Autor: 21 abril 2008

Jon Bilbao El hermano de las moscas

Salto de Página, Madrid, 2008

La primera novela de Jon Bilbao es un ejercicio de precisión, un juego de relojería exacta que se afina en cada página, y avanza con decisión hasta el último punto. En sus publicaciones anteriores (3 relatos, y la participación en Ficciones) ya había demostrado esta capacidad para fabular mediante una prosa rigurosa y pulcra, una estela literaria que lleva de Cheever a Richard Ford, pasando por Cormac McCarthy. Jon Bilbao toma de la narrativa norteamericana todas las posibilidades expresivas, las hace suyas y luego las devuelve para contar una historia. Presentación, nudo y desenlace. Un novelista de madera.

En este caso, nos cuenta los padecimientos de Grego, un joven que sobrevive en Tailandia alquilando embarcaciones a turistas. Un día empieza a encontrarse mal y viaja a España a ver a su hermano Héctor. Llega el mismo día del nacimiento de la hija de Héctor y Sara. Al terremoto familiar de un nuevo miembro se une la enfermedad de Grego: se convierte en un enjambre de moscas. El proceso dura unos días, después de los cuales Grego vuelve a transformarse en ser humano, aunque con ciertas molestias. En sucesivas transformaciones, las molestias irán en aumento.

El referente principal, y obvio, de la novela es La Metamorfosis de Kafka, y al igual que en la obra del checo, en la novela de Jon Bilbao el argumento no debe oscurecer el tema: las relaciones familiares. Si Kafka traducía a la imagen de un coleóptero la difícil relación que mantenía con su padre, Jon Bilbao reflexiona en El hermano de las moscas sobre la relación entre Héctor y Grego; uno es ambicioso, serio, metódico, familiar, típico representante de la burguesía de clase alta, de casa con jardín y profesión liberal; el otro es un bon vivant, un aventurero que progresa a salto de mata, sin preocupaciones ni remordimientos. Los dos caracteres se hallan frente a frente y chocan al principio, pero menos de lo que el texto parece intuir que sucedió en el pasado. Porque muy pronto, lo que parecía una crónica del desencuentro se convierte en una crónica de la reconstrucción de un vínculo esencial. Los dos hermanos van progresivamente comprendiendo y comprendiéndose.

Es aquí cuando se añaden el resto de variables de la ecuación literaria que el autor nos propone: Sara, la esposa que considera a su cuñado un caradura sin perdón; Carol, la canguro con la que mantiene una relación muy particular con Grego, y que podría interpretarse como un trasunto de su vida pasada; y finalmente Diana, el daño colateral, enamorada de Grego y desahuciada por una situación que no entiende. Todos estos personajes sirven a la acción.

¿Y cuál es la acción? Más bien poca, porque Jon Bilbao, como digno emulador de cierta narrativa norteamericana, no hace avanzar la trama más que en la progresiva reducción de los espacios de tiempo que median entre cada recaída de Grego. El autor describe minuciosamente (en algunos casos con innecesaria minuciosidad) el devenir diario en las vidas de los protagonistas. Sus preocupaciones, sus alegrías, sus miedos, la metamorfosis del hermano como decorado invisible de la historia, los ecos que nos llega de la urbanización, ese cuadro hipócrita, morboso, de vecinos que se comportan como porteras, con dimes y diretes sobre la vida de los demás.

El verdadero mérito de esta novela se halla en la tupida red que el autor teje para escenificar la historia. Su pormenorizada descripción, a lo largo de los años, de la familia de Héctor tiene como objetivo decir más con lo que no se narra que con lo que sí se cuenta. Los silencios representan un papel más decisivo que las palabras. Las piezas encajan como en un puzzle. Incluso las citas que acompañan a cada parte de la novela han sido elegidas con inteligencia: un frase del personaje de La mosca de Kurt Neumann (una de las películas basadas en un correctísimo relato de George Langelaan); un pasaje de La Metamorfosis de Kafka, evidenciando la deuda literaria; una frase del norteamericano James Salter, en cuya obra Años luz narra la destrucción de una familia (¿pretende Jon Bilbao jugar al equívoco sobre el final de El hermano de las moscas?); y unos versos de John Ashbery, que remiten a penas y calamidades.

Al autor le interesa meditar sobre el engaño de las apariencias, sobre la falsedad de lo perfecto. Pero las reflexiones están desterradas de la narración, los personajes hablan, se mueven, protagonizan una vida anodina (exceptuando, claro, la peculiaridad de la metamorfosis), y el interés se mantiene porque la expresión literaria de Jon Bilbao es impecable. Cada frase está escrita de la única forma posible, con las palabras adecuadas, sin retóricas ni adornos, sin construcciones sintácticas arriesgadas. Pulcritud máxima la de una novela, en el sentido más estricto del género.

José Ángel Gayol


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