Javier Fresán
Después de haber pasado varias horas con el poeta Luis Suñén (Madrid, 1951), sigo con la duda que me intrigaba al subir las escaleras de su casa: ¿encontraría más discos o más libros? En el salón donde charlamos, es la literatura quien conquista el territorio: solo una pared resiste la acumulación de ensayos y novelas, llenos de dedicatorias tan curiosas como la que le escribió Derek Walcott después de preguntarle por el significado de «cargar la suerte»: Para el único publisher-torero del mundo. Allí los libros no han llegado, pero sí los recuerdos de sus años al frente de algunas de las mejores editoriales del país, en forma de fotografías con Juan Benet y Manuel Rodríguez Rivero, durante la promoción de En la penumbra, o con sus maestros Jaime Salinas y Domingo Pérez Minik. La música está al fondo del pasillo, y es difícil hacerse una idea de cuántas obras ha escuchado Luis Suñén, porque él mismo tomó la iniciativa de sustituir las carátulas por sobres transparentes, que ocupan cinco veces menos. Esos pocos metros que separan el salón del cuarto de los discos podrían ser un buen resumen de la trayectoria de este hombre polifacético, que ha sido crítico literario y musical, y hoy dirige el programa Juego de espejos en Radio Clásica. Pero quizá no haya mejor forma de conocerlo que adentrarse, de la mano de la editorial Dilema, en ese lugar donde oír llover que es su poesía reunida.
—Poeta, crítico literario, editor, periodista musical… ¿Con cuál de estas vocaciones y oficios se siente más identificado?
—En realidad me siento identificado con todo lo que he hecho. En mi vida profesional, lo más importante, lo que me ha dado de comer ha sido la edición. He estado en casas significativas, como Aguilar, Alianza, Alfaguara, SM o Espasa-Calpe, donde he podido desarrollar un trabajo muy interesante como editor, con la máxima responsabilidad y con grandes alegrías y algún que otro disgusto. Este ha sido el grueso de mi actividad profesional. Ahora dirijo la revista de música Scherzo y hasta hace poco he ejercido la crítica musical en el diario El País; antes había sido crítico literario en Informaciones y también en El País. Me ha gustado mucho hacer crítica, un trabajo que considero importante porque la creación de cada generación tiene que ir siempre acompañada de su propia crítica. Desgraciadamente, en el terreno de la crítica musical estamos en un momento en el que eso no ocurre: hay un déficit de crítica musical en España —no en la prensa especializada, sino en los diarios—, y yo creo que eso es preocupante. Pero a pesar de todo lo anterior y de que mis poemas completos ocupan apenas doscientas cincuenta páginas, la poesía es lo más importante para mí: me doy cuenta de que la creación está por encima de cualquier otra cosa.
De la mano de Jaime Salinas
—Su primera formación es como filólogo, en la Universidad Complutense. De hecho, durante mucho tiempo colaboró con la revista Ínsula y ha editado a Jorge Manrique. ¿Cómo se produjo el salto al mundo editorial?
—Nada más terminar la carrera de Literatura Española en la Complutense, entré en la revista Reseña, que ya no existe. La hacía la Casa de Escritores de los jesuitas, y era una publicación muy viva, militante desde un punto de vista literario y estético. Se dedicaba a la literatura, el cine, el teatro, la música, el arte y de allí salieron muchos críticos todavía hoy en activo. Luego trabajé en el Ministerio de Cultura cuando era ministro Javier Solana, y fue en ese paso por la Administración cuando conocí a Jaime Salinas, que me había reclamado para la Dirección General del Libro. Luego entré a trabajar en Aguilar con Jaime como director editorial y con él me inicio profesionalmente en el mundo de la edición. Él es mi gran maestro.
Jaime era lo que podríamos llamar un editor old fashioned, alguien que hoy en día sería difícilmente comprendido por los directores financieros de las editoriales. Él decía siempre que no tenía criterio editorial, que su criterio era el del comité de lectura. Pero claro, era él el responsable de elegir lo que le proponía un comité de lectura en el que estaban gente como Juan Benet o Juan García Hortelano, una especie de trasunto español de aquel otro extraordinario que tenía Einaudi. Jaime también me influyó como editor por el lado del cosmopolitismo, porque nunca se fijó sólo en lo propio. Le interesaba muchísimo equilibrar los planes editoriales con autores de todas las procedencias, y eso me dio una apertura de criterio muy importante. Me hace ver, también, que las relaciones entre editores son fundamentales, y que la competencia no consiste en destruir al enemigo sino en entender qué es lo que hace mejor que tú para tratar de imitarlo.
—¿Cómo era la relación de Jaime Salinas con su padre y con los poetas del 27?
—Probablemente una de las razones por las que Jaime entró como un torrente en mi vida es que era hijo de uno de mis poetas favoritos, Pedro Salinas, y estando con él escuchabas hablar de toda la generación del 27: no sólo de don Pedro, como se refería siempre a su padre, sino también de su amigo Jorge Guillén, de Dámaso Alonso, o de las dificultades del exilio y de la vuelta a España. Jaime por un lado trataba de desmitificar la vertiente estrictamente literaria de don Pedro, pero por otro lo admiraba enormemente como escritor. Te contaba cuánto había de literatura en algunas cosas, como por ejemplo en la escena que describe Dámaso Alonso de Pedro Salinas escribiendo poemas en el salón de casa, con sus hijos colgados a sus espaldas. Él decía que era rigurosamente falsa.
—Hay otras historias que se recuerdan cuando se habla de él, como la de que siempre le temblaron las manos al beber porque un día en casa de Juan Ramón, que no tenía precisamente buen carácter, se le había caído una taza de chocolate y había tenido que sufrir su cólera…
—Es verdad. Me lo contó a mí también. Jaime es un personaje fascinante.
Elegancia de notas
—¿Qué es lo primero que hacen al llegar a Aguilar?
—Yo llego a Aguilar justo después de que la comprara el grupo Timón, lo que hoy sería la parte literaria del Grupo Santillana. Mi misión era ayudar a Jaime a poner en pie un dinosaurio que era realmente complicado levantar. El criterio antiguo ya no servía, porque esas obras completas en tomos encuadernados en piel que se vendían a plazos eran muy difíciles de mantener. Me acuerdo, por ejemplo, de la edición de Tirso de Molina de doña Blanca de los Ríos, trabajadísima, llena de notas, que demostraba un amor extraordinario por la figura de Tirso, e incluso, me atrevería a decir, un enamoramiento por el personaje. Sin embargo, todo eso ya no tenía mercado, porque el acercamiento a los clásicos estaba cambiando con la nueva filología. Había, además, colecciones que habían adoptado ya los criterios modernos, también comerciales, y que suponían una competencia muy fuerte para nosotros, que manteníamos el modelo antiguo. Entre otras cosas optamos por abrir una colección de libros de bolsillo en tapa dura, formada por textos clásicos y modernos sin anotar, que se llamó El Libro Aguilar. Pero aquello no funcionó, porque lo importante para muchos lectores de institutos y de la universidad eran precisamente el prólogo y las notas. Nosotros pensábamos que la sociedad española estaba preparada para recibir esa colección, que además invitaba a reunir todos los títulos y crear una pequeña biblioteca, pero no era así y fue un fracaso absoluto.
—Sin embargo, los textos de la Biblioteca Castro, que se ha convertido en la Pléiade española, van siempre sin anotar…
—Es cierto. Para mí hay un ejemplo clarísimo, casi histórico, que es El Quijote de Martín de Riquer, la edición de Editorial Juventud, que tiene muy poquitas notas, pero es utilísima y ha sido la base para todo lo que se ha hecho después. Hay que reconocer que hay clásicos anotados en los que el prólogo y las notas son verdaderas obras de arte, ejemplos maravillosos de investigación rigurosa o de brillantez deductiva. Igual que un aficionado al ajedrez piensa «qué elegancia de jugada», un lector podría decir «qué elegancia de notas». Es el caso de las ediciones de Rosa Navarro Durán o de Francisco Rico, por poner un par de ejemplos. También hay libros de erudición en los que uno encuentra artículos sobre aspectos determinados de una obra que están llenos de cosas asombrosas, por ejemplo los de María Rosa Lida, pero tengo la sensación de que cada vez son más difíciles de encontrar en el moderno hispanismo.
Mi experiencia personal en este asunto es una edición de la poesía completa de Jorge Manrique que se publicó en 1980. Fue un trabajo duro pero muy divertido y con la anécdota de, casi por casualidad, corregir, al fin, un error habitual: la signatura de la edición de Centenera que está en la biblioteca del Monasterio de El Escorial. Pedí el libro con la signatura que citaba Pérez Gómez —el manriqueño canónico— y el padre Turienzo, bibliotecario a la sazón, me dijo que no era esa, que todo el mundo la citaba mal, y me dio la correcta. A veces echo de menos esas cosas, creo que no hubiera sido un mal investigador de los clásicos.
Las grandes editoriales
—Toda su carrera editorial se ha desarrollado en casas asociadas a grandes grupos empresariales. ¿Ha podido siempre trabajar con libertad?
Yo creo que en casi todas. La etapa más difícil fue la última, la de Espasa, por las circunstancias especiales de aquel momento, en el que se produce un cambio muy radical en una casa ya de por sí difícil. Del resto estoy muy satisfecho: en todas aprendí mucho, y cada una tenía su personalidad diferente. El hecho de que todas estuvieran ligadas de algún modo a un gran grupo editorial, te hace desarrollar un sexto sentido para entender al instante los objetivos de una empresa. He tenido la sensación de trabajar con bastante libertad, con libertad ideológica siempre, desde luego; incluso en SM, que es propiedad de los marianistas. En el caso de Alfaguara, pude desarrollar una labor estrictamente literaria muy interesante, descubriendo autores y luchando con un mercado que empezaba a cambiar.
Precisamente a mi generación de editores le ha tocado pasar de un glamour que convertía la cuenta de resultados en casi una anécdota a un momento en el que la gestión financiera es importantísima. Yo doy la asignatura de Proyecto editorial en el Master de Edición que organizan Santillana y la Universidad de Salamanca y les digo siempre a mis alumnos, medio en broma, medio en serio, que me conformo con que cuando entren a trabajar en una editorial lo que yo les he explicado les sirva para sostenerle la mirada al director financiero. No es mala cosa, porque el panorama ha cambiado muchísimo en ese aspecto, aunque es verdad que hay jóvenes editores que lo han aprendido rápido y han sabido adaptarse perfectamente. Es interesante preguntarse hasta qué punto perteneciendo a editoriales que forman parte de un gran grupo uno puede hoy actuar con libertad, llevar a cabo sus deseos como editor, ser lo que quiere ser. Ahora las cosas son más difíciles pero en el momento en el que yo trabajaba nunca tuve problemas, también porque quienes estaban por encima de mí respetaban el criterio del editor a la hora de tomar decisiones incluso económicas. Creo que por eso Jorge Herralde decía que Constantino Bértolo, que entonces dirigía Debate, también dentro de un gran grupo, y yo, éramos «editores consentidos».
—Ahora que hemos hablado de libertad ideológica y ha aparecido Alfaguara en la conversación, me gustaría preguntarle cómo vivió «el caso Echevarría» y si en sus años de editor se tuvo que enfrentar a algún problema parecido. Uno de los consejos a un joven aprendiz de editor de Mario Muchnik es «no respondas jamás a los críticos».
—Estoy completamente de acuerdo con Mario. Cuando yo era crítico, nada me molestaba más que una nota de un editor felicitándome o manifestando su desacuerdo con una crítica. Cuando sucedió el caso Echevarría yo no estaba en Alfaguara, afortunadamente. Se trata de una historia que no tenía por qué haber ocurrido.
Descubrimientos y rechazos
—¿Qué autores destacaría en su nómina de descubrimientos o recuperaciones?
—Estoy especialmente orgulloso de haber recuperado a Miguel Espinosa, y de haber publicado una obra suya inédita de la que siempre se hablaba. En Alfaguara publicamos Escuela de mandarines, que es una de las mejores novelas españolas del siglo xx, y más adelante La fea burguesía. También redescubrimos a Arturo Pérez Reverte publicando La tabla de Flandes. O dimos la primera oportunidad a jóvenes entonces como Luisgé Martín o Luis Magrinyá —aunque Luis acabó publicando en otro sitio su primer libro cuando nos fuimos de Alfaguara. Por cierto, hablo en plural porque yo, que era el director editorial, trabajaba codo con codo con Manuel Rodríguez Rivero, que era el director adjunto. Otra de mis satisfacciones en Alfaguara fue haber sido editor de Juan Benet, alguien a quien he admirado muchísimo como persona y como escritor. Es uno de los grandes, y desde luego no merece estar en ninguna clase de purgatorio por ser más o menos difícil. Aquí tengo que decir que, en el caso de Alfaguara, me siento como una etapa de una especie de continuum al que había que ser fiel en la medida de las posibilidades de cada una de las personas que hemos dirigido la editorial.
He publicado a mucha gente y no puedo acordarme de todos, aunque cada uno tenga su historia: por ejemplo, en Alianza, a Derek Walcott, a Amin Maalouf, que es una de las mejores personas que he conocido en mi vida. También estoy muy contento de haber sacado dos veces la poesía completa de Lezama Lima, primero en Aguilar y luego en Alianza, después de que cambiara la edición de Letras Cubanas, a cargo de César López. Qué decir sobre Lezama: es uno de los grandes poetas de la historia de la literatura en cualquier lengua. A los editores nos gusta llenarnos la boca con lo que hemos publicado, pero a veces es más significativo saber qué no hemos conseguido editar. A mí me ha dado siempre muchísima envidia no haber sido yo quien publicase a John Irving y a Don DeLillo, que son dos novelistas extraordinarios. El mundo según Garp es una novela generacional prodigiosa, que a me entusiasma, y Don DeLillo es el mejor novelista vivo, a pesar de lo decepcionante que es El hombre del salto, su último libro. También se quedó por el camino Calvert Casey. Y, claro, esos para los que no hubo dinero suficiente en la correspondiente subasta. Pude publicar a mi amigo Antonio Muñoz Molina en Espasa Calpe, pero el optó por retirar su libro, a punto para la imprenta, porque yo ya no estaba en esa casa.
—¿Algún rechazo confesable?
—Estas cosas generalmente quedan bajo secreto de sumario, pero en este caso el propio autor y su editora, Beatriz de Moura, dijeron en su día que Anagrama, Seix Barral y Alfaguara habíamos rechazado Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. Me hubiera gustado publicar a Luis, y no sólo porque vendió muchísimo. Durante la presentación, contó que le había irritado especialmente la carta de rechazo de Alfaguara, pero en realidad no fue un rechazo. Le decíamos que si cambiaba determinadas cosas la publicaríamos con mucho gusto, y aquello no le hizo gracia. No sé si luego nos hizo caso, porque no leí la novela tal y como apareció en Tusquets.
En general no he tenido problemas con los autores. Cuando un escritor encuentra o encontraba —en este punto no sé si hablar en presente o en pasado, porque la irrupción de los agentes literarios ha cambiado mucho las relaciones entre autores y editores— a un editor que sabe leer su texto y que le propone mejoras, a menos que tenga un ego desmedido, las acepta de buen grado. Yo como escritor —y si se me permite la jactancia— aceptaría las mías, porque nunca son enmiendas a la totalidad —en ese caso se dice que no desde el principio y punto—, que hacen que un libro no se publique, sino modestos consejos de tipo estructural, sobre un cierto párrafo innecesario o algunas repeticiones, cosas perfectamente asumibles que no atentan contra el espíritu del texto. La mayor parte de autores con los que he tratado a lo largo de mi vida como editor las han aceptado bien, aunque ha habido alguno que de ninguna manera, y en ese caso he dicho: «adelante con los faroles». Si decido publicar a un escritor que no está dispuesto a cambiar ni una coma, que el libro salga tal cual.
Editar la vida
—¿A Juan Benet había algo que corregirle?
—Poquísimo, pero le gustaba mucho que comentaras sus libros con él. La obra que nosotros sacamos en Alfaguara fue En la penumbra. Es una historia muy curiosa, porque Juan quería por supuesto publicar con nosotros, pero estaba cansado de ser un autor de culto; consideraba que podía vender mucho más. Había aparecido entonces Herrumbrosas lanzas, que tenía ya un estilo más fácil —siempre entre comillas— que obras anteriores como La otra casa de Mazón, Nunca llegarás a nada o Una meditación. Él pensaba que Herrumbrosas lanzas era un libro fácil de leer que le había abierto en Alfaguara a un público más amplio, aunque no fuera tanto como el de El aire de un crimen, con el que quedó finalista del Planeta. Así que cuando negociamos la publicación de En la penumbra, dijo que sólo firmaría el contrato si la tirada de la primera edición era de veinte mil ejemplares. Y yo acepté: «Pues muy bien, Juan, veinte mil ejemplares». Coincidía con el rediseño de la editorial y con una campaña de promoción muy importante, en la que lanzamos también El tiempo, gran escultor, de Marguerite Yourcenar, que era una gran vendedora de libros. Pensamos que se podía correr el riesgo, firmamos el contrato en una noche etílica verdaderamente memorable, y ¡vendimos los veinte mil! Vuelvo a pluralizar.
—¿Ha pensado en escribir sus memorias de editor?
—Alguna vez le he dicho a Manuel Rodríguez Rivero: «Manolo, si hiciéramos unas memorias juntos, arrasaríamos». Lo he pensado, y seguro que serían unas memorias —las de los dos o las de cada uno de los dos por separado— mucho más literarias que las que han escrito otros editores. El problema —o la ventaja literaria— es que no conservo demasiados datos; mis recuerdos son más de impresiones que de fechas y se trataría de reconstruir situaciones con un utillaje que Manolo y yo, francamente, dominamos bastante bien. No sé, por un lado me apetece hacer algo que supere ese rótulo de memorias, pero por otro me come el día a día y me da una cierta pereza. Ya veremos.
El que oye llover
—¿Por qué El que oye llover como título de sus poemas reunidos? ¿Esconde una poética?¿A qué autores oía Luis Suñén en sus primeros libros?
—En buena medida, sí. Yo soy poco dado a títulos poéticos, en el peor sentido de la palabra, es decir, muy denotativos o explícitos de lo que es una poesía lírica. Así que pienso que El que oye llover define perfectamente mi situación: yo soy ese, el que oye llover. En español existe también la expresión «como el que oye llover», pero tiene un significado muy distinto. Mi primer libro es del 81, cuando yo tenía treinta años, un libro tardío para los estándares de la actual poesía joven. Había publicado poemas sueltos en revistas, pero hasta ese momento no me veía con un libro completo, del que estuviera mínimamente seguro. Apareció en la colección Scardanelli, que dirigía Luis Antonio de Villena para Hiperión. Tengo que decir que me conmovió realmente su gesto generoso de publicarlo, porque mi poesía no tiene nada que ver con la suya. Mi primer libro está muy influido por determinados autores del 27, sobre todo por Jorge Guillén, presente ya de alguna forma en el título, pero también por Gerardo Diego y Pedro Salinas: ellos son mi punto de partida. Uno luego introduce otros elementos, porque va ampliando su mundo, y eso requiere nuevas herramientas que se aprenden con lecturas distintas. Los clásicos del Barroco me interesan mucho y, por la misma razón, Lezama Lima, del que hay ecos en los libros siguientes.
Me gustan mucho también otros poetas americanos como José Emilio Pacheco. Sin embargo, si tuviera que elegir hoy la corriente poética que más me interesa, estaría formada por algunos poetas norteamericanos, de los que admiro más la libertad de expresión que el modo en que la utilizan, porque al fin y al cabo se trata de otra lengua. Es una influencia de las formas de contemplar la realidad más que de la dicción en sí. Podríamos hablar de William Carlos Williams, o del poeta que quizá más me interesa ahora: Mark Strand. Hay muchos poetas que leo con enorme placer, aunque nunca podría escribir como ellos, no ya en lo puramente cualitativo sino porque mi registro vital y expresivo es otro. Por ejemplo Eliot, que es el primer poeta cuya lectura me hace pensar en la verdadera grandeza de la poesía, o Kenneth Rexroth o Gastón Baquero o Claudio Rodríguez, qué sé yo… en todo caso son poetas que dejan en ridículo a sus imitadores. Es una de las cosas que más me impresionan de la poesía: el hecho de que haya escritores a los que admiras profundamente, aún sabiendo que nunca podrás imitarlos. En el fondo, tampoco está tan mal: algo se te queda indudablemente, y no corres el riesgo de convertirte en un epígono. Me enseñan a colocarme donde se han colocado ellos: un punto de vista.
—Acaba de publicar un artículo duro, Matonismo poético, contra algunas prácticas por desgracia demasiado comunes de los círculos literarios de este país. ¿Qué es lo que pretendía denunciar?
—Quería denunciar el deseo de exclusividad por parte de determinadas personas a la hora de opinar sobre literatura, donde parece que la libertad de expresión no es válida. Uno debería poder decir que no le gusta un poeta consagrado sin que otros lo acusen de resentido y de poeta del montón. A un buen escritor, sin resentimiento alguno, puede no gustarle Benedetti, Ángel González o cualquier otro poeta contemporáneo. El problema surge cuando se crean poderes de facto, y en nuestra poesía sucede demasiado a menudo. Nunca he visto nada similar entre los compositores españoles: tienen otros problemas, también sus simpatías y sus odios, pero no ese anhelo por silenciar a los demás. En fin, en todos los ámbitos humanos hay gente que pretende ejercer el poder, filtrando las cosas de manera que nada les haga sombra; ocurre en la literatura, en la pintura y en la música, pero hasta el extremo de lo que yo describía en Matonismo poético, me parece que en ninguna otra parte.
Los escritores frente al espejo
—¿Se puede hacer un retrato de las personas a través de la música que escuchan? Si es así, ¿cuál es la imagen general que se dibuja de los escritores españoles?
—Es lo que trato de hacer todos los domingos en Radio Clásica, en Juego de espejos, desde hace cinco años. Estoy convencido de que sí que se consigue un retrato a través de la música; lo que ocurre es que a veces es muy diáfano, muy personal, y en otras ocasiones no pasa de ser una especie de retrato robot, en el que podrían entrar diferentes caras, con solo cambiar un poquito las cosas. Pero siempre hay algún rasgo, un guiño especial, que te hace ver una característica intransferible del personaje. Aunque todos escucharan la misma música, siempre habría algo que los diferenciara.
Por Juego de espejos, conviene decirlo, porque así la media se estabiliza, no sólo pasan escritores, sino también científicos, pintores y gente de la cultura en general. Es curioso comparar a la gente del arte con la gente de la literatura: los artistas son mucho más partidarios de la música del siglo veinte; es un hecho que vengo observando desde el principio. Los escritores jóvenes tienen un criterio muy amplio: eligen música clásica, pero para ellos el rock and roll también es un clásico. No son los únicos: también personas de mi generación te ponen a los Beatles o a Simon & Garfunkel. Las relaciones de los escritores con la música son más anímicas que formales, aunque hay algunos que dominan muy bien el pretexto musical. Jesús Ferrero, por ejemplo, hizo un programa prácticamente dedicado a Orfeo, con una trayectoria literaria impecable, y cuando estuvo Rosa Navarro Durán, relacionaba perfectamente la música con sus intereses filológicos. Son casos en los que se juntaba un conocimiento profundo de la música con la pasión por el trabajo. No siempre pasa: muchos saben lo que les gusta, pero no saben por qué.
—¿Se ha encontrado durante estos cinco años con algún caso tan extremo como el de Nabokov, que odiaba la música?
—Desgraciadamente la música ha estado siempre fuera de la educación de los españoles, y, cuando se le ha dado un espacio, se ha decidido malgastarlo tocando la flauta dulce. Esto explica que existan escritores que saben muchísimo de literatura pero que son unos ignorantes absolutos en el terreno de la música. Yo mismo soy completamente autodidacta. Recuerdo que a partir de los quince años empecé a descubrir un interés por la música tan grande como el que tenía por la literatura. Tomé algunas clases por ahí, pero nada demasiado serio, lo cual tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Mi formación es sobre todo la de un oyente atento, que estudia la partitura cuando le interesa una obra, pero nunca he tocado un instrumento.
Quiero decir que las relaciones de los escritores españoles con la música son cordiales, pero podrían ser más intensas. No me he encontrado con nadie que la odie, como era en efecto el caso de Nabokov. Uno de los más brillantes escritores jóvenes, Luis Magrinyà, me decía cuando lo invité: «yo odio la música clásica, ya verás qué cosas te voy a meter en el programa», pero luego resultó que entendía a Haendel de maravilla. Un haendeliano extraordinario, por cierto, es el actor Javier Cámara, un auténtico erudito al día de todas las grabaciones y de todos los cantantes. Ha habido quien no se ha atrevido a venir, quizá porque se había puesto a sí mismo el listón demasiado alto, pero sólo recuerdo dos escritores que hayan rechazado mi invitación: uno de ellos porque decía que no sabía nada de música, y el otro, porque quería alejarse de los medios de comunicación, lo cual es algo pretencioso, pero completamente respetable. De todas formas, casi todo el mundo ha salido airoso de Juego de espejos: unos con brillantez, otros con aseo.
—¿En quién confiaría más: en un wagneriano, en alguien que solo lleva zarzuela al programa o en una persona cuya música preferida son Las bodas de Fígaro?
—Creo que en alguien que solo tiene Las bodas de Fígaro como música preferida. El wagnerianismo ha sido siempre muy reductor. Probablemente, uno de los problemas de Wagner son los wagnerianos, como ocurre en literatura con Cernuda y sus seguidores, o con Aleixandre y los suyos, por poner sólo un par de ejemplos. Con Wagner pasa lo mismo: todavía puedes tener una conversación con un wagneriano que niega rotundamente que Cosima Liszt, la mujer de Wagner, fuera antisemita. ¿Cómo es posible que a estas alturas de la investigación todavía haya gente con la venda delante de los ojos? Los wagnerianos tienden a referenciar todo en su ídolo. Por suerte, existe también una investigación sobre Wagner más abierta y más decidida, que comprende que con él no acaba el mundo.
Wagner es, sin duda, uno de los grandes genios de la historia del arte, no sólo de la historia de la música; está a la altura del mayor de los escritores o del mayor de los pintores. Como ocurre tantas veces, el carácter personal del sujeto tiene fisuras muy importantes. ¿Hay que correr un tupido velo sobre ellas? Yo pienso que no, que hay que comprender que el arte y la vida a veces siguen derroteros diferentes, de modo que no siempre los grandes genios fueron estupendas personas; son magnitudes distintas. De Las bodas de Fígaro, sin embargo, me fío: es una obra muy abarcadora, en la que se da todo; es teatro de primera clase, música extraordinaria, de una belleza enorme, divertida; lo tiene todo realmente. Podemos decir que Tristán e Isolda, que divertida no es, tiene una hondura extraordinaria, pero mi apuesta es por Mozart. De todos modos preferiría no tener que escoger, no verme en semejante tesitura.
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La música de un poema
—¿Qué generación es más musical: la del 27 o la del 50?
—Sin ninguna duda, la del 27. Uno de los grandes versos musicales del siglo xx es ese tan conocido: «Si alguno alguna vez me preguntara/ la música ¿qué es? Mozart, dirías/ es la música misma» de Cernuda. Entre todos nuestros poetas, el más musical es Gerardo Diego. Hay otros que escriben sobre temas musicales, que recogen imágenes en sus poemas, pero ninguno tanto como Gerardo, que era músico además de poeta e hizo mucha crítica musical. En la generación del 50, hay gente a la que le interesa la música, pero bajo otra óptica: en Caballero Bonald es el flamenco, mucho más que cualquier otro género. También el jazz, la canción francesa en Gil de Biedma, que tiene su poema «Elegía y recuerdo de la canción francesa», con esa cita de «Las hojas muertas» de Kosma y Prévert: «C’est une chanson qui nous ressemble». Sobre la presencia de la música en los poetas contemporáneos, habría que preguntar a Antonio Gallego. Los hay que saben por qué y los hay que citan de recuelo. En mi poesía es muy importante y está en títulos y subtítulos de poemas, en versos aquí y allá. Pero el papel de lo musical no se reduce a que un poema venga mientras escucho algo, lo que me ha ocurrido solo en contadas ocasiones. Lo importante es la presencia del ritmo, sin el cual la poesía no tiene ningún sentido para mí. Y haber escuchado mucha música te ayuda a encontrar ese ritmo.
—¿Y en sentido inverso? ¿Puede servir el ritmo nuevo de un poema, como el que intentan introducir autores como Jorge Riechmann, de inspiración para la música?
—En la época de las vanguardias, cuando se abominó de la Academia y se sometió la música a un proceso de revisión, se compusieron obras que no sólo se servían de la poesía, sino también de textos filosóficos o de discursos políticos, es decir de escritura no necesariamente rítmica. Hay un ejemplo magnífico en una obra fundamental en la historia de la música del siglo xx, que es el Réquiem por un joven poeta, de Bernd Alois Zimmermann, en el cual uno encuentra poemas de Maiakowski leídos por él mismo, discursos de Hitler o párrafos del Tractatus de Wittgenstein junto a citas de los Beatles y Beethoven. Una investigación en esa misma línea podría incorporar los nuevos ritmos de nuestros poetas. Después de eso da la sensación de que la música puede con todo. ■ ■