André Aciman: Llámame por tu nombre
Alfaguara, Madrid, 2008
Algo tiene Llámame por tu nombre de fantasía onanista: una idílica playa virgen de la costa italiana, dos jóvenes guapos y cultos, el fragante verano… Todo parece servido para el erotismo y la efusión sentimental y, efectivamente, André Aciman no ahorra ni el uno ni la otra en su primera novela, un notable ejercicio de indagación de los resortes del amor y el deseo que por momentos resulta, sin embargo, bastante empalagoso.
Llámame por tu nombre narra la fascinación de Elio por Oliver, un estudiante norteamericano alojado en la casa de verano de los padres del primero. La relación amorosa que surgirá entre ambos se hará esperar casi media novela: lo que dura un cortejo en el que los símbolos (la camiseta del amado, una postal con significación…) terminan por llenar la existencia de Elio, atrapado entre el deseo y el temor de no ser correspondido. Lo mejor de la historia está en esa primera parte, un minucioso análisis (acaso demasiado prolijo) de las emociones amorosas, de la zozobra de la aproximación, de la gramática del erotismo. Ahí es donde Aciman resulta más convincente, a pesar de dejar no pocos cabos sueltos. ¿Qué ocurre con Chiara, novia ocasional del protagonista, que parece existir solo como contrapunto de su identidad sexual y que va desvaneciéndose hasta desaparecer? Lo mismo sucede con Vimini, la niña enferma, con los padres de Elio y más tarde con los personajes de la presentación poética en la librería de Roma. El autor solo se ha empleado a fondo con Elio y con Oliver y los ha rodeado de fantasmas. Fantasmas muy bonitos, eso sí: desde la pequeña Vimini hasta el último compañero de francachelas del poeta, todos en esta novela son cultos, ingeniosos y bellos y hablan como libros.
En la segunda parte, el peso de la historia se centra en una sola noche que los protagonistas pasan en compañía de un grupo de intelectuales romanos. En ese punto, los diálogos se vuelven extremos: o totalmente banales o tan elevados y prolijos que casi causan rubor, como cuando el poeta narra una aventura amorosa en Bangkok. El final, con el reencuentro al cabo de los años de Oliver y Elio, marca el momento más kistch de la novela: la nostalgia de la juventud, el dolor por los que ya no están, la sensación de la oportunidad perdida… Todo demasiado mascado: una construcción perfectamente calculada para emocionar al lector afín.
Una novela como Llámame por tu nombre solo puede embelesar o provocar visceral rechazo. Gustará a quienes buscan literatura de alto octanaje sentimental, en la que cada detalle del impulso amoroso adquiere importancia y significado y se analiza hasta la extenuación. Gustará a los devotos del ideal: la juventud, la belleza, el sol, la melancolía, los amores que son para siempre, la vida que separa y reúne… Todo bien aliñado en una estructura novelística convencional, sin sobresaltos, cosida según beneméritos patrones que habíamos visto muchas veces antes.
A finales del siglo xix, la permisiva legislación italiana y, seguramente, el carácter abierto y desinhibido de sus clases populares, convirtieron Italia en el paraíso y refugio de los artistas y aristócratas homosexuales de toda Europa. André Aciman, alejandrino de origen turco que vive en los Estados Unidos y es profesor y ensayista, ha realizado su particular viaje ideal a ese antiguo sueño de libertad y camaradería entre hombres. Pero no es Llámame por tu nombre una novela «de género»: es una novela romántica más seria e inteligente que las novelas románticas al uso, una historia de amor que los diabéticos deberán leer con las debidas precauciones.
José Luis Piquero