Autor: 7 enero 2008

Juan Carlos Palma

Mi mujer conoce de sobra mi natural indisposición ante la cartografía. Solo tienen que mostrarme un mapa para que gracias a mis escasas dotes para su escrutinio el itinerario más corto se convierta en el más largo, la plaza que está a la vuelta de la esquina parezca estar en otra dimensión y la calle con nombre fácil de recordar sea cambiada por otra de nomenclatura solo similar para el que escribe estas líneas.

No es de extrañar, por tanto, que cuando, alojados ya en un modesto hotelito del barrio Montparnasse, en cuyo cementerio luego pudimos ver las tumbas de Cortázar, Duras, Vallejo o Baudelaire, le manifesté mi interés por trazar el mismo recorrido que hicieron Ethan Hawke y Julie Delpy en Antes del atardecer, su entusiasmo —la película le había maravillado y era ya un clásico en nuestra videoteca— quedó algo solapado por una sombra furtiva en su mirada y el gesto abortado de llevarse las manos a la cabeza. Probablemente pensó, sin atreverse a decírmelo, que nunca lo conseguiríamos o que tan magna empresa nos llevaría varias jornadas.

Días antes de coger el avión, había pasado las escenas a cámara lenta, ampliado el zoom a su máxima potencia, pero los intentos por distinguir el nombre de las calles que la pareja de enamorados atravesaba fueron infructuosos. Más tarde supimos que el astuto Richard Linklater, el artífice del filme, se había quedado con nosotros y quizá con decenas de parejas más que habían querido emular a sus ídolos, pues el itinerario no era real y pasaba de una zona a otra de París aunque el montaje pareciera inexistente.

Solo una cosa teníamos clara: la librería Shakespare&Co., donde el personaje de Ethan Hawke presenta su novela, existía en realidad y estaba en la rue de la Bûcherie. Ese fue nuestro objetivo prioritario después de visitar el Museo del Louvre, el Orsay, el Rodin, el Pompidou, la Cinematheque, subir a la Torre Eiffel, ver la tumba de Napoleón en Los Inválidos, darnos un paseo por el Sena en el Batobus y probar uno de esos deliciosos crêpes que hacen las delicias de los turistas.

Los problemas empezaron con la visita a Notre Dame, no ya por la imposibilidad de subir a ver las famosas gárgolas —dos horas de media de cola—, sino porque, de no mediar mi habitual impericia con los dichosos mapas, me habría percatado de que Shakespeare&Co. estaba situada apenas a cien metros de la literaria iglesia. Cuando, a la tarde siguiente, buscamos la calle de la librería bajo la atenta mirada y las estentóreas carcajadas de un invisible Quasimodo mi mujer rezó un padrenuestro para que el todopoderoso la avituallara con nuevas reservas de paciencia.

Mea culpa. Pero en mi descargo hay que reconocer que la rue de la Bûcherie se las trae, ya que está dividida en varios tramos según los caprichos del Quai de Montebello quedando la Shakespeare&Co. en la parte más escondida, como si fuera el tesoro enterrado que premia a los más infatigables, constantes o directamente torpes como un servidor.

Superado el trance detectivesco, el aspecto exterior de la librería era tal como aparecía en la pantalla, con una vitrina donde se alternaban las novedades con las rarezas bibliófilas y las primeras ediciones. Tres o cuatro grandes cajones contenían los libros de saldo, que se pueden llamar así aun tratándose de París. Es lo bueno que tiene la literatura, que por poco dinero se puede entrar en otra dimensión. Alrededor de ellos se arracimaban curiosos venidos de todas las latitudes; algunos se sentaban a leerlos o a tomar un pequeño refrigerio en unas banquetas que contorneaban la cintura de unos grandes árboles. Sobre la fachada principal se podía leer la declaración de principios del dueño, que mis dos años de francés en un instituto de idiomas tradujeron como un negocio poco rentable pero capaz de hacer feliz a un hombre, incluyendo una cita a Dostoievski cuyo sentido último se me escapaba. Lo que me quedó más claro, a pesar de que no estuviera escrito en el letrero, es que había una regla de oro, un acuerdo tácito y misterioso, que golpeaba el inconsciente del visitante y le impedía llevarse a la mochila ese libro que tan fácilmente hubiera cabido en ella.

Más a la izquierda y, separada únicamente de la librería principal por la puerta de un bloque de apartamentos, había una segunda Shakespeare&Co. cuya única empleada, escondida tras la pantalla plana de su ordenador, parecía compensar con su aplicación el desor- den que imperaba en la sede matriz. Una enorme mesa donde los libros se apilaban sin orden ni concierto se situaba en el centro de la entrada, flanqueada por dos estrechos pasillos por los que los letraheridos pululaban en una educada y armoniosa coreografía de estiramientos, disculpas y graciosos pasos de baile. Los pesados cortinajes rojos que separaban las estancias acrecentaban la sensación de una representación permanente en la que el tiempo se detenía, incapaz de seguir su imparable curso por respeto y consideración a la santidad del lugar.

A pesar del aparente caos, descubrí con alegría que las estanterías, prolongadas hasta los altísimos techos sin apenas espacio para nuevos infiltrados, mantenían intacto el orden alfabético de autores. Sabía que el actor Ethan Hawke había escrito varias novelas, así que busqué su apellido esperando encontrar algún ejemplar que recordara simbólicamente su paso por la librería. Me decepcioné al no hallar ninguno, pero como mi pudor a mantener una conversación en francés de más de dos frases era superior a mi interés, me dio por imaginar que quizá la historia del rodaje no había acabado demasiado bien o que el propietario conservaba los libros dedicados en su biblioteca personal.

Pero la Shakespeare&Co. guardaba todavía muchas sorpresas. Cuando creíamos haber llegado al último tabique, una pequeña puerta nos sacaba de nuestro error abriendo un nuevo paraíso de olores y propuestas. Lo mejor, no obstante, estaba en el piso superior, al que se accedía por una delgadísima escalera que crujía en cada peldaño y cuya estrechez impedía a los visitantes subir y bajar al mismo tiempo. Un cartel en varios idiomas advertía que en esa planta solo estaban a la venta los libros infantiles, perteneciendo el resto a la colección particular del dueño, quien no tenía reparos en dejarla catar al respetable amparándose en esa ley no escrita que ya comenté.

Aquí los espacios se hacían todavía más angostos y los claroscuros se adueñaban de las habitaciones creando un clima inquietante, casi de cementerio impreso o literatura embalsamada. Quizá por eso no eran muchos los que se decidían a subir, como si temieran profanar la liturgia que allí parecía celebrarse. Sumidos en esa especie de clandestinidad decidimos seguir avanzando mientras nadie nos lo impidiera descubriendo una suerte de buhardilla en la que una cama hundida por varias pilas de libros invitaba a tumbarse amenazando con convertir al osado durmiente en una pieza más de ese espectáculo decadente.

Recordé entonces el momento en que Hawke le dice a Delpy que ha pasado la noche en la librería en una cama que el propietario tenía arriba para ocasiones especiales y me produjo una gran satisfacción saber que Richard Linklater no solo no nos había engañado como en el falso itinerario, sino que había sido capaz de lograr una sinceridad absoluta y conmovedora con todos los que se hubieran atrevido a llegar a ese punto. Tenía la sensación de que Ethan Hawke había dormido realmente en aquella cama y que, al igual que ocurría con el argumento de la novela que allí presentaba, la realidad y la ficción se confundían sin remedio.

La aparición de una cocina algo destartalada, en la que quizás Hawke también se habría preparado el desayuno, no nos produjo tanta impresión como el extraño cubículo a modo de confesionario que, debajo de una segunda escalera, esta ya inaccesible, parecía destinado a los lectores más íntimos. Una lámpara de luz tenue, una silla, una máquina de escribir y una mesa minúscula componían el escaso mobiliario del rincón elegido por ese lector ausente y extravagante. Al fondo de la habitación, junto al balcón que daba a la calle y dibujaba en su lienzo los melancólicos brochazos de la Sorbona, se agolpaban tres jóvenes frente a un ordenador portátil. Resultaba algo chocante que la era de la tecnología Wi-Fi hubiera alcanzado también aquel museo del saber.

Nada más descender de nuevo las escaleras hacia la planta baja nos encontramos de frente con un gran mural en el que el dueño había colocado fotos y recuerdos de las celebridades y amistades que habían pasado por su local. Tratamos infructuosamente de localizar algún vestigio del rodaje de la película, y solo en la salida, bajo el suave tacto de un gato ovillado sobre una montaña de libros, colgaba el cartel a modo de obligado recordatorio de la estancia del equipo, como si el propietario se sintiera pudoroso a la hora de alardear de ello y no quisiera salir del dulce, aunque ya imposible, anonimato de una librería de barrio.

Con el espíritu bien saciado de romanticismo y bohemia a partes iguales, mi mujer y yo emprendimos el camino de regreso al hotel deteniéndonos en los escaparates de las librerías situadas en los aledaños de una de las universidades europeas más prestigiosas, sentándonos en los parques y disfrutando de las limpias fuentes parisinas, hasta llegar —nunca por la ruta más corta, por supuesto, para no perder mi reputación— al impresionante Jardin du Luxembourg, donde los corredores de footing se alternaban con los turistas y los jugadores de ajedrez en una luminosa amalgama de colores que competía con el variado cromatismo de flores y plantas.

Aún nos quedaba otro día en París, que habíamos reservado para el famoso barrio de Montmartre, pero ambos teníamos la certeza de que no íbamos a vivir una experiencia similar a la de la Shakespeare&Co., con todo lo que tuvo de aventura y ensoñación, de magia y misterio. Caminando por las estrechas calles donde Toulouse-Lautrec, Dalí o Degas apuraron sus noches de farra en compañía de bailarinas y personajes de dudosa calaña, percibimos que aquello sí que era una postal típica, con grupos de treinta chinos impidiendo el paso y decenas de pintores anónimos acabando el mismo cuadro. Fuimos conscientes de que el verdadero París, el que el dueño de la Shakespeare&Co. trataba de proteger a toda costa, se encontraba en lugares como la rue de la Bûcherie, todavía lejos de los flashes y el sentimiento tan francés de déjà vu.

No fue hasta varias semanas después de nuestro regreso cuando supe que la librería de nuestros sueños se remontaba a los felices años veinte y se ubicó en la rue de l’Odeon en el barrio de Saint-Germain hasta 1940, siendo trasladada a partir de esa fecha a su lugar actual. Tampoco sabía nada entonces de Sylvia Beach, su fundadora, animadora intelectual del París de entreguerras, artífice de la traducción inglesa del Ulises de Joyce, piedra angular del movimiento existencialista y la mejor anfitriona para célebres escritores emigrados como Scott Fitzgerald, T. S. Eliot, Pound o Hemingway, a quienes prestaba ejemplares de su librería como si se tratara de una biblioteca (Lino González Veiguela en Clarín, n.º 47, pág. 69) mientras estos larvaban algunas de sus mejores creaciones. No es extraño que todos los libros de la Shakespeare&Co. lleven marcado junto al nombre del establecimiento las palabras «kilomètre zéro», pues cualquier itinerario literario por cafés, teatros, casas natales, inscripciones y lápidas debe empezar desde su fachada. Su espíritu lector lo agradecerá.■ ■


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