Juan Lamillar: El fin de la magia
Renacimiento, Sevilla, 2008
El sentido del título del último libro de Juan Lamillar, El fin de la magia, alude seguramente a conciencia del tiempo, o lo que es lo mismo, conciencia de la muerte. Desde esta perspectiva se pueden leer casi todos los poemas, así como las distintas partes que integran el conjunto. El mar, en ese tiempo de magia, el verano, parecido a una tregua o un paréntesis, es símbolo a la vez de eternidad y metamorfosis. Frente a él, los pasos en la arena «dibujan un destino / borrado a cada instante por el agua». Insensible a la historia, los naufragios, «el mar es otra vez metal y azogue». Su invulnerabilidad, tan semejante a la de un dios, parece «un don que no mereces todavía». Tiempo, asimismo, son las visiones de la belleza. Una muchacha, muy temprano junto a la espuma, «es un instante solo, pero vibra en la luz / y en su pureza permanece inmóvil». Fijada en el poema puede crear la ilusión de un presente hecho de palabras, a salvo del transcurso. Tiempo compacto, sedentarizado, mudo, son los libros de una biblioteca: «Vida, cuando los abres / y la mirada pone pies y alma / en el umbral del laberinto». El prodigioso verso de Virgilio, «Iban oscuros bajo la noche sola», crea una variante como «Vamos oscuros, solos, y el viento nos ignora. / No abrimos nuestra alma en ninguna frontera». Desolación, pues, al final de la magia, de la luz, de los engaños del tiempo. Los «Muros» se pueden leer también como lienzos porosos que acogen diversos signos, como materia temporalizada: «muros / frente al acantilado de los días, / entregados al sol, dispuestos / para la oscura afrenta de la luna». Ni siquiera los dioses son inmunes a la corrosión de los días, del olvido. En la esperanza, o en el terror de los hombres, cambian de rostro, de nombre, de lugar; o mueren sencillamente sin renacer en otros dioses nuevos: «Nadie sabe de dioses: /ignoran sus mandatos escritos en la piedra,/ y aún en la piedra miran solo la nada».
Lamillar, que es un poeta delicado, pero también retórico en el mismo sentido en que puede serlo otro poeta andaluz, Caballero Bonald, no es ajeno a la influencia del barroco nihilista. Así, el emblema de la calavera como la expresión más cruel, o serena, de la temporalidad; versos como «ser en la luz nocturna la sombra de una sombra», sintagmas de filiación clasicista: huida, nada, «una brizna de horas, un fragmento de espacio»… Si existe una realidad que, por su calidad evanescente, etérea, pueda ser símbolo idóneo del tiempo, esa es la luz. Pero la luz en los cuadros también es tiempo remansado, sedentario, parecido en cierto modo a la perennidad del mar. «La luz de Rembrandt» dora jinetes, soldados, filósofos… «y las manos que saben esparcirla sobre el tiempo». Las manos que saben, en realidad, convertirla en un tiempo que nos produce una ilusión de eternidad. Ya en la estela de la pintura, especialmente memorable es el poema «Cuatro acuarelas para Carmen Laffón»: «Mucho más que color sobre un espacio, / esos cuadros son tiempo, un tiempo inmóvil / que encuentra en la mirada que lo fija / un cómplice fugaz y silencioso». La delicadeza de Lamillar en perfecta simbiosis con la delicadeza de una pintura que produce, en efecto, la sensación de que el aire, la atmósfera, su magia, se pueden materializar, aprehender. El erotismo, «el esplendor obsceno de los cuerpos / en el placer más alto», significa a veces la intuición de lo que puede estar más allá de sus propios límites, de un triunfo sobre la muerte como en el soneto de Quevedo. No obstante, esta magia que en su puro presente parece invulnerable, exenta, termina doblegándose a esa verdad, tan sencilla como dramática, que es el eje temático del libro: «pero a tu lado otra vez miro el mar, / que está lejano, que quizá no exista, / porque somos tan sólo tú y yo en contra del tiempo». La fosilización de tiempo que son los museos, algunas de sus piezas, está representada por dos poemas en los que se conjetura sobre la existencia, lejana de una forma vertiginosa, de dos niños: «Como a un Ganimedes australopitecus / (dos millones y medio es la cifra de años), / el niño fue raptado por un águila»… Misterio, en fin, de una pervivencia; de un signo, de algo, alguien, que un día muy remoto fue «breve luz en lo oscuro del tiempo». Para acabar, la música, que es resistencia al tiempo, tiempo ella misma, está, como el poema, hecha de sonidos y silencios, es otra huida. Solo mediante la sucesión se realizan ambos. Memorable es, en este apartado, «La maleta de Shostakovich»: «y él recibe a la muerte / con la ofrenda desnuda que gime la viola: / más allá de ese límite nos aguarda el vacío / y comparte la música su dolor con nosotros».
Eugenio García Fernández