, y es de suponer que hasta el propio autor; pero los lectores de Landero se han contagiado de esa indolencia templada, de tardanza contemplativa con que el autor se toma el oficio de ser escritor y la concepción misma de la literatura. Nadie peor que Landero para caer en las zozobras del marketing, en los espantajos de los plazos de entrega. Por eso sobra el sostén de la novela. ¡Pues claro que estábamos esperando —aguardando por mejor decir— su libro! Pero no habría pasado nada si la tardanza se hubiera convertido en vigilia de la vigilia de la vigilia…

Hoy, Júpiter es la quinta novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1942). Si hay personajes austerianos, siempre reconocibles en las obras del fabulador de Brooklyn, también se puede decir que hay personajes landerianos. En este caso lo son Tomás Montejo y Dámaso Méndez. En ellos reconocemos la ternura del fracaso, la piedad de sombra en los hombres corrientes y molientes. En el retrato de Dámaso Méndez hay quizás un punto de abismo algo distinto y más oscuramente trágico que en otros muchos de sus recordables personajes (pensemos en Juegos de la edad tardía, El mágico aprendiz o El guitarrista).

La de uno y otro son dos historias condenadas a entenderse hacia la página 280. A partir de ahí el lector va asimilando el juego a contrapelo, la doble vértebra de una novela que en principio uno va leyendo como espejo díptico. La de Tomás Montejo es la historia de un profesor de instituto caído en las desgarraduras del éxito y el fracaso en la literatura y el amor. En él sí reconocemos al personaje en clave landeriana de la que hemos hablado: el hombre común con esa barbada sombra de medianía que aspira de pronto a la cohetería del éxito en la vida. Otro caso es el de Dámaso Méndez, cuya historia es la de una larga venganza fraguada en un pasado de hijo desposeído del edén paterno. Si la venganza es un plato que se sirve frío, qué mejor frigorífico que el de la paciencia: “La paciencia es la más acabada forma de la audacia”, escribe Landero. A veces da la impresión de que las dos historias podrían haber deambulado por sí solas. Encajan y no encajan según dónde y cómo; aunque el oficio, la capacidad de fabulación, la prosa ondulante y cervantina de Landero permite que todo encaje y que el lector habituado a sus fábulas rebaje sus pocos peros a esta bella narración de dos cabezas. Otra cosa es que Landero decida alejarse en su día de un mundo literario donde la vida se representa como un show de artistas de variedades, pero todos ellos de segunda.

“El amor es una flor que crece junto al abismo”, como dijo el gordo Stendhal. Es la flor que crece en ese abismo de indecisiones que es el propio Montejo, donde vemos algunos guiños autobiográficos del autor y tan reconocibles en el mundillo fangoso de las letras: la sátira de la vida literaria (editores, promociones, suplementos), las obsesiones y desmayos del acto creador… En la infancia rural de Dámaso, dibujada entre la aspereza y la arcadia, quizás haya algo también de los recuerdos boreales, de los temblores primerizos del niño criado en un pueblo nacido entre terruños de olvido llamado Alburquerque. Hoy, Júpiter es tal vez la autobiografía de un estilo inconfundible de hacer novelas a partir de la vida de un folio en blanco.

Javier González


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