Autor: 25 septiembre 2008

Eça de Queiroz: La capital. Traducción de Javier Coca y Raquel R. Aguilera

Acantilado, Barcelona, 2008

Todo país que se precie ha de tener su Gran Novelista Decimonónico; así, con mayúsculas. Algunos tienen más de uno, y entonces surgen las disputas entre los defensores de uno u otro. Incluso podía darse el caso de que llegase la sangre al río. O tempora, cuando la gente se daba de puñetazos por defender a un Stendhal o un Balzac. Portugal, abajo de Europa a la izquierda, tiene su Gran Novelista Decimonónico en Eça de Queiroz (1845-1900); todo el mundo está de acuerdo en ello. Progresista, anticlerical, moderadamente libertino, cosmopolita y mundano, Eça representaba —en su persona y en sus novelas— el anhelo de modernización de los portugueses, cuyo modelo —como en España, sin ir más lejos— era la República Francesa, también conocida como Marianne: Libertad, Igualdad, Fraternidad; separación de la Iglesia y del Estado —aquí anduvo y anda la cosa un poco chunga—; sufragio universal; libertad de expresión y de prensa; etcétera. Eça era un escritor de éxito, envidiado por otros escritores sin éxito y vilipendiado por la clerecía, pero eso casi siempre suele pasar. Desde El primo Basilio hasta El crimen del padre Amaro, pasado por Los Maia y El misterio de la carretera de Sintra —la del Chevrolet prestado del insuperable poema de Pessoa— Eça radiografió la sociedad que le tocó en suerte vivir. Era, en términos académicos, un escritor realista, con vocación totalizadora, un excelente recreador de ambientes, de mirada crítica y gran finura en el análisis de las personalidades mediante un dominio prodigioso del estilo indirecto libre. Un excelente novelista: moderno, eficaz, comprometido con el estilo, etcétera.

La capital, sin embargo, trasciende los planteamientos de la novela realista para adentrarse —con mucha gracia— en el territorio de la farsa. Tal vez por ello —Eça no quería molestar a nadie— permaneció inédita tras su muerte, languideciendo en un cajón de su despacho; tanto que no fue publicada 1925. No es ningún disparate interpretar La capital como un roman à clé, puesto que todos los estamentos sociales y políticos, incluso culturales, aparecen en ella con unos personajes muy bien dibujados y por ello reconocibles. Artur Corvelo es un joven diletante —aunque no lo sabe— de provincias que quiere ser escritor. Pero tiene un problema avant la lettre: apenas escribe. Quiere, como miles de jóvenes de todos los tiempos, ser escritor para tener fama, paladear la gloria y husmear bajo los miriñaques de ciertas encopetadas damas de sociedad, aburridas hasta decir basta y con la cabeza repleta de ardientes pájaros tras la lectura de docenas de folletines. Es un romántico, y en su magín bullen los ideales más hermosos pero que jamás se concretan en palabras. Así, el joven e inexperto Artur, tras recibir una interesante herencia, se planta en Lisboa, la capital, para triunfar en ella. Lleva consigo un libro de versos de título lisérgico, Esmaltes y joyas, y un drama en verso —Amores de poeta— escrito durante el impulso de un febril y platónico enamoramiento. Ambos son malos de solemnidad, infumables. A pesar de todo, Artur se mueve —y nosotros con él— por Lisboa con cierta soltura, visita ambientes bien distintos y charla con unos y con otros. Viste como un dandi, se hospeda en un buen hotel, asiste al teatro casi a diario, come y bebe notablemente… Está dilapidando su fortunita.

Artur, decíamos, pasea por los salones, los antros, las avenidas y las callejuelas de la capital, aunque tal vez deberíamos haber escrito lo pasean, tan voluble es su carácter —es decir, su ausencia del mismo— como predispuesto está para comulgar con ruedas de molino y, en consecuencia, a permanecer siempre como un pasmarote corrido y mirón que experimenta la desagradable sensación de estar siempre de más. Ya sea en un lujoso salón donde consigue ser recibido o durante la constitución de un club demócrata —dos extremos del arco social y político— Artur nunca deja de ser el tipo que apenas habla con nadie. Más pronto que tarde se convierte en un resentido, mas su resentimiento no es profundo, qué va: se limita a odiar a quienes le han dado la espalda la noche anterior o, de un modo más general y cósmico, a la humanidad entera.

El punto de vista narrativo que adopta Eça de Queiroz es el estilo indirecto libre, tan eficaz cuando sabe emplearse con talento. Además, toda la novela —como decíamos al principio— está deformada con un aire de farsa que la engrandece. El narrador se burla de su principal protagonista mostrándonos la volubilidad de sus pensamientos, de sus afanes, de sus desengaños. Y nos damos cuenta, bien pronto, de que se trata de un pobre tipo, casi un gañán.

Pasados los tiempos en que cualquier novela que tuviese su planteamiento, su nudo y su desenlace era lanzada a los leones, dejémonos llevar por un escritor que fue faro insignia de más de una generación de españoles progresistas, allá por los años treinta del siglo pasado. Obrigado, Eça de Queiroz.

Andrés Pau


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