Autor: 27 septiembre 2009

Nota y versión de Antonio Linares Familiar

En 1933 William Butler Yeats publica La escalera de caracol, seis años antes de su muerte y en un momento no solo de madurez creativa, sino también cargado y renovado en sus energías vitales y de escritor tras superar una enfermedad. La escalera de caracol supone, dentro de la obra poética del autor irlandés, una prolongación de La torre (1928) ambas obras se complementan, se acompañan y crecen en intensidad y significado a la par. En los dos textos encontramos, como si fueran sombras el uno del otro, poemas gemelos en temática y simbología; si en La torre aparecen, entre otros, «Navegando hacia Bizancio», «La Torre», «Mi mesa» o «Un hombre joven y anciano», en La escalera de caracol son «Bizancio», «La sangre y la luna», «Un diálogo entre el ser y el alma» o «Una mujer joven y anciana» sus iguales. Mas es en La escalera de caracol donde Yeats avanza en su evolución creativa, donde hace que cada ornamento, cada riqueza de detalle se desvanezca en un fondo oscuro, donde sólo unos pocos objetos (la torre, la llama, la espada…) brillan con una claridad que trasciende de lo natural. Lo que en La torre era un mundo pleno en el que los símbolos se desarrollaban a través de un creciente significado del paisaje, del mobiliario, de coloridos cuadros, se torna, en La escalera de caracol, en un universo empequeñecido y doloroso, sin adornos, en blanco y negro, donde parece poco posible representar una imagen humana en un dominio en el que elementos externos al hombre le agitan, mueven y rasgan en una geografía oscura y nocturna.

Está escrito en una época en la que el poeta experimenta el verdadero significado de su afirmación «la conciencia es conflicto» y en la que dota a su obra de un nuevo carácter físico, una nueva solidez del cuerpo, en un intento de «llevar la realización de la belleza tan lejos como sea posible».

La escalera de caracol es un poemario con una estructura circular: en su principio y en su final, el nobel irlandés parece intentar librar algunas imágenes de la perfección del paso del tiempo, mantenerlos aislados a lo caduco y perecedero; sin embargo entre ese ejercicio surge, de la mano del poeta, una celebración de lo inacabado, de lo feo, de lo que sucumbe al tiempo; el autor parece querer afirmar el valor de la vida en todo su frenesí, como si la energía de vivir y de lo vivido, fueran un gozo en si mismos. Yeats quiere potenciar, así, la fuerza del cuerpo más que la de la belleza; lejos de perder las sensaciones de la carne, parece apelar a todas las terminaciones nerviosas y sensoriales; de este modo intenta representar, de la manera más completa posible, la experiencia física y los cambios que provoca, seguro de su poder para usar las palabras como el equivalente del cuerpo humano, dotándolas de una carga, cada vez mayor, de simbolismo.

Este poemario es, también, la prolongación de un esfuerzo, por parte del poeta, de construirse un refugio, una edificación de palabras donde acudir y vivir; si en La torre Yeats intentó reconstruir con sus palabras su casa de Thoor Ballylee (en el condado de Galway), en el libro del que hablamos continúa ese proyecto y lo extiende y proyecta hacia otros lugares como Coole Park, la mansión de su íntima amiga Lady Augusta Gregory, Lisadell, el hogar de las hermanas Gore-Booth, o Santa Sofía de Estambul, entre otros, y allí no solo refugiarse el poeta, sino también un lugar donde encontrar y reunir figuras que le precedieron, amigos o compañeros tales como John M. Synge, Jonathan Swift, el filósofo George Berkeley, el poeta y político Douglas Hyde o el filántropo Sir Hugh Lane.


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