Juan José Fernández Cerero: Oro
Cuadernos de Poesía Númenor, Sevilla, 2008
Este primer libro de Juan José Fernández Cerero (Sevilla, 1987) contiene mucho de lo que pido, como lector, a un poeta novel: emoción, humildad, sencillez, algo nuevo, consciencia de su juventud, un sentido elevado de la poesía. Y, por supuesto, calidad formal, sin la que no sería posible la calidez del verso.
Casi sin excepción los versos del libro son endecasílabos blancos (hay un poema asonantado, y una jaikilla —mezcla entre haiku y seguidilla—), y apenas se encuentran tropiezos en el ritmo y la acentuación. Buen síntoma: ha pedido consejo, ha corregido, ha limado, lo que se hace patente también en la extensión del libro, comedida, justa, sin poemas-gracieta, o poemas-anécdota, o pretendidos epigramas anoréxicos, o, por el contrario, poemas meditativos, largos y pesados. Nada de eso. Veintiséis poemas, más bien breves. Buen síntoma. Cuando abres un libro premiado de un jovencísimo autor —un Adonais, por ejemplo—, ya da pereza encontrarse seis o setecientos versos (o más). Se pregunta uno ¿es que tanto bueno ha escrito este chaval, tan jovencito? Siempre hay relleno, falta de medida, inconsciencia de lo que sobra.
El libro se abre con un par de preguntas: «¿Qué sombras de otro tiempo traen las nubes? / ¿qué oscuras las canciones tras el viento?». Y más adelante, en el mismo poema, «quiero tan solo abrir una ventana». Esta ventana que Cerero abre, a su casa y sus cosas, nos muestra un mundo propio, no solo por lo que dice en sus poemas, sino por el tono que emplea, doméstico, sin alzar la voz, como para sí mismo. Después de estas preguntas, hay un par de versos reveladores, en el poema «Noria»: «Me dices que hay camino, que lo ande, / y yo sigo obstinado, dando vueltas». El poeta joven, el poeta veinteañero encerrado en su cuarto, con muchos libros y sueños y una vaga inquietud que aún no resuelve en nada; esto es lo que yo veo. Por lo tanto, también puede ser que aquella ventana sea la que aún no ha conseguido abrir, la ventana al mundo más allá de sí mismo. En esa indeterminación avanza el libro. El ejercicio del poeta, mientras tanto, no es una suerte de striptease sentimental, sino un fino rasgo de generosidad, que comparte un poco su modo de ser y vivir la realidad. Y en ese modo de ser, como en todo hombre, hay un arco que abarca desilusión y esperanza. Escribe Cerero: «Le doy la espalda al mundo. Ya no quiero / las tardes encendidas ni las manos / prestas para el abrazo y la caricia». Versos de este corte, de «ya no» y «es tarde», hay algunos en Oro, pero también esto otro: «Y todo canta, leve. Hay un rincón / donde mirar de nuevo. Brotan ramas / que guardan el calor de un sol antiguo». Parece como si el poeta, en su primer libro, no hubiera aún decidido qué es más verdad, si la desilusión o el gozo, y, mientras lo decide, cantase a ambos lados del camino, de sí mismo, siendo el mismo poeta en cada canto. Y es que no hay más remedio: la realidad nos seguirá interpelando, y el poeta cantará… lo que vive. Lo que se pierde y lo que se gana. Pero ¿qué gana y pierde Fernández Cerero?Si nos fijamos, la dedicatoria del libro ya marca una pauta de su sentimentalidad y su biografía: «A mis padres y mis amigos, que son el pan del camino». Vemos un poema, «Habladme», que es todo un de amicitia, dedicado a Pablo Buentes —otro de la inagotable cantera de Fidel Villegas—, en que descubrimos rasgos de Julio Martínez Mesanza, de aquel primer Europa a sangre y fuego: «que el manantial antiguo de la dicha / se asome a la tiniebla de esta tarde». (También en «De bruces tendidos en el polvo», que juega con un verso de la Ilíada, y en «Bravura» hay rasgos mesancianos). Leemos versos sobre su infancia y su colegio, agradecidos y luminosos. Hay pudorosas iniciales en dedicatorias a poemas de amor —de amor pretérito—, que sin embargo son hermosos y celebrativos, con un deje, por supuesto, de nostalgia. También un poema, «Albayalde» (es común en los poetas de Númenor este nombre para referirse a la amistad), dedicado a Rocío Arana, en que se habla de la amistad como de un providente designio: «este frescor exacto, este febrero / la luz atolondrada de las velas, / estaba escrita ya para nosotros». Y la ligera, pero evidente, referencia eucarística: «partid el pan como en un viejo rito», coronando el poema. En resumen, que el mundo de Cerero es la amistad, el amor, el desamor, la familia, la infancia, y otra vez la amistad. Todo esto es el Oro del que, al final del libro, dice: «lo guardo en un desván como un tesoro». Esperemos que abra muchas veces ese desván, y vuelva a invitarnos a su casa, próximamente.
Jesús Beades