Isidro Hernández: El ciego del alba
Pre-Textos, Valencia, 2007
Este es el tercer libro de Isidro Hernández (Tenerife, 1975), para muchos será el primero. Los dos anteriores, Trasluz (2000) y Árbol blanco (2002) publicados en la selecta colección Asphodel, editada en Tenerife, tan selecta como mal distribuida, ahora solo pueden consultarse rebuscando en algunas bibliotecas. El primero de esos libros es un cuaderno con doce breves trabajos que dibujan una poesía bajo la acogedora sombra de Valente y Sánchez Robayna, exaltada en la aspiración de una metafísica, algo escasa en los medios, trabada de metáforas y seriamente hermética. El segundo libro, Árbol blanco, seguía la misma línea hermética y trascendental, pero había unos pocos versos, liberados del peso de querer ser elevado, que ya prefiguraban al mejor Isidro Hernández. Me alegra poder recordar algunos versos de ese libro: «Llegan de los caminos / para saciar la sed que no puede saciarse / en el filo lanceolado de las hojas / para olvidar el peso / de todo lo que habremos de ignorar / hasta el cansancio». Por primera vez este poeta se nos ofrecía sin la barrera de una retórica excesiva, sin el peso de una estética, y resultaba que ese poeta era memorable.
En El ciego del alba conviven las dos caras de Isidro Hernández. La primera parte,
«Libro de Bretaña», es la que contiene los mejores poemas del conjunto. La segunda, la que seguramente prefiere su autor, la que da título al conjunto, «El ciego del alba», se ocupa en una poesía que quiere conjugar la metáfora y el aforismo.
En esa primera parte puede leerse «Anunciación», un breve poema en prosa, ejemplo de cómo el autor sabe dominar, en esta ocasión con maestría, su natural impulso hacia la descripción y la metáfora. En ese poema el amanecer es para el lector una cosa física, sentida gracias a la efectividad de unas pocas palabras. «Ruta de la península de Crozon» es un poema que empieza bien pero se pierde en el momento en que el poeta decide introducir algunos versos sentimentales y de curso romántico: «se incendiaban los labios / y el amor refulgía» (p. 12). «De camino a Sizun» contiene algunos versos inolvidables, de una delicadeza y precisión descriptiva que solo son posibles si hablamos de un autor de talento: «Al pasar por Saint-Cadou / las paredes umbrosas de la iglesia / despuntan flores / que amanecen violadas / si un dedo de luz las roza. / Entre las grietas / de muros y tejados de pizarra / brotan / —dactilares— / campanillas silvestres». Este excelente poema se tuerce al final con una tautología en el antepenúltimo verso, donde se lee un «monásticos abades» que estropea el conjunto.
Cuanto más cercano al recuerdo, a lo visible, cuanto menos exaltado y más descriptivo, más emocionante resulta la poesía de Isidro Hernández, también más elevada, más cercana a su perseguida ontología. Es desde las cosas pequeñas donde el poema puede elevarse, no desde las cumbres, donde solo puede caer.
La segunda parte de «Montaña roja» es un trabajo donde no sobra nada, un poema pulido, algo sorprendente en un poeta que suele pecar por exceso.
Un Hernández inhabitual, urbano y melancólico, puede leerse en el emocionado y notable poema titulado «Ciudad de Brest», también en «Siam».
Muchas son las novedades que presenta este libro para quien conoce la obra de este poeta. Nunca antes se había atrevido a recordar en el poema, ahora lo hace, y sale bien parado de ese ejercicio, como en el poema titulado «Una existencia de papel». También por primera vez el poeta entra en el poema, se nos presenta escribiendo en un cuaderno, como al final del poema «Finisterre». En «Visita a un museo en Point Croix» leemos a un autor seguro de las armas de su oficio, que no teme enumerar los objetos que contempla, que no teme a la realidad. «En el piso de arriba / alguien dispuso todos los objetos: / la pizarra, el tablero, / el banco de unos niños, / cuentas enmohecidas, / un libro abierto por la página que trata / la más ardua lección del catecismo». Hace siete años parecía imposible que el autor de este libro escribiera los siguientes versos, incluidos en un poema sin título (p. 40): «Entre el consuelo del licor / el hombre simple que se ignora, / que anda solo / y a sí mismo se habla. / De mirada en avante / vueltos sus ojos hacia adentro, / bebe la vida / hasta que el mar alcance.»
El autor de El ciego del alba es otro poeta del que conocimos unos pocos, un poeta preocupado por el hombre, por el desasosiego de los años, por los laberintos del fracaso y de la belleza. Es verdad que sigue insistiendo en la luz, en los mundos solares, en los gobiernos del aire, en su personal camino hacia la metafísica, pero al menos ha comprendido que la belleza no solo está en lo sagrado, y que lo sagrado a veces tiene el rostro de un mendigo o la luz de un objeto vulgar. La metamorfosis ha sido para bien en este caso.
Quizás otros lectores, más sabios que uno, sabrán encontrar en la segunda parte de este libro, la más breve de las dos, también la más hermética, las bondades que yo no logro entrever.
Me basta con saber que Isidro Hernández es un poeta memorable, y aunque no lo sea siempre y en cada página, cuando acierta resulta ser un autor inolvidable.
Bruno Mesa