Autor: 21 abril 2008

Edmondo De Amicis: Constantinopla

Páginas de espuma, Madrid, 2007

Lo primero que hace Edmondo De Amicis al ver Constantinopla es poner orden al revoltijo sensorial que lo apabulla. Pasamanero del detalle, De Amicis se revuelve en sus propias contradicciones. Se explica y no se explica. ¿Es fea Constantinopla? No, horrible. ¿Es bella? No, prodigiosa. ¿Gusta? No, embriaga. Entonces, ¿en qué coño quedamos?, se pregunta el desconcertado lector.

Así es Estambul, ciudad de rarezas y emociones incómodas. Todo le viene de su anatomía bipolar, de su doble cabeza asomada ora al Oriente, ora al Occidente. La ciudad juguetea con el visitante, tentado de los muchos caprichos insólitos que le proporciona este singular enclave: «Aquí —bromea De Amicis— pueden realizarse todos los caprichos: puede encenderse el cigarro en Europa y verter la colilla en Asia». La bipolaridad, la torsión de contrastes, es el señuelo de identidad confusa en esta ciudad demediada por el Bósforo y su larga lengua de agua.

De Edmondo De Amicis (1846-1908) se cumple este año bisiesto el centenario de su muerte. Pamuk ha dicho de su Constantinopla que es el más bello manuscrito del xix dedicado a la ciudad de las siete colinas. No sabe uno si le falta o le sobra razón a Pamuk, tan atado literariamente (y políticamente a su pesar) a la ciudad que lo vio nacer lo mismo que iría naciendo luego su imaginario creativo.

De Amicis fue un tipo incardinado en su tiempo. Hombre de armas, militar de academia en Módena, este italiano orondo y simpaticote vibró en sus primeros años con el patriotismo inocente, sentimental, de su época. Vivió los últimos desates del romanticismo caduco, con sus pasiones y suicidios por desamor o por cualquier otro trasunto de vísceras. Pero De Amicis abandonaría la carrera de armas por otras armas quizá algo más innobles. Se dedicó a viajar y, para colmo, a escribir. Fue, al cabo, un buen administrador de sus ocios. Escritor popular (autor de novelas y relatos como Amor y gimnasia o su célebre Corazón), de sus vagabundeos por aquí y acullá, nos dejó testimonios escritos como La Espagna en 1873 (luego de su viaje por nuestra Iberia), o este otro que nos ocupa, Constantinopla, acopio fervoroso de su viaje a la ciudad otomana allá en 1874.

En los libros de viajes, hay veces en que la quisquillosería por querer explicarlo todo al detalle acaba hastiando. Pero De Amicis sabe conjugar el festival descriptivo con el ensayo de fondo que se oculta bajo el detalle, el cromatismo aparente, la belleza acomodada del paisaje. En el capítulo dedicado a El Gran Bazar, aflora el escritor promiscuo. Se deja llevar por el entusiasmo de los detalles, la crónica vibrante de un lugar donde asiste a la turbamulta de tanta mercadería, tanto vocerío, tanta animosidad nunca vista entre olores embriagantes. Pero incluso aquí, en El Gran Bazar, sobresale el escritor que se adentra en el detalle aparente. Apunta los datos fisiognómicos del turco y se pregunta si estos viejos mercaderes a los que observa en silencio, son acaso los restos del sepulcro del imperio otomano y sus primeros moradores. De hecho, en el capítulo dedicado a los turcos, De Amicis nos adentra en el alma amodorrada de esta raza, cuya sangre parece fluir con caudal de pausa y desecación. Quitando a los revoltosos jenízaros, el turco común ha sustituido la cimitarra violenta por el opio sereno del tabaco, el placer nicotinado que le concede esa adormidera de espíritu que tanto resalta el viajero. «Entre nosotros (los occidentales se refiere), el descanso no es sino una interrupción del trabajo; aquí, el trabajo no es sino una superposición del trabajo. Lo principal estriba en conseguir a toda costa dormitar, soñar, fumar el mayor número de horas posible; y después en los retales de tiempo, en los retazos del día, en los desperdicios de los minutos, hacer algo para ganar la vida». Este sonambulismo total, es lo que devendrá luego en esa sensación de amargura indolente que tanto resaltará Pamuk en su libro de acordanzas.

De Amicis llega al Estambul del sultán Abdül Aziz (1861-1876). El imperio otomano se ha ido diluyendo en una decadencia acaso aceptada como fin irreparable. El sultanato se mueve entre las dos aguas de la altivez otomana, cual pomposa herencia de sangre en el tiempo, y el deseo moderado pero creciente de acercarse a la modernidad occidental. En el vestir, el caftán y el turbante del turco viejo ha ido cediendo paso al turco «reformado», con su levita abrochada bajo la barba. De hecho, pasados los años, con la decadencia monocorde de Turquía y la occidentalización forzosa de Atartük, el vestir, el ropaje oscuro de sus gentes, será reflejo de una melancolía nueva. Es una sensación de abatimiento consentido, la del que está en tierra de nadie, como es el turco que deambula entre los escombros del imperio otomano caído en desgracia, y la nueva República depuradora de aquel pasado moribundo. Lejos quedan los colores que apuntara De Amicis entre los próceres que entraban y salían de los palacios, de los harenes prohibidos del gran Serrallo: blancos (los muftís); escarlata (los chambelanes); violáceo (los grandes ulemas); verde oscuro (los agás imperiales); azul turquí (los ulemas)…

Estambul, la otrora espléndida Constantinopla, iba decolorándose. Tanto como en el espíritu del viajero se iba instalando la otra decoloración del ánimo, una modorra de entusiasmo ya agotado. En barcaza por el Bósforo, mientras se alejaba de la ciudad que tanto lo arrebató, De Amicis sucumbe al mal incongruente del viajero: el aburrimiento. «Pero llegado a aquel punto, experimenté el mismo fenómeno que todos los viajeros: ¡estaba cansado! Cansa la interminable sucesión de líneas blandas, de colores placenteros. ¡Tanta alegría monótona adormece», concluye. Y nosotros con él.

Javier González Cotta


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