Autor: 25 septiembre 2008

Andrés Neuman nació en 1977 en Buenos Aires, ciudad donde pasó su infancia. Vive en Granada, en cuya universidad estudió e impartió clases. Es autor de las novelas Bariloche (Finalista del Premio Herralde), La vida en las ventanas (Finalista del Premio Primavera) y Una vez Argentina; de los libros de cuentos El que espera, El último minuto y Alumbramiento; y de los poemarios Métodos de la noche, El jugador de billar, El tobogán (Premio Hiperión), La canción del antílope y Mística abajo. Ha publicado también el libro de aforismos y microensayos El equilibrista, la colección de haikus Gotas negras, los Sonetos del extraño y una traducción del Viaje de invierno de Wilhelm Müller. Mediante una votación convocada por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro, fue incluido en la selección Bogotá-39 entre los principales jóvenes autores nacidos en Latinoamérica. Su página web es www.andresneuman.com.

la cita

El lunes sueña con la cita. El martes se entusiasma pensando en que se acerca. El miércoles empieza el nerviosismo. El jueves transcurre entre preparativos, revisa su vestuario, pide turno en la peluquería. El viernes lo soporta como puede. El sábado, por fin, sale a la calle con una sonrisa ansiosa y el corazón rebosante. Durante toda la mañana del domingo llora sin consuelo. Cuando nota que vuelve a soñar, ya es lunes y hay trabajo.

hacerse el muerto

¿Por qué nos gusta hacernos los muertos? ¿Se trata de una costumbre sádica, como se quejan nuestros amigos o cónyuges más sensibles? ¿Por qué nos fascina de niños, y seguimos siendo niños, quedarnos deliberadamente inmóviles como momias de nuestro propio futuro? ¿De dónde sale ese placer ácido que sentimos asistiendo al cadáver que todavía no somos? La explicación es sencilla, y por tanto misteriosa. Al ver mientras no miramos, al respirar cuando nada hacemos para seguir respirando, al notar en nosotros, con poderosa certeza, la selva de las arterias y la montaña rusa de los nervios, no solo confirmamos que estamos vivos sino algo incluso más impresionante: experimentamos nuestra única, pequeña, modesta forma de trascendencia. Sobrevivimos a nosotros mismos. Derrotamos a la muerte jugando.

Entra a casa mi hijo. Volveré a respirar.

el amante aparente

El calor aprieta y las sábanas se enredan. Doy vueltas en la cama igual que las agujas de mi despertador. Pero no pienso en nada: aunque no lo parezca, estoy durmiendo. Y mientras duermo sin que lo parezca espero a Laura, mi mujer, que está a punto de llegar.

Laura vendrá pronto, enseguida, de la fiesta. Yo preferí no ir: me sentía demasiado cansado para tantas botellas y tan pocas palabras. Le dije: Ve tú sola, no importa. Y, aunque no lo parezca, de verdad no me importaba.

Mi pensamiento está suspendido en el colchón. Las sábanas lo envuelven, placentarias. El dormitorio está en calma. No tengo ninguna prisa por que Laura venga, pero ella me dijo que volvería pronto para hacer el amor conmigo y a mí me pareció bien. Siendo sincero, aunque a veces no parezca sincero, prefiero pasar el máximo tiempo posible así, en esta paz de sombras, inmerso en la cosquilla, arrullado por esta espera. Me gusta que las cosas que me gustan estén a punto de pasar, que no pasen todavía.

Siento, cómo decirlo, agua con gas en los músculos. Al fondo de esa agua se disuelve, partícula a partícula, el discurso que voy hilando mientras me quedo dormido. Veo perfectamente qué teje ese hilo: teje un tómate tu tiempo, un no hace falta que corras, un no vengas por mí. Así es. Aunque no lo parezca, a veces durmiendo se está mejor que fornicando. A veces el deseo es una responsabilidad fatigosa. No porque haya que cumplir nada (y además el deseo nunca puede cumplirse) sino porque desear sinceramente a alguien, y yo deseo sinceramente a Laura, exige el agotamiento absoluto de nuestras fuerzas. Y yo no ando sobrado de fuerzas, y en verano tengo poquísimas. En cambio dormir, dormir dulcemente, es todo lo contrario. Cuando estamos a punto de quedarnos dormidos, como Laura está a punto de venir a casa, nuestros músculos hacen el amor entre sí. Se reconocen. Se ordenan. Se bastan a sí mismos. Por eso no quisiera que mi mujer llegase ahora mismo de la fiesta, por más que mientras tanto las puntas de mis pies se froten ávidas y una flor involuntaria me crezca entre el ombligo y las rodillas.

Pétalo a pétalo, aunque no lo parezca, una segunda espera más ansiosa que el sueño se va alzando en mi piel y me araña el costado. Es la rosa rebelde de todas nuestras esperas, el jardín de relojes que crece en nuestra piel. Como ese reloj que a Laura le gusta llevar suelto en mitad del antebrazo, su antebrazo nervioso de fruta un poco pálida. Y sus nalgas, aunque no lo parezcan, también son muy nerviosas y saben marcar las horas.

En fin, cada segundo que pasa entre estas sábanas, que paso aquí, durmiendo el pensamiento, es una fina prórroga que aumenta mi deleite. El deleite de saber que mi mujer no está aquí y que llegará de la fiesta de un momento a otro. De saber que este hueco que su cuerpo ha dejado junto al mío es el doble tesoro de mi suave descanso y la caricia conocida, el placer inminente.

Estoy, ahora sí, por fin, en la frontera exacta entre la paz y el apetito, entre el pulmón y la ingle. Sinceramente, podría mantenerme así toda una vida. Me da cierta pereza saber que vendrá Laura y sin embargo, aunque no lo parezca, la certeza de que ella vendrá me aguijonea el sueño y esparce un temblor rojo, una jalea expectante por todo mi cuerpo.

Dulce, dulce verano.

Va a venir.

Amanece.

aracnofobia

Al inclinar la cara, a punto de caer dormido, vi posado sobre la ventanilla del avión, a escasos centímetros de mi hombro izquierdo, un repulsivo arácnido de patas amarillas, cabeza gruesa y articulaciones abultadas, velludas, temblorosas. Di un respingo de terror en mi asiento, donde no había espacio para dar respingos y mucho menos de terror. Comencé a respirar con dificultad, como si se me hubiera infiltrado un colador en el pecho. Temiendo desmayarme, llamé insistentemente al sobrecargo, que acudió en mi auxilio. Incapaz de coordinar una frase, me limité a señalarle con un dedo inseguro el arácnido que vibraba, se estiraba, comprimía y expandía con extrema lentitud, cada vez más cerca de mi asiento.

Con educada sorna, el sobrecargo me tranquilizó indicándome que aquel bicho se encontraba atrapado entre los dos cristales de la hermética ventanilla, e incluso se tomó la molestia de rascar la superficie con un dedo valiente para demostrármelo. En cuanto el sobrecargo se marchó, volví a apoyar la espalda en el asiento y reuní fuerzas para mirar de cerca al arácnido: de pronto ahora, en su llana inofensividad, me pareció un molusco aburrido en una pecera o un breve pez adherido a un vaso. Quizás a causa de mis miradas poco discretas, el arácnido se revolvió, desplazándose al otro extremo de la ventanilla. Compadecí su destino: evidentemente, la pobre criatura padecía antropofobia. Empecé a tener sueño. Después aterrizamos.

el fusilado

Cuando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «Preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «Carguen». Y mientras recordaba a su difunto abuelo, sintió que era irreal que las peores pesadillas de uno mismo se cumpliesen. Eso pensó Moyano: que siempre se mencionaba estúpidamente (cobardemente, rectificó Moyano) la extrañeza de realizar los propios deseos, y se pasaba por alto la perplejidad siniestra que nos causa, o debería causarnos, la consumación de nuestros temores. No lo pensó quizás en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de esa conclusión: lo iban a fusilar, iban a hacerlo, y nada le parecía más inverosímil, pese a que en sus circunstancias hubiera podido parecer lo más natural del mundo. ¿Era acaso natural escuchar «Apunten»? No, a cualquier persona, al menos a cualquier persona decente, una orden así jamás le llegaría a sonar lógica, por mucho que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como la rama atroz de un árbol, y por mucho que durante su cautiverio el general lo hubiese amenazado varias veces con que le pasaría lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la hipocresía de apelar a la decencia: ¿a quién a punto de morir le preocupaba semejante cosa?, ¿a quién le interesaba la decencia frente a un fusil recto?, ¿no era en realidad la supervivencia el único valor humano, o quizás menos que humano, que le importaba ahora?, ¿estaba tratando de disculparse?, ¿de morir gloriosamente?, ¿de distinguirse de sus verdugos como una forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero sí lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente como ante un dictado ajeno. El general aulló «¡Fuego!», él cerró los ojos, los apretó más fuerte que nunca antes en su vida, buscó esconderse de todo, de sí mismo, por detrás de los párpados, de pronto pensó que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su última mirada merecía ser por lo menos vengativa, pensó en abrirlos, no lo hizo, se quedó quieto, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó unas palabras oportunas, no le salieron, qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó, fueron los gatillazos, su estruendo, mucho menos molesto, incluso más armónico, de lo que siempre había imaginado.

Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su sorpresa, para su confusión, también escuchó otras cosas. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz muy alta «¡maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa, olió temblando el aire delicioso de la mañana, oyó el canto inquieto de los pájaros, saboreó la saliva seca entre sus labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda y comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto. ■ ■


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