Autor: 12 julio 2008

José Luis García Martín

Solo, en el muelle desierto, esta mañana de verano… Así comienza la «Oda marítima», de Álvaro de Campos. No estoy yo solo esta mañana de verano en la dársena de San Agustín, entre las vías y las grúas, mientras espero para embarcar a bordo del Creoula. Con igual impaciencia aguardan el momento de iniciar su primera singladura los instruendos, los alumnos de la Universidad Itinerante de la Mar.

El Creoula, un lugre de cuatro palos (me cuentan que es el único de estas características que sigue todavía navegando por el mundo), fue construido en 1937. Era un barco bacaladero destinado a faenar en los mares de Terranova, en las heladas aguas de Groenlandia. Ese mismo año llenó de emoción las pantallas del mundo otro bacaladero, el We’re Here de Capitanes intrépidos, quizás el más famoso que haya existido nunca. También aquel, como ahora este, fue un barco escuela, convirtió en un hombre a un niño malcriado.

¿Qué pensarían los pescadores portugueses de entonces cuando en un cine de Aveiro o de Lisboa vieron la película de Víctor Fleming? ¿Se sentirían reflejados en el bondadoso Manuel, que «hablaba lenta y gentilmente acerca de las chicas bonitas de Madeira que lavan la ropa en los arroyos de la isla, a la luz de la luna, bajo los grandes árboles», y que componía melancólicas canciones?

Las imágenes en blanco y negro de Capitanes intrépidos, la airosa arboladura de las goletas de dos palos avanzando raudas contra un cielo sombrío, vuelve a mi memoria ahora que, en la dársena de San Agustín, al otro lado de la ría de Avilés, contemplo la ciudad: el arbolado del parque, las torres neogóticas de Sabugo, la casona de Larrañaga, las naves de Balsera, el largo paseo desde el que nunca llega a divisarse el mar, todos los años que «aquí gasté, perdí o destruí», para decirlo con el verso de Cavafis… Hundido por la marea baja, el Creoula aguarda.

Me embarqué por primera vez en las novelas de Baroja. Todavía resuenan en mi memoria aquellos pasajes líricos en que gustaba de remansar su prosa nerviosamente eficaz. «La canción de la libertad del mar», por ejemplo, de El laberinto de las sirenas: «¡El mar! ¡El mar! Todos los caminos, todas las rutas; las cuatro direcciones, como en el signo de Thor, y… la libertad. Por la mañana, cuando el mar, aún bajo la estrella matutina, se disuelve en la gasa de la bruma; al mediodía, al verlo inundado de luz como metal fundido; al anochecer, cuando el sol hunde sus llamas en las aguas y el cielo se llena de dragones de fuego, y una estrella brilla dulcemente, al aparecer las velas de los barcos, alas mágicas y alucinadas; al oír de noche el diálogo de la ola y del viento; al respirar las auras salinas, sentimos nuestra libertas y balbuceamos con reconocimiento mirando la superficie de las olas turbulentas: ¡El mar! ¡El mar!»

Suenan las sirenas, se escuchan las voces de mando, comienza el ballet milenario de la tripulación, y el barco lenta, majestuosamente se aleja del muelle. No soy yo quien va a bordo, sino el niño que fui. Compré Capitanes intrépidos, la novela de Kipling, en uno de aquellos tomitos de la Austral que fueron el maná de mi adolescencia y comencé a leerla en esa playa desierta —hace tiempo que en ella no se baña nadie— que ahora aparece a mi derecha, San Balandrán. Cuando yo era niño, a pesar de la contaminación de ensidesa, todavía se llenaba de gente dominguera, emigrantes llegados de los más diversos lugares. Recuerdo bien su incómodo bullicio. A mí no me gustaba nadar ni jugar al fútbol en la arena. Prefería mirar los barcos que pasaban hacía un mar que no podía verse, y soñar con un libro en las manos.

Antes de pisar la cubierta del Creoula, ya subí a bordo de un barco bacaladero, donde parecía que «había sitio para todo y para cualquier cosa, salvo para una persona», según releo en la novela de Kipling. «En proa se encontraba el cabrestante con su palanca, y las cuerdas de cáñamo, obstáculos muy desagradables para saltar sobre ellos. Cerca de la escotilla se encontraban la chimenea de la estufa y los depósitos, donde se guardaban los hígados de bacalao. Más allá de estos, hacia popa, estaba la escotilla principal, que ocupaba todo el espacio que no era estrictamente necesario para las bombas y las mesas de salar. Venían después los botes, el castillo y el botalón principal de unos veinte metros de largo, con sus horquetas, que dividía todo longitudinalmente, debajo del cual había que pasar, para lo cual era necesario agacharse».

Cierro ahora también lo ojos y me imagino que el lugar hacia el que vamos es «un triángulo de doscientas cincuenta millas de lado, un desierto de olas, embozado en un húmedo manto de niebla, alborotado por las tempestades, acosado por los hielos flotantes, surcado por las proas de los veloces navíos de pasajeros, y adornado con las manchas blancas del velamen de los barcos de pesca».

Pero no. Hace treinta y cinco años que el Creoula dejó las peligrosas travesías en busca del bacalao. Otro, más grato, es ahora su destino.

Yo me he encaramado en la proa y veo, a un lado y otro, desfilar las dos orillas de la ría: el muelle de San Juan, con sus grandes navíos a la espera de la carga, los antiguos muelles de ensidesa, las colinas verdes, las altas grúas, el faro señero sobre un promontorio, como una estampa de Hopper. Toda la melancolía de la infancia, y también todo su afán de aventuras, vuelve a mí en estos lentos minutos en que nos arrastran fuera del seguro refugio de la ría.

Por fin el barco entra en el mar abierto. Y a mi memoria vuelven los versos de Álvaro de Campos: «¡Ah las líneas de las costas distantes, achatadas por el horizonte! / ¡Ah los cabos, las islas, las playas arenosas! / ¡Las soledades marítimas, como ciertos momentos en el Pacífico / en que no sé por qué sugestión aprendida en la escuela / se siente pesar sobre los nervios el hecho de ser aquel el mayor de los océanos, / y el mundo y el sabor de las cosas se tornan un desierto dentro de nosotros! / ¡La extensión más humana, más salpicada, del Atlántico! / ¡El Índico, el más misterioso de todos los océanos! / ¡El Mediterráneo, dulce, sin misterio alguno, clásico mar para romper / contra explanadas contempladas por estatuas desde jardines cercanos! / Todos los mares, todos los estrechos, todas las bahías, todos los golfos, / y vosotras, oh cosas navales, mis viejos juguetes soñados! / Quillas, mástiles, velas, ruedas de timón, cordajes, / chimeneas de vapor, hélices, gavias, gallardetes, / galdropes, escotillas, calderas, colectores, válvulas…»

El Creoula se deja acariciar por las olas, surfea feliz como un adolescente, el mar sonríe en torno nosotros el cielo es de un azul de otro mundo. ¿Adónde vamos?, me pregunta uno de los invitados. No importa la meta, lo que cuenta es el camino. Ítaca no nos dará nada mejor que lo que nos regala el viaje a Ítaca.

¿Adónde vamos?, me vuelven a preguntar. Yo voy, como siempre, de un lado a otro de mi biblioteca y ahora me detengo en un libro de Juan Ramón Jiménez, su Diario de un poeta recién casado: «En ti estás todo, mar, y sin embargo / qué sin ti estás, qué solo, / qué lejos siempre de ti mismo».

Qué lejos siempre de mí mismo. Pienso en otras posibles vidas. En la del vigía que, de pie en la proa, como una estampa antigua, de vez en cuando alza los prismáticos y contempla el horizonte; en la del comandante, que todo lo controla con una sonrisa, siempre cordial, pero que ahora se sienta apartado, mira dentro de sí y nadie se atreve a acercarse a él, salvo su perra Giba; en la de cualquiera de estos estudiantes de veinte años, españoles y portugueses, dispuestos a vivir su primera aventura… Cuando yo tenía su edad, pienso con melancolía, todavía este barco navegaba cada temporada hacia los grandes bancos del Atlántico, con su aparejo de velas de cuchillo y escandalosas, para recibir el viento de través, y allí echaba al mar los doris, las barcas que con un hombre a bordo se alejaban a fuerza de remo para pescar con palangre, esto es, con la línea o largo sedal punteado de anzuelos que se desenrollaba de un cesto. Los bacalaos no solían hacerse de rogar y uno tras otro iban cayendo sobre la barca. Pero no todas las jornadas eran felices. A veces llegaba repentina la niebla, o se avecinaba tormenta, y entonces en el lugre sonaba la llamada a sus cachorros dispersos. Había quien no encontraba el camino de regreso.

Todo eran riesgos. Podían ser embestidos por un barco de vapor, que seguiría su raudo rumbo sin siquiera percatarse de lo que dejaba atrás. Por eso en los doris, como todavía veo en los que siguen apilados sobre cubierta, había una bocina, que sonaba lastimera entre la niebla.

Pero hacer picar el anzuelo del palangre era el menor de los trabajos en la pesca del bacalao. Luego había que prepararlo. Un pescador de un solo golpe de certero cuchillo abría el pescado hasta el vientre; otro le retiraba el hígado y le cortaba la cabeza; un tercero, lo aplanaba, dándole la forma que todavía conservaba cuando llegaba a las tiendas de ultramarinos. Luego había que lavarlo, escurrirlo, trasladarlo a un cajón de madera en la bodega (lo hacía el ganchero por medio de una manga de lona fijada a la escotilla). Y todavía quedaba el trabajo más duro: el salado, del que dependía la calidad del producto final. La estiba debía de hacerse con sumo cuidado, para que cupiera la mayor cantidad posible. Si había suerte, al volver el barco se hundía hasta la borda y tantas fatigas no habían sido en vano. Eran sesenta los doris que el Creoula solía llevar a bordo, apilados sobre el combés. Eran sesenta los pescadores que, como el Manuel de Capitanes intrépidos, competían cada jornada por volver con el mayor número posible de bacalaos a bordo. No se sabe de ninguno que volviera con un adolescente millonario y caprichoso, como imaginó Kipling, sí de muchos que no volvieron.

Como si quisiera facilitarme la evocación de los tiempos heroicos, el tiempo cambia de pronto. El lugre deja de deslizarse feliz por las aguas tranquilas y comienza a zarandearse igual que la goleta de la novela y la película. Las olas caen «las unas sobre las otras con un ruido incesante como si se desgarrara algo». Y al igual que Harvey Cheney, hijo único y mimado, empiezo yo a comprender «la prisa del viento que se desliza por aquellos espacios abiertos, reuniendo como un pastor el rebaño de nubes de un azul purpúreo, la espléndida orgía de luces y sombras de la aurora, la desaparición de la niebla matutina, el fulgor de la luna, la lluvia que besaba aquella extensa superficie desierta, el frío que se sentía al descender el sol, los millones de pliegues ondulantes que revelaba la luz de la luna en la superficie de las aguas cuando el botalón de bauprés estaba dirigido hacia las estrellas».

El mar ya no nos sonríe, juega con nosotros, trata de meternos miedo. Yo miro fascinado la danza de los mástiles. Trinquete, contratrinquete, mayor y mesana, con el pentagrama de su cordaje, interpretan a Wagner en un oscuro escenario.

Lo vivido, en mi caso, no es más que una ilustración de lo leído, y en este momento en que todo se zarandea, en que el Cantábrico nos recuerda que no hay que tomarse con él demasiadas confianzas, que solo respeta a quien le respeta, me viene a la memoria el momento en que la goleta We’re Here «se echó por babor como si quisiera abrazar el azul del cielo, sobre el cabrestante; el agua que hacía saltar el navío formó durante un momento un arco iris. Entonces las garras de los botalones clamaron contra el palo mayor, crujieron las escotas y aullaron las velas. Cuando el velero se metió en un abismo, tropezó como una mujer cuyos pies se enredan en su propio vestido. Salió de allí con el foque húmedo, anhelando encontrar las grandes luces gemelas de la isla de Thatcher».

Pero ya ha pasado lo que yo creí tormenta, y apenas si fue marejadilla, vuelve la monotonía del viaje. Hemos izado una única vela, la de mesana, para equilibrar el navío, y solo se escucha el chapoteo del mar, el ronroneo del motor. Muchos se han mareado, otros tratan de dormir, agotados los temas de conversación. Solo llevamos navegando unas horas, pero aquí el tiempo se mide de otra manera. Cualquiera de nosotros juraría que han pasado días desde la fresca mañana de verano en que, en la dársena de San Agustín, esperábamos impacientes el momento de subir a bordo.

Yo me vuelvo a sentar solitario cerca de la proa. Dicen que allí el riesgo de mareo es mayor, y por eso el pasaje busca acomodo en el combés. Ante mí, erguido, el vigía, dispuesto a dar la alerta en cuanto se divise, a lo lejos, la ballena blanca. Parecemos los únicos habitantes de este fantasmal navío.

Tiene mucho de hipnótico el zumbido de las máquinas, el cabrilleo de las aguas, y a la memoria vienen los versos de Manuel Machado: «para mi amarga vida fatigada, / el mar amado, el mar apetecido, / el mar, el mar, y no pensar en nada».

¿Mi vida fatigada? Sí, porque también fatiga no vivir, salvo en sueños y en tinta y en papel, no ser nadie para poder ser cualquiera. En este viaje —«el viaje aquel de todos a la niebla» de que nos habla Francisco Brines— sueño con ser otro, cualquier otro: el comandante, Joao Silva, que con un gesto dirige toda esta sinfonía y a veces se queda pensativo, en otro mundo al que solo tiene acceso su perra Giba; uno de estos estudiantes que ahora se embarca por primera vez y por primera vez va a pasar noches y noches lejos de casa, bajo las estrellas, o uno de aquellos pescadores de altura que en el Creoula de 1937 «trabajaban como un caballo, comían como un cerdo y dormían como un muerto». Y eran felices, o eso me imagino yo, mientras se deslizan sigilosas las horas, y el mar, que primero sonreía y luego nos mostró su ceño furibundo, parece ahora sestear indiferente a todo y a todos, como antes de que hubiéramos nacido, como cuando ni el recuerdo de nosotros quede. ■ ■


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